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Mercenario y señor de moros: un historiador extremeño depura el mito y la leyenda del Cid como símbolo de la España despoblada

Charlton Heston junto al naturalista Félix Rodríguez de la Fuente y el historiador Ramón Menéndez Pidal, en el rodaje de la película 'El Cid'.

Plácido Diez

Zaragoza —

Rodrigo Díaz de Vivar nunca obligó al rey Alfonso VI a jurar en Santa Gadea que nada había tenido que ver con la muerte de su hermano Sancho. Tampoco tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona ni un caballo que respondía a la llamada de Babieca. Sus hijas ni se llamaban Elvira y Sol, sino María y Cristina, ni fueron ultrajadas en el robledal de Corpes tras casarse con los infantes de Carrión. Tampoco hay pruebas de que se le llamara Sidi o Cid – la primera vez que se le denomina así es en el Poema de Almería, cincuenta años después de su muerte- ni de que ganara una batalla después de muerto en Valencia atado al arzón de su caballo (leyenda que difundieron los monjes de Cardeña donde fue enterrado tras salir su cadáver embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides), ni de que se enfrentara en duelo al padre de su esposa Jimena ni de que Álvar Fáñez fuera compañero de armas

En el libro 'El Cid, historia y mito de un señor de la guerra', el historiador extremeño, David Porrinas, contribuye desde la erudición a desmontar a los que convirtieron al Campeador en una de las referencias ideológicas de la cruzada franquista alimentada por “El Cantar de mio Cid”, obra cumbre de la literatura medieval española que ofrece una imagen literaria que no se corresponde con la histórica, alimentada por Ramón Menéndez Pidal y por la película “El Cid”, producida por Samuel Bronston, dirigida por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston y Sofía Loren, que se rodó en 1961 y que hizo furor en las salas de cine de todos los rincones de una España que empezaba a pasar del blanco y negro al technicolor, a la seducción hollywoodiana.

Bronston se encariñaría con el régimen produciendo en 1963 y 1964 en Madrid “55 días en Pekín”, dirigida por Nicholas Ray, y “La caída del imperio romano”, dirigida por Anthony Mann.

Curiosamente, en el conflictivo rodaje de “El Cid”, hubo sus más y sus menos por el divismo de Charlton Heston y Sofía Loren, se contrató como asesor de cetrería a un desconocido naturalista, Félix Rodríguez de la Fuente, que asesoró al protagonista en el manejo de los halcones.

Tras la llamada del naturalista y activista aragonés Adolfo Aragües, habitual colaborador de Radio Zaragoza, Rodríguez de la Fuente se implicaría 17 años después en la protección de la laguna de Gallocanta, la mayor laguna de Europa de agua salada en una cuenca cerrada, localizada cerca de la fortificación del Campeador en El Poyo del Cid, que se pretendía desecar por iniciativa de un agricultor y senador de la UCD.

Entonces, Rodríguez de la Fuente ya era conocido y reconocido por su programa televisivo “El hombre y la tierra”. A título póstumo, recibió en Gallocanta el título de “Grullero Mayor” treinta años después, en 2008.

Pero volvamos a “El Cid”. Dos años antes se habían abrazado en la base hispano-estadounidense de Torrejón de Ardoz el dictador Franco y el presidente de los Estados Unidos, “Ike” Eisenhower, cuatro años después de que la primera potencia del mundo hubiera apoyado la entrada en la ONU de la España de Franco.

Son palabras del dictador el 24 de julio de 1955 en Burgos en la inauguración del monumento al Cid Campeador: “El Cid es el espíritu de España… sería una monstruosidad cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid. ¡Es el gran miedo a que el Cid saliera de su tumba y encarnase en las nuevas generaciones! ¡Que surgiera de nuevo el pueblo recio y viril de Santa Gadea y no el dócil de los trepadores cortesanos y negociantes! Este ha sido el gran servicio de nuestra Cruzada, la virtud de nuestro Movimiento: el haber despertado en las nuevas generaciones la conciencia de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que podemos ser”.

Esa imagen literaria de señor del campo de batalla, de símbolo de la civilización cristiana occidental, ese término unamuniano que cautivó al dictador/caudillo como se cuenta en la película de Amenábar “Mientras dure la guerra”, caló popularmente y, en particular, en los niños que vivíamos en la España despoblada, desde Burgos hasta Valencia, y que teníamos a mano las huellas del héroe para emocionarnos y fantasear.

Como, en mi caso, la fortificación en el cerro de San Esteban en El Poyo del Cid que, citado expresamente por “El Cantar de mio Cid” (siglo XIV) y también en el Fuero de Molina (1154), le sirvió de centro de operaciones en sus dos destierros (uno por atacar sin permiso la taifa de Toledo y otro por no acudir con sus tropas a la llamada del rey) en una España fragmentada entre los reinos de Aragón y Castilla, señoríos y taifas musulmanas como las de Zaragoza, Valencia y Albarracín, en una España de fronteras, de guerras y alianzas cambiantes. Desde ese extraordinario mirador del Jiloca, atacó por sorpresa el valle del río Martín y cobró parias a la comunidad de Daroca y a la taifa de Molina de Aragón para financiar su ejército.

También, en la misma localidad, la denominada fuente Berenguer donde supuestamente se lavó las heridas el conde de Barcelona Berenguer Ramón II tras ser derrotado por el ejército de Rodrigo Díaz de Vivar -los estudiosos también han situado la batalla en Morella y en Monroyo-. Tras conquistar el Principado de Valencia, el Campeador desposaría a su hija María con el siguiente conde de Barcelona, Ramón Berenguer III. Guerra y diplomacia.

Pues bien, el historiador David Porrinas, que entre otras fuentes se ha basado en la Historia Roderici, la crónica biográfica del que firmaba como Campeador, mantiene que no se puede entender su figura sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes.

Fue un señor de moros porque, junto a una elite castellana, la mayor parte de los guerreros que comandaba eran musulmanes y durante cinco años de sus destierros sirvió al rey de la taifa de Zaragoza, Al-Mutamim.

Según el historiador extremeño, Rodrigo Díaz de Vivar fue un fenómeno viral medieval en una época en la que los juglares sustituían a las redes sociales: “El personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio Alfonso VI. Es excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”.

David Porrinas lo describe como un señor de la guerra, un mercenario que combate por dinero o por beneficio propio, un combatiente brutal con grandes habilidades militares como la carga de caballería y lanza que lo mismo ordena torturar a civiles que quemar vivo al cadí, al gobernador juez musulmán, de Valencia.

Un hombre de acción, un aventurero y oportunista en un territorio salpicado de fronteras, que nada tiene que ver con el espíritu de esa España que algunos nos quieren imponer utilizando la figura del Cid que da nombre a un Camino que recorre de este a oeste la España despoblada: celtíbera, romana, visigoda, medieval y musulmana. La España mestiza y plural.

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