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Platos chinos

Imagen de Archivo de malabaristas

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Como una malabarista de platos chinos. Así me siento a veces, o nos sentimos -me atrevo a pensar que no soy la única- quienes empleamos nuestra voz en público para pensar en voz alta, ya sea en forma de libros, artículos, conferencias, coloquios, cartas abiertas… cuando eso, o un fragmento de eso que expresamos, se propaga en las redes sociales. A partir ese momento, las ideas, ejemplos y argumentos atraviesan un fascinante laberinto de espejos del que no siempre salen indemnes. La velocidad e inmediatez del consumo y regurgitación de lo que decimos tienden a totalizar las ideas, a hacerlas extensivas a otros ámbitos, a considerarlas al bulto, a descartar cualquier matiz. Mi opinión, o la de cualquier otra escritora o periodista, es entendida entonces como un absoluto listo para etiquetar, ante el que solo caben dos opciones: amar u odiar, no ya a la idea y su argumento, sino a la persona que la emite. La polarización más tosca está servida.

En este estado de cosas, quien analiza la realidad e invita a pensar sobre ella se ve obligado a practicar el malabarismo de los platos chinos: cada idea y argumento es un platillo que tiene que hacer girar insistentemente con aclaraciones y matices para que no se estrelle contra el cajón de las etiquetas, y aparezcan entonces hienas y licaones dispuestos a devorar de un bocado al torpe malabarista. Da mucha fatiguita tener que escribir, no con punta fina, sino con la escopeta cargá. Esta cautela a la hora de escribir se manifiesta en frases hechas de esas que ponen la venda antes de recibir el zarpazo, del tipo “vaya por delante que…”, “antes de nada, quiero aclarar que…”, con las que nadie con un poquito de estilo quisiera empezar un escrito.

Si me lo permiten, les recomiendo fiarse mejor de las voces verdaderamente disidentes que caminan con sus pensamientos sin proclamarse bocina incondicional de nada ni de nadie

Otra opción es optar por escribir en grueso textos verracos que las cien Españas (porque en estos momentos en las redes no hay dos, sino cienes, peleadísimas entre ellas) puedan tirarse a la cabeza, con los que se puedan liar a garrotazos, como en aquella pintura negra de Goya. Para algunos listillos y listillas, esto sale a cuenta. Ventajas del cero matiz, de la piromanía intelectual, de vivir voluntariamente dentro de una etiqueta: ser la más odiada por unos te convierte en una especie de esfinge para otros. Eso, al cambio en euros, compensa. Si me lo permiten, les recomiendo fiarse mejor de las voces verdaderamente disidentes que caminan con sus pensamientos sin proclamarse bocina incondicional de nada ni de nadie. A éstas y a éstos, ya que rehúsan practicar lobotomías masivas, estaría bien no pedirles que realicen todo el rato el puñetero numerito de los platos chinos.

Vamos a poner algunos ejemplos, a ver qué tal. El primero es fácil. Ejemplo de tosquedad suprema: pongamos por caso la denuncia falsa de la agresión homófoba del joven de Malasaña. Con un hecho así, hay quien tarda cero-coma en negar la homofobia, sutil o bestia, que aquí campa a sus anchas de toda la vida. Así de burdo es el mecanismo de la generalización.  

Ahora, un ejemplo del matiz que no cesa. Pongamos que hablo del jardín en que andan perdidas las influencers Devermut y sus interesantes ramificaciones. El “Hermana, yo sí te creo” pone el dedo en la llaga de un problema profundo del patriarcado: a las mujeres, históricamente, por el mero hecho de serlo, no se nos ha creído, y a día de hoy en no pocos foros, incluidos los académicos, culturales, empresariales y familiares (“¡Tú qué sabrás, abuela!, anda, calla”), se sigue minusvalorando nuestra palabra. Quien lo probó lo sabe. De no creer por defecto a las mujeres por el mero hecho de serlo -como aún sucede- a defender ciegamente, contra toda evidencia, lo que suelte por su boca la Señora X hay un trecho como de aquí a Krasnoyarsk. Cuando la fe entra por la puerta, la razón sale por la ventana. Cuestionar, a la luz de los datos de los que disponemos, la versión que podría haber llevado a la ruina a un negocio de Conil no valida total y automáticamente la otra versión, ni niega el machismo de discoteca que todas hemos vivido más de una vez en carnes propias. ¿Se dan cuenta de cuánto hay que darle, en un solo párrafo, al platito chino? Aun así, habrá quien se proponga derribarme, simplificando lo que digo o sacándolo de contexto, toda la vajilla. No hablo ya de los cuñaos esos que entienden que quien no piensa como ellos es de la ETA; esta actitud se ha extendido como el aceite entre gentes a las que les presuponíamos, equivocadamente, dos dedos de frente. Es el problema de reducir los claros posicionamientos personales y políticos a delirantes hashtags y etiquetas; cualquier matiz te hace sospechosa de trabajar de espía doble para “el enemigo”, mientras que no matizar absolutiza en extremo y generaliza lo que dices.   

El problema de fondo es que, ahora más que nunca, la opinión no se usa para dialogar sino para enfrentar, así que cuanto más simple, etiquetable e impactante sea, más contribuye al gran espectáculo de la polarización

Y así con cualquier cosa. Si sostengo que no estoy de acuerdo con la peatonalización cuando se hace con la intención –nunca declarada- de gentrificar y turistificar la zona, encarecer la vida del barrio y sustituir los negocios de siempre por grandes marcas y franquicias, habrá quien me tache, no sé, de mala vecina o poco ecologista.

El problema de fondo es que, ahora más que nunca, la opinión no se usa para dialogar sino para enfrentar, así que cuanto más simple, etiquetable e impactante sea, más contribuye al gran espectáculo de la polarización. Pretender lo contrario obliga a sacar los platos chinos. Acertó Machado en sus cálculos: 9 de cada 10 cabezas embisten. Y con los cuernos retorcidos. Cada vez van quedando menos personas que lean dispuestas a cambiar de idea, ampliar la que ya tienen y a comprender que hay otras. En la era del videoniño ­–dice Giovanni Sartori- estamos asistiendo a un cambio de corte antropológico. Dicha mutación deroga las leyes de la razón, entroniza la imagen, hace que se nos ponga el culo como una silla de gamer, sobreinforma a la vez que censura o cancela, polariza, emborrica, crea zombis. Quienes nos resistimos a ello seguimos mareándonos –tontamente- con matices.  

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