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A vueltas con el plurilingüismo español: nociones básicas y serenas para la ciudadanía, desde la Constitución y con consciencia de sus límites

La ministra de Educación, Isabel Celaá, a su llegada al Congreso que este jueves. EFE/ Mariscal

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Como cada curso por estas fechas en las que en la asignatura de Derecho Constitucional me toca explicarle al alumnado de las señas de identidad del Estado, tal y como estas aparecen configuradas en el Título Preliminar de la Constitución Española, me sorprende y preocupa el desconocimiento de nuestros jóvenes ciudadanos que ya tienen derecho al voto con respecto a las bases del régimen constitucional de las lenguas de España. Me preocupa porque nuestra juventud debiera tener las herramientas básicas para poder seguir los animados debates que esta materia suscita en nuestro país y, lo que es más, para poder entender lo que constituye una burda politización partidista de la materia. Me preocupa porque constato al escuchar a muchos de nuestros políticos que esta ignorancia; prefiero no presumir mala fe, no es patrimonio exclusivo de la juventud de nuestro país.

En la explicación este curso mostraron especial interés quienes estaban al tanto de la polémica suscitada en estos días en torno a la reforma de la ley de educación y el debate la obligatoriedad o no del castellano como lengua vehicular en la enseñanza en las Comunidades Autónomas que cuentan con una lengua propia y cooficial además del castellano, como lo llama la Constitución. La mayoría en realidad ignoraba que la Constitución se pronunciara en esta materia cuando lo cierto y verdad es que nuestra constitución no constituye ninguna excepción. Son muchísimas las constituciones contemporáneas que contienen las bases políticas del régimen de la regulación del plurilingüismo de sus Estados. Y es que el régimen de convivencia de las lenguas tiene una ineludible dimensión política.

Cuando el aparato estatal funciona gracias a interacciones lingüísticas, la ciudadanía tiene que saber en qué lengua tiene derecho a dirigirse y a ser atendida por parte de la administración y los poderes públicos. Cuando el Estado moderno además se ocupa de la prestación de una multiplicidad de servicios, su efectividad pasa necesariamente por la de las interacciones lingüísticas tanto orales como escritas. Y cuando, de esta forma, el Estado se convierte en empleador de gran parte de la mano de obra del país, la determinación de la lengua en que opera condiciona su utilidad y por lo tanto las preferencias lingüísticas del conjunto de la ciudadanía. Todo ello sin contar con el elemento identitario, tal vez el más determinante,  pues la lengua es, por excelencia, uno de los marcadores clave de la identidad nacional lo que explica el común deseo de sus hablantes de transmitirla a las generaciones futuras, como forma de garantizar la propia supervivencia de su identidad nacional;  el interés que tienen en que la enseñanza juegue un rol central en esta empresa y el reto que plantea la misma cuando en un territorio estatal son varias las identidades nacionales que conviven, como en nuestro caso.

En el derecho comparado, el sistema de derechos lingüísticos en realidades plurilingües se articula comúnmente en torno a dos modelos principales. Por un lado está el modelo territorial, como el que, por regla general se sigue en Bélgica o Suiza en función del cual el territorio del Estado se divide lingüísticamente de modo que la administración y la educación tienen lugar, por regla general, en el idioma al que se asigna cada territorio en función del territorio en que cada lengua tenga su implantación mayoritaria, siendo común que los poderes federales reconozcan la posibilidad de usar cualquiera de las lenguas oficiales que como tales son reconocidas  a nivel estatal. De esta forma de dar acomodo a la diversidad lingüística se diferencia el modelo que sigue el criterio personal, como el que se impone en Canadá, en función del cual cada ciudadano o ciudadana tiene derecho a dirigirse a cualquier administración pública en cualquiera de las lenguas que se reconocen como oficiales del Estado (en Canadá, el inglés y el francés), aunque lógicamente la administración de algunos servicios en la lengua que en cada territorio resulte minoritaria dentro de la unidad administrativa competente para prestarlo pueda depender, por razones de viabilidad y eficiencia mínima, de que haya un número suficiente de hablantes de la misma. En todo caso la idea básica que inspira este modelo es la de que los habitantes puedan interactuar libremente con la administración en cualquiera de las lenguas oficiales del Estado, se encuentren donde se encuentren.

Si esto se entiende mínimamente debiéramos también estar en condiciones de comprender por qué el régimen que configura nuestra Constitución es un híbrido entre ambos modelos y de qué forma esa naturaleza híbrida pone en desventaja estructural a los hablantes de las lenguas minoritarias. Así, el artículo 3 de la CE que es el que se dedica a esta cuestión en nuestra Carta Magna, reconoce en su apartado 1 que “el castellano es la lengua española oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”; en su apartado 2 que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”, y concluye en su apartado 3 reconociendo que la “riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.” Esta regulación implica, por referirnos a la clasificación anterior, que los castellano hablantes pueden dirigirse y ser atendidos en castellano en todo el territorio español, de ahí la importancia de su derecho a conocerlo, lo que reflejaría el criterio personal. Con respecto a los hablantes de las otras lenguas españolas, sin embargo, tenemos que la oficialidad de sus lenguas (que debe ser confirmada por los Estatutos de las respectivas Comunidades Autónomas) se limita al territorio del que son propias lo cual hace que para sus hablantes rija el criterio de la territorialidad. El territorio de la Comunidad Autónoma, y no del Estado, marca los confines dentro del cual pueden interactuar con los poderes públicos en su lengua natal.

Se deriva un privilegio estructural para los castellano hablantes. A ello hay que sumarle el hecho de la mayoría numérica de hablantes, a nivel estatal, y el hecho de que las lenguas minoritarias tienen más probabilidades de desaparecer por asimilación

De esta diferencia se deriva por consiguiente un privilegio estructural para los castellano hablantes. A ello hay que sumarle el simple hecho de la mayoría numérica de sus hablantes, a nivel estatal, así como el hecho, ampliamente documentado por los lingüistas, en virtud del cual las lenguas minoritarias tienen muchas más probabilidades de desaparecer por asimilación, salvo que se tomen medidas proactivas para evitarlo, en lo que se conocen como situaciones de diglosia o poliglosia. Estas situaciones se caracterizan por la convivencia de dos o más variedades lingüísticas en el seno de una misma población o territorio, donde uno de los idiomas tiene un dominio o preferencia (como lengua de prestigio o de uso oficial) frente a otro, como resultado de que el otro haya sido relegado a las situaciones consideradas socialmente menos prestigiosas o carentes de la misma autoridad como la oralidad, la vida familiar y el folklore o la cultura.

Solo partiendo de la comprensión de estos hechos podemos entender la importancia que desde la transición democrática y superando el régimen de represión lingüística del franquismo y el debilitamiento lingüístico de las comunidades de habla minoritaria que supuso, las Comunidades Autónomas que cuentan con lengua propia las hayan declarado co-oficiales dentro de sus respectivos territorios otorgando el derecho a la ciudadanía a dirigirse en ella a sus administraciones públicas y, yendo más allá de un régimen de mera tolerancia lingüística que probablemente las abocaría a la extinción, hayan adoptado políticas lingüísticas de normalización destinadas a que se convirtieran en lenguas de uso preferente dentro de sus respectivos territorios. Es decir, se trataba de compensar no solo la discriminación pasada sino sus desventajas estructurales. Desafortunadamente parece que, apartándose de la mayor sensibilidad a la complejidad de la situación mostrada en su jurisprudencia anterior, en la Sentencia del Estatut del 2010 nuestro Tribunal Constitucional ignoró la importancia de crear un “hábitat lingüístico” catalán en Catalunya como forma de asegurar la pervivencia de la lengua. De otra forma no se entiende que rechazara el deber de aprender el catalán que contemplaba el Estatut para la ciudadanía catalana o la pretensión de que el catalán fuera la lengua vehicular por defecto en la administración de la Comunidad, para compensar en cierto sentido la desventaja estructural que se deriva del sistema de acomodo del pluralismo lingüístico que prevé la Constitución.

Es pues comprensible, aunque tampoco lo fue para la maltrecha sentencia, que algunas Comunidades, como la catalana, hayan querido optar por modelos educativos que hacían de sus lenguas propias las lenguas vehiculares de la enseñanza. Como política lingüística era una opción que tenía sentido y el marco constitucional lo permitía, dentro del único límite en virtud del cual es obligación y derecho de toda la población española aprender el castellano. A partir de ahí, el debate acerca de si es o no necesario que los colegios que opten por otra lengua como lengua vehicular principal también deban incluir el castellano, no solo como materia de estudio sino como lengua vehicular en la transmisión de conocimientos, es un debate que debiera corresponder más al ámbito de la sociolingüística que al de la política o la justicia.

Yo no pertenezco a ninguno y hablo solo por mi experiencia en el aprendizaje de lenguas extranjeras que me ha apasionado desde que me alcanza la memoria. Mi limitada vivencia me dice que el verdadero aprendizaje de una lengua pasa por la experiencia de funcionar en una lengua y no solo por la de aprender sus reglas de uso oral y escrito. Ahora bien, la pregunta de si la ciudadanía española, toda ella, más allá de lo que aprende en las aulas logra de forma espontánea funcionar en castellano simplemente por ser esta la lengua hegemónica de la comunidad estatal (además de ser una de las que cuenta con mayor número de hablantes y por lo tanto prestigio a nivel global) y por ser la única lengua en la que siguen funcionando las instituciones centrales, es una pregunta que solo se puede responder empíricamente. También es cuestión empírica dilucidar si, como avanzan algunos estudios, el aprendizaje en la lengua materna es el que mejor favorece el desarrollo psicosocial y el proceso educativo en las edades tempranas o si, como forma de generar empatía y cohesión en la ciudadanía de los Estados plurilingües, sería conveniente que el aprendizaje de todas las lenguas del mismo se facilitara en cierta medida a lo largo y ancho de todo el territorio español. Tal vez haya llegado el momento de que la política calle y escuche más a la sociolingüística e incluso a la psicología, porque el lenguaje de los derechos que es el que por ambas partes de la contienda con frecuencia se esgrime es importante, qué duda cabe, pero llega hasta donde llega. Ocultar o negar este hecho es lo que yo llamo hacer un uso partidista de esta cuestión.

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