Existe un estigma que actúa sobre todas las mujeres como un aviso, una amenaza que llega en forma de censura social en caso de que ocupes un espacio que no debes, a una hora inapropiada y con una postura indebida... Me refiero al estigma “puta”. Desde tiempos inmemoriales, hasta nuestros días, actúa dentro de nosotras esa llamada al orden social que, con mayor o menor fuerza, aparece en forma de vergüenza. Pongamos un ejemplo: llevas esperando un buen rato a que alguien, con quien has quedado previamente, pase a recogerte; estás a pie de carretera, en una zona no muy transitada y a altas horas de la madrugada. Con cada coche que pasa por delante de ti, con cada persona que se queda mirándote, piensas: “Seguro que cree que soy una puta”.
Hay muchos ejemplos posibles en los que aparece esa voz de aspecto viejuno que te avisa de que puedes ser señalada como “puta”. Cada mujer puede reaccionar de forma diferente, en mi caso intento reírme y distanciarme de esa voz, intentando averiguar de dónde procede y qué pretende. La identifico como la voz del patriarcado, del hombre viejo, representante de una cultura vieja, que me violenta y pretende controlar, pero aun cuando determino rebelarme contra ella, quizás de forma instintiva, no controlada, termino por adoptar una pose que envíe alguna señal que diga “yo no soy una puta, sólo espero a que me pasen a recoger”.
Porque ni es una voz vieja, ni procede de una cultura vieja, es una voz actual y muy incómoda a la que instintivamente intentamos acomodarnos para no ser señaladas por ella. Sea lo que sea lo que actúa en cada una, ya te suene a viejo o a la voz de tu padre, este estigma “puta” que actúa como violencia estructural y simbólica hacia las trabajadoras del sexo, es la misma violencia que nos alcanza a todas las mujeres.
¿Qué pasa cuando esta censura, este estigma, sale del ámbito de lo subjetivo y lo simbólico para acomodarse en nuestro mundo material a través de leyes que penalizan estos comportamientos? Me refiero a la reciente ley mordaza o ley de seguridad ciudadana, que viene a instaurar una verdadera “caza a la puta” en las calles de nuestro país. Aunque en España, recordémoslo, la prostitución no es delito, la ley de seguridad ciudadana establece sanciones por el “ofrecimiento, la solicitud, la negociación y la aceptación de los servicios de prostitución”. Esto, que pudiera parecernos la penalización de ciertas conductas más o menos molestas para la ciudadanía, no es sólo eso.
¿Cómo podemos distinguir una relación sexual retribuida (prostitución) de otra que no lo es? ¿Cómo distinguir una conversación entre amigos de una negociación? Y aquí volvemos al principio: ¿qué me hace ser o no ser una puta? ¿Qué identifica a una puta? Con esta ley, la policía nacional y la local se convierten en verdaderos guardianes de la moral, tienen entre sus manos la difícil tarea de distinguir a la chica decente de la mujer que, noche tras noche, dinamita la moral ocupando un espacio (material y simbólico) que no es el suyo. La ley no da instrumentos que permitan detectar de forma inequívoca a una puta, no existen posibles controles como el de alcoholemia; el agente sólo dispone de su ingenio y su sexto sentido para detectar a la verdadera puta.
Y es cierto: no es más que un atropello, entre otros muchos, de la ley mordaza, un aspecto más de las normativas que criminalizan a un colectivo ya de por sí denostado. Pero es importante detenerse en este aspecto de la ley mordaza, porque tiene consecuencias injustas e insostenibles para las trabajadoras sexuales.
La lucha de las trabajadoras sexuales contra el estigma lleva tiempo ocupando, a nivel individual y colectivo, su primera línea de trabajo. La estrategia no es siempre la misma: “Yo no soy puta, trabajo de puta” es una expresión que pone de manifiesto el anhelo de liberarse de la dura carga que supone el estigma. Atiende a la necesidad que muchas mujeres que ejercen la prostitución tienen por separar su vida profesional de la familiar y la social. En otros casos, el lema “yo también soy puta” o “yo soy puta” está siendo reivindicado por muchas trabajadoras movilizadas en la reclamación de sus derechos, o por colectivos que trabajan junto a ellas.
En estos casos se pretende la re-apropiación de una etiqueta como un acto de insumisión, para modificar su significado, o como forma de reconocer que en la lucha contra este estigma nos la estamos jugando todas y por qué no, todos. Pero, sea cual sea la estrategia que se emplee para hacer frente al estigma “puta”, en todos los casos se deja en evidencia la importante violencia que se ejerce, a través de ella, hacia el colectivo, violencia que ya no es sólo simbólica, sino palpable y con consecuencias inmediatas. Para terminar, comparto una conversación en la que unas compañeras trabajadoras sexuales transmitían, a la APDHA, su indignación y angustia por lo que suponían estas normas:
“Puedo entender que no quieran que trabajemos cerca del colegio, por eso mismo trabajo en otra zona y a otra hora, pero claro, eso les da igual (a la policía). Si es que la que es puta es puta y los dos policías éstos ya lo saben, me conocen, ni siquiera me piden la documentación… y el otro día, cuando iba con mi hija (¡mi hija!) que había venido a visitarme desde Rumanía, pasamos delante del colegio paseando, íbamos al centro a hacer compras y me pararon, los de siempre, y me han puesto otra multa. No es justo, no sé si mi hija se ha enterado... yo no estaba trabajando, no es justo...”.
Otra compañera: “Pues a mí, el otro día, me pusieron una multa cuando saqué a pasear a mi perrito. Claro, como vivo en el barrio... pero les dije, oye, ¿no ves que llevo a mi perro?, en algún momento tengo que sacarlo a pasear. Y se reían y me dijeron que daba igual, que ya sabían que si llegaba algún cliente... Uf, voy a tener que cambiar de casa o de trabajo…”.