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Volver a escuchar historias

Foto de Etienne Girardet en Unsplash

Laura Hojman

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¿A ustedes les contaban cuentos cuando eran niños? A mí sí, cada noche antes de dormir. Mis padres, con una imaginación sorprendente y que envidio muchísimo, inventaban uno cada noche para que yo me durmiera escuchándolo. Hasta sagas hicieron, Las aventuras de Carolina, las de El hada despistada... Y me recuerdo atenta, sin perder un ápice de detalle en aquellas historias que hacían volar mi imaginación.

Les soy sincera, desconozco si los niños de hoy siguen oyendo cuentos de la voz de sus padres para ir a dormir. Quisiera pensar que sí, que en esta era de la hiperestimulación y del ritmo frenético en los productos audiovisuales que los niños consumen cada vez a edad más temprana, sigue habiendo un lugar para las historias.

El hecho es que no era consciente de lo que echaba de menos que me contaran historias hasta que hace unos años descubrí los podcast. Entiéndanme, me refiero a esos en los que uno o dos narradores nos cuentan un relato ya sea de ciencia ficción, de filosofía, de historia, de literatura o incluso un true crime. El caso es que colocarme los auriculares y asistir con expectación a la historia de la semana es uno de mis grandes placeres.

Que sí, que están las películas, qué me van a contar, si me dedico a hacerlas. Pero no hablo de eso, lo que intento poner en valor en estas líneas es la importancia de la tradición oral.

En lo que llamamos prehistoria, antes de que existiera la escritura, ya existían las historias, los cuentos, los relatos. Alguien se sentaba en un lugar a contarlos y los demás escuchaban. Así se fueron transmitiendo a través de los siglos, estableciendo fuertes raíces culturales. La propia Biblia es un producto de esa tradición oral.

En las culturas nómadas, en la tradición medieval, en los pueblos griegos, egipcios, árabes... siempre existieron los contadores de cuentos. Recordemos a la famosa Sherezade. Todavía hoy, si uno visita las plazas de algunas ciudades de Marruecos, puede ver a esos contadores de historias rodeados de adultos y niños que atienden y ríen y reaccionan con los ojos muy abiertos ante semejante acontecimiento.

En la sociedad del TikTok, de los reels, de los tweets de 280 caracteres, de los vídeos a doble velocidad, de la inmediatez, del consumo rápido, de la captación de atención instantánea... pararse a escuchar una historia me parece casi una utopía.

Puede que, precisamente por una necesidad de huir de ese ritmo maldito que no nos hace ningún bien, yo sea plenamente feliz cuando me coloco mis cascos y me dispongo a escuchar alguno de mis podcast favoritos

Nuestro cerebro se ha acostumbrado a ese bombardeo de contenidos de consumo rápido, a deslizar con el dedo si nuestra atención no es captada en los primeros segundos. Yo misma confieso que me cuesta trabajo no mirar el móvil mientras veo una película en casa (no así en el cine, y a quienes encienden sus pantallas cegadoras en la oscuridad de la sala en medio de una película les deseo una muerte cruel y dolorosa). Estudios recientes demuestran incluso que nuestro cerebro está cambiando, perdiendo capacidad de concentración y de paciencia.

Puede que, precisamente por una necesidad de huir de ese ritmo maldito que no nos hace ningún bien, yo sea plenamente feliz cuando me coloco mis cascos y me dispongo a escuchar alguno de mis podcast favoritos. Mi último descubrimiento -que me tiene totalmente enganchada- fue una recomendación de mi amiga (y podcaster) Marta Jiménez. Se llama Grandes infelices, y en este, el escritor Javier Peña, con una narrativa maravillosa propia de las grandes novelas, nos cuenta las vidas de algunos de los grandes escritores del S. XX.

También es frecuente verme muerta de la risa sola por la calle, no piensen que me he vuelto definitivamente loca si presencian el espectáculo, seguramente esté oyendo un capítulo de Deforme semanal. Si voy con gesto concentrado, probablemente estaré aprendiendo algo de política, economía o actualidad con Juanlu Sánchez, o quizá esté disfrutando de alguno de los últimos documentales sonoros, y soñando con hacer uno algún día.

Practicar la escucha sin prisas no solo es un placer, creo que quizá pueda ser la forma de devolver a nuestro cerebro la calma, el tiempo sosegado de la reflexión, del pensamiento crítico y profundo

Desde que volví a escuchar historias me siento más viva mientras camino, voy en el autobús o hago la limpieza. Alargo estas tareas para seguir escuchando y disfrutando de los buenos contadores de historias. Practicar la escucha sin prisas no solo es un placer, creo que quizá pueda ser la forma de devolver a nuestro cerebro la calma, el tiempo sosegado de la reflexión, del pensamiento crítico y profundo. A veces, cuando termino de oír alguno de estos cuentos para adultos, siento que mi pensamiento fluye y se desatasca, y puedo sentarme a escribir.

Si tienen hijos, nietos, primos o hermanos pequeños, cuéntenles cuentos; y nosotros, los adultos, recuperemos esa tradición ancestral de contarnos historias, de escucharnos, de recuperar la viva voz. Porque, como dice una de mis escritoras favoritas, “la viva voz nos permite vivir”.

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