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Sí es transfobia (y también clasismo)

Manifestación del 8 de marzo en Málaga | N.C.

Santi Fernández Patón

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No le corresponde a uno dirimir las discrepancias que han surgido en el seno del feminismo en estos últimos tiempos o, mejor dicho, los intentos de ruptura, que ya son más que obvios, como bien alertaron algunas activistas. Tampoco es mi intención ahondar en las lamentables escenas que han protagonizado algunas de esas rupturistas autoritarias, ligadas a un feminismo de orden más institucional, en la manifestación de Madrid. Pero sí quiero comentar algunas cuestiones, en apariencia colaterales, que han emergido de todo ello: en concreto la transfobia y el clasismo.

Nadie con una mínima sensibilidad puede salir indemne a las declaraciones increíblemente ofensivas que sobre las personas trans han lanzado, en rueda de prensa, las portavoces de estas organizaciones del feminismo reaccionario. Comparar a las personas trans poco menos que con carnavaleros con ganas de disfrazarse resulta, sencillamente, repugnante: “Si las leyes trans hubieran existido en nuestra generación, cuando teníamos 12 años, ahora seríamos señores con bigote y barba y con una doble masectomía, porque cuando nos preguntaban qué queríamos ser de mayores, siempre decíamos que queríamos ser chicos”. Sí, podrían ser palabras de alguna representante de Vox. De hecho, van en la misma línea que ha provocado que Izquierda Unida expulse al Partido Feminista de Lidia Falcón, una de las organizaciones representadas en esa rueda de prensa.

¿A qué viene semejante ira? A la propuesta de Ley de Derechos Trans y LGTBI de Unidas Podemos, que recoge una reivindicación histórica de las personas trans (el “lobby trans”, en palabras de esas furibundas portavoces): la despatologización, la eliminación del examen médico preceptivo para declarar como enferma a la persona trans antes del cambio de identidad legal y administrativo. “Basta con mirarme para darse cuenta de que no soy una mujer, y sin embargo en un gimnasio me obligan a utilizar las duchas del vestuario femenino […]. A las personas cis nadie les pregunta por sus genitales en un gimnasio, pero las trans deben dar explicaciones desde el momento de la inscripción”. Es solo un ejemplo cotidiano que hace un tiempo explicaba un joven representante de la asociación malagueña Transhuellas. Para la presidenta del Consejo de las Mujeres de Madrid, no obstante, como declaró en esa infame rueda de prensa, ocurre que estas personas, simplemente, están sujetas “a la voluntad de cada momento”.

La profunda mentalidad patriarcal de esa presidenta y el resto de portavoces no solo se evidencia en su transfobia. Su insensibilidad dispara, demás está decirlo, siempre hacia abajo. No es solo su negativa a escuchar a mujeres prostitutas, a las que incluso se les prohíbe participar en jornadas sobre… trabajo sexual, en el entendimiento tan macho de que una indudable inferioridad intelectual las invalida para argumentar sobre cuestiones que les afectan en primera persona. La estrechez de sus reivindicaciones, centradas en la igualdad en la esfera pública, en los cargos de poder y de trabajo, en definitiva, en los privilegios de clase tradicionalmente reservados a los hombres, dejan fuera a tantos otros sectores desde el momento en que no cuestionan muchos pilares del orden establecido. Quedan así excluidas, además de las prostitutas, las trabajadoras domésticas, las kellys, las trabajadoras de las fresas, las migrantes, las diversas funcionales y, por supuesto, las mujeres trans, entre otras.

Cada vez que agitan el fantasma de la teoría queer como una amenaza global (algo parecido a la “ideología de género” de Vox), estas representantes del autoritarismo (por fortuna minoritario) a mi juicio incurren en una paradoja: con su performatividad subvierten su género, más allá de la biología, exactamente en la senda de las teorías queer. Y es que acaban comportándose como un macho censor, investido de todas sus prerrogativas patriarcales. Quizás a eso se reduzcan muchos de sus anhelos.

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