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El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.

La vaca y la gallina: hambre, violencia sexual e indigenismo en la literatura andina

imprenta

Laura Giraudo / Emilio J. Gallardo Saborido

[Habla el criado] los indios quieren que, como la carne ya está medio podridita, les regale su mercé. […]

[Habla el patrón] ¿Que les regale la carne? ¡No estoy loco! Ya mismo hacer cavar un hueco profundo, y entierras al buey. […] ¡Carne de res a los indios! No faltaba otra cosa. Ni el olor. Son como fieras, se acostumbran.

(Jorge Icaza, Huasipungo, 1934)

El hambre fue uno de los grandes motivos que recorrieron la literatura indigenista latinoamericana durante el siglo pasado. El hambre como síntesis del oprobio contra pueblos enteros, como consecuencia palpable y vulgar de la aplicación de sistemas de explotación económicos y políticos que vampirizaron las entrañas medioambientales y humanas de lo que José Martí denominó en 1891 Nuestra América.

En 1934, el ecuatoriano Jorge Icaza retrató con crudeza las míseras condiciones de vida de una comunidad indígena en su novela, ya clásica, Huasipungo. Una palabra, huasipungo, que proviene de las voces quichuas huasi, ‘casa’, y pungu, ‘puerta o entrada’, y que indica una pequeña porción de tierra que cultivan los indígenas y que les obliga a una relación de trabajo forzoso con el hacendado. En la novela, los indios acaban desenterrando el cadáver del buey que se menciona en la cita de arriba. Uno de ellos, Andrés, consigue un pedazo para que su mujer, la Cunshi, lo ase, por más que está repleto de huevos frutos de la putrefacción. La cena resultará mortal para ella, y su muerte se pinta con un patetismo lacerante y un hedor que se puede mascar.

Por otro lado, en 1965 el peruano Víctor Zavala estrenó la pieza teatral La gallina. En ella nos encontramos a un campesino detenido por, supuestamente, haber matado y robado una gallina del patrón. En su defensa, el acusado insiste en que se la encontró atropellada en la carretera y que tuvo, de hecho, que arrebatársela a los perros. El dramatismo de la escena aumenta cuando nos enteramos de que a la gallina la mató el hijo del patrón cuando conducía velozmente para ir a abusar de la hija del campesino.

“Está visto, es una raza inferior”

Al hambre como compañera lamentable y odiosa la escoltaba, en no pocas ocasiones, la violencia sexual que sufrían las indígenas a manos de hombres que en su afán y en su seguridad por poseer tierras, minas, ganado... se erigían también en dueños del cuerpo de sus trabajadoras. Por eso, el don Alfonso de Huasipungo se reconoce con el derecho a violentar a la Cunshi cuando en mitad de la noche se despierta y al pasar por el dormitorio de ella siente el deseo. No duda: “Nadie sabrá. Y… ¿Qué? ¿No era acaso el dueño?”. Al concluir la violación, refunfuña: “¡Oh! ¡Qué asco! Son unas bestias, no le hacen gozar a uno como es debido. Se quedan inmóviles como si fueran vacas muertas. Está visto, es una raza inferior”. En La gallina es el propio cabo que tiene retenido al campesino quien ríe bobalicón a raíz de lo que le acaba de contar el hijo del hacendado en la taberna: “¡Qué pendejo ese Raulito! ¿Y la gallinita que se comió? ¡Qué pendejo!”.

Icaza y Zavala son dos representantes de un fenómeno literario, el de la literatura indigenista, que arranca con el siglo XX, y que cuenta con autores como los peruanos Ciro Alegría y José María Arguedas, o el guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Ya en 1928, en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, José Carlos Mariátegui subrayaba: “Los ”indigenistas“ auténticos –que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero ”exotismo“– colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación –no de restauración ni resurrección”.

Los indígenas, por su parte, no son sólo víctimas pasivas de los abusos y de la explotación feroz que denuncian estas obras. En La Gallina, la rebelión se anuncia para el futuro: “Juntos se levantarán sobre la tierra como árbol espinoso, como cóndor de las punas”. En Huasipungo, la sublevación de los indios es aniquilada a sangre y fuego con la ayuda de fuerzas gubernamentales, pero la novela se cierra con una llamada a la esperanza, con el grito en defensa de sus hogares que acompañó el levantamiento indígena surgido tras una expulsión de sus tierras: “¡Ñucanchic huasipungo!”. Es decir: “¡Nuestro huasipungo!”.

Ambas obras retratan y denuncian una voracidad explotadora que se sustentaba en el hambre indígena, en la conciencia atroz de los poderosos que les permitía usar sin remilgos el cuerpo de esos hombres y mujeres como elementos de su propiedad, tal y como si fueran una vaca o una gallina. Pero, más allá del retrato y de la denuncia, es tarea de los que investigamos estos temas rescatar las voces y las acciones de los indígenas como actores sociales activos de la historia de América Latina, para que no queden atrapados en esa imagen de víctima que apenas puede rebelarse sin éxito o que debe resignarse a confiar al futuro su redención.

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