Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.
El riesgo del mal uso de pruebas diagnósticas y cribados masivos: rebajar la incidencia real y dar falsa seguridad
El uso adecuado de pruebas diagnósticas y de los cribados poblacionales en la gestión de la pandemia es un asunto clave para conseguir la interrupción de la transmisión y, de ese modo, el abatimiento de la curva epidémica. Ello implica su utilización como parte de una estrategia epidemiológica bien concebida, que debe tener una planificación y una orientación técnicamente rigurosas y debe, también, ser evaluada.
Las pruebas hay que usarlas cuando, donde y con quienes están indicadas y no simplemente realizarlas al por mayor, lo que supondría un mal uso de los recursos, la generación de falsas seguridades y una más que probable distorsión de los datos reales de incidencia. No hacerlo así revela un desconocimiento a estas alturas inexcusable o, peor aún, un populismo clientelista que tiene muy poco que ver con un interés real en controlar eficazmente la pandemia.
Las organizaciones internacionales como la OMS y el ECDC, han sido muy claras con respecto a ambos asuntos y han advertido que los gobiernos deben tomar en cuenta las recomendaciones técnicas sobre la materia para evitar la generación de espejismos acerca de la prevención y control de la COVID-19 o una utilización inadecuada de recursos, que son esenciales para propósitos más eficaces de la acción sanitaria.
Durante muchos meses la prueba diagnóstica por excelencia ha sido la prueba de PCR, que detecta presencia del virus en las vías respiratorias. No ha sido fácil desarrollar la capacidad de toma de muestras y de procesamiento de las pruebas mismas. Las Comunidades Autónomas han hecho un esfuerzo ingente para incrementar esas capacidades.
Ha sido necesario reforzar las infraestructuras de laboratorio y los recursos humanos requeridos para procesar un gran volumen de pruebas de relativa complejidad y ofrecer los resultados en plazos aceptables. Aun así, la capacidad de realización de pruebas PCR no es uniforme: mientras algunas Comunidades hacen más de 4.000 PCR por cada cien mil habitantes en una semana, otras hacen menos de 2.000.
Es importante recordar que la PCR es la prueba más fiable para diagnosticar a las personas infectadas por el virus, sean casos clínicamente manifiestos, casos sospechosos o asintomáticos. Su sensibilidad y su especificidad, aun no siendo perfecta, es razonablemente elevada y en buena medida ha devenido en el gold standard para detectar infección activa del SARS-COVID-2.
Pero recientemente ha surgido una prueba diagnóstica alternativa que se conoce genéricamente como “prueba rápida de antígenos” que detecta también presencia viral en vías respiratorias, se procesa con más rapidez y es más barata. Sin embargo, su sensibilidad y su especificidad son notablemente inferiores a las de la PCR, por lo que generan un número importante de falsos negativos, ya que no permiten detectar con suficiente fiabilidad a personas asintomáticas positivas o que tengan una baja carga viral. Esto significa simple y llanamente que, si se utilizan en personas que no tienen manifestaciones clínicas y un curso suficientemente avanzado de la enfermedad, un resultado negativo puede generar una falsa seguridad e infradiagnosticar la enfermedad.
Las pruebas rápidas de antígenos no son un sustituto de las pruebas PCR y no deben reemplazar a dicha técnica diagnóstica. Pueden ser útiles en las condiciones para las que se recomienda su uso (personas sintomáticas durante los primeros 5-7 días de manifestar síntomas o en personas que han tenido un contacto de riesgo) y siempre con un enfoque clínico individual, es decir, bajo control sanitario en establecimientos de salud, o en acciones de pesquisa epidemiológica en personas con cuadros sintomáticos o una razonable sospecha de riesgo de contagio por cualquier otro motivo. Pero siempre para propósitos diagnósticos y para ayudar, junto a otros datos obtenidos de la historia clínica individual o de la investigación epidemiológica, a la confirmación o el descarte de sospechas fundadas de infección o de cuadros clínicos manifiestos.
Por tanto, la utilización de pruebas rápidas de antígenos de manera complementaria a la utilización de las PCR puede tener utilidad en situaciones en las que es prioritario contener rápidamente la propagación del virus allí donde existen niveles de muy altos de incidencia y, además, escasez de PCR. O también si el tiempo para tener el resultado de las pruebas PCR supera las 24 horas. O si hay una alta presión asistencial en la atención primaria. Pero incluso en estos casos es imprescindible actuar bajo criterios protocolizados para definir cómo, cuándo y dónde aplicar las pruebas rápidas de antígenos y, sobre todo, cómo interpretar adecuadamente los resultados.
Sin embargo, si se realizan en personas asintomáticas y en lugares de baja incidencia, no detectarán a muchas de ellas que pueden contagiar la enfermedad. Se estima que con estas pruebas puede haber cuando menos un 20% de falsos negativos por lo que, además de infraestimar la incidencia, pueden generar un mayor riesgo de diseminación de la enfermedad al permitir que esas personas sigan circulando libremente.
Debe quedar muy claro que las pruebas rápidas de antígenos pueden favorecer una respuesta rápida para el aislamiento de casos sospechosos con menos de cinco a siete días de evolución de síntomas, pero no pueden sustituir a las PCR. De hecho, en aquellos casos en los que, tras la realización de una prueba rápida de antígenos con resultado negativo, sigan persistiendo dudas sobre situación real de la persona estudiada, se deberá realizar una PCR a continuación.
El problema surge porque la utilización de las pruebas rápidas de antígenos ha tenido en España (y en especial en algunas Comunidades Autónomas) un rápido incremento no siempre ajustado a los criterios de utilización anteriores. Esto plantea un riesgo importante de infravaloración de la incidencia, pues se deja de diagnosticar un número relevante de personas asintomáticas o pre-sintomáticas y, como hemos dicho, esos falsos negativos siguen circulando libremente sin conocer su estado real, y pudiendo contagiar.
Es preocupante que la proporción de pruebas diagnósticas por PCR esté descendiendo y la utilización de pruebas rápidas ascendiendo sin que ello se ajuste a criterios epidemiológicos rigurosos. Hay Comunidades como Madrid donde desde hace casi dos meses el número de pruebas rápidas se ha multiplicado hasta el punto de que las PCR solo representan ya un tercio del total de pruebas cuando en otras CCAA aún suponen el 60% o más.
Hay que repetirlo: las pruebas rápidas de antígenos no deben desplazar a las PCR, las cuales deberían ser la prueba dominante para el diagnóstico de la infección por su mayor fiabilidad. Y en este sentido sería deseable que el Ministerio de Sanidad asegurase la aplicación de los criterios que aseguren los lineamientos firmes a los que deberían ajustarse las practicas autonómicas a fin de que no se produzca una distorsión en la verosimilitud de la cuantificación de la frecuencia de la enfermedad en aquellas CCAA que estén utilizando una mayor proporción de pruebas rápidas de antígenos.
Además, ninguna estrategia epidemiológica de uso de pruebas diagnósticas, sean PCR o pruebas rápidas de antígenos, debería de estar desconectada de un planteamiento integral de salud pública que se articule con un sistema de encuesta y registro vinculado a la atención primaria y a los servicios de salud pública, pues además de hacer las pruebas es necesario realizar el rastreo adecuado de los positivos diagnosticados y de sus contactos. Este sistema debería debe también asegurar la disponibilidad de recursos habitacionales alternativos que hagan viables los aislamientos que deban aplicarse para evitar la transmisión comunitaria del virus en aquellas personas que por su situación familiar y social así lo necesiten. Solo así, y con medidas que restrinjan la movilidad y las interacciones sociales, se puede interrumpir la cadena de transmisión del virus.
Por todo lo anterior, y en concordancia con el posicionamiento de SESPAS sobre las pruebas rápidas de antígenos y su realización en las oficinas de farmacia, las interrogantes y requisitos que ello plantea han de ser resueltas de manera ponderada y transparente antes de autorizar la realización de pruebas diagnósticas que no estén debidamente indicadas para detectar la infección por SARS-COV-2. El problema no está en si puede utilizarse o no la capacidad de los profesionales de farmacia para tomar las muestras y efectuar las pruebas. Sin duda alguna podrían echar una mano y aliviar la presión del sistema. Pero los asuntos fundamentales que habría que resolver son dos: a) ¿serán útiles si se realizan a demanda de los clientes?; y b) ¿cuáles son las condiciones de seguridad requeridas para proteger a profesionales y a los demandantes del riesgo de transmisión en un espacio público concurrido que necesita seguir operando para sus propósitos regulares de dispensar medicamentos? Y para ello conviene centrarse en responder la primera pregunta porque dependiendo de la respuesta que demos tendrá sentido o no plantearse la segunda.
Con relación a la primera pregunta es importante plantearse en forma más amplia la necesidad de distinguir entre cribados poblacionales focalizados o dirigidos y cribados masivos hechos a ciegas y de modo aleatorio. Y la respuesta es que desde un punto de vista epidemiológico solo se justifica hacer cribados a grupos de población definidos con un potencial alto riesgo de contagio o en ámbitos en los que se sospecha una transmisión comunitaria masiva. La experiencia de Eslovaquia que, con una población de unos 5,5 millones de habitantes, ha hecho casi seis millones de test de antígenos en varias rondas y se ha convertido en el primer país en poner en marcha un plan de pruebas de esta escala, muestra claramente que el emprendimiento de cribados masivos detecta un número muy reducido de infecciones asintomáticas y tiene una baja eficacia y una muy reducida eficiencia, lo que ha originado un fuerte debate sobre la conveniencia o no de repetir la experiencia.
Hay que añadir que proponer cribados masivos con llamamientos indiscriminados a grandes grupos de población no suele dar los resultados esperados. Tal como lo demuestran los recientes ejemplos de Aranda de Duero, de San Andrés del Rabanal (León) o de la ciudad de Burgos, entre otros, a estos llamamientos suelen acudir porcentajes relativamente bajos de los convocados y, además, quienes acuden suelen ser las personas más preocupadas o concienciadas, y no tanto aquellas que se encuentran en situaciones de mayor riesgo de contagiar o de ser contagiadas.
En cambio, hacer cribados periódicos a personas como los trabajadores sanitarios y sociosanitarios, a los trabajadores de primera línea del comercio alimentario, en empresas o establecimientos con condiciones laborales de mayor riesgo (mataderos, factorías, grandes almacenes, etcétera), y a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, sí tiene sentido. Como también lo tiene hacer los cribados en micro perímetros, ya sea de una localidad pequeña, de un barrio o de un bloque de viviendas en donde exista una alta incidencia y positividad a pruebas diagnósticas.
No debemos olvidar el concepto epidemiológico clásico de “valor predictivo” que establece que cuando la prevalencia esperada de la enfermedad es relativamente baja, como ocurre en el caso de los cribados masivos en esta pandemia, el valor predictivo del cribado es bajo, aun si la prueba diagnóstica tiene una sensibilidad y una especificidad elevadas.
En cambio, cuando la prevalencia esperada es alta, el valor predictivo se incrementa, como ocurre en los cribados dirigidos o focalizados, y con ello se logra captar un número mucho mayor de positivos asintomáticos que deberán ser debidamente aislados para reducir la transmisión comunitaria.
Todo lo anterior lleva a que, si se utilizan las pruebas rápidas de antígenos para propósitos de cribado poblacional masivo y a demanda, los resultados sean engañosos con relación a la presencia de la infección en la población estudiada. Un ejemplo de ello fue el cribado masivo de los profesores de secundaria de la Comunidad de Madrid durante la primera quincena de septiembre, justo antes del inicio del curso escolar, en el que más de cien mil profesores se sometieron a una prueba rápida de antígenos y solo se detectaron dos decenas de positivos.
En conclusión, al realizar cribados masivos indiscriminados o a demanda con las pruebas rápidas de antígenos, se corre un alto riesgo de infravalorar la incidencia real de la pandemia, así como de dar una falsa seguridad epidemiológica, se hagan donde se hagan. Eso sin contar con la falsa seguridad individual de las personas que habiéndose realizado la prueba pueden creer que ya están a salvo de contagiarse, ignorando que ninguna prueba confiere esa protección, la que solo se puede conseguir con las medidas de prevención y autoprotección ya conocidas.
Por tanto, este tipo de campañas quizá sean un buen negocio, en términos políticos o económicos, para algunos. Pero en la práctica dificultan la lucha frente a la pandemia al poner el foco solamente en el número de pruebas que se realizan y no en su idoneidad o en las imprescindibles acciones necesarias tras realizarlas: aislamiento de positivos, rastreo y aislamiento de los contactos de riesgo, medidas de limitación de la movilidad y de las interacciones sociales.
Y todo ello en un momento como el actual en que resulta esencial intensificar las intervenciones sanitarias y mantener las restricciones hasta doblegar definitivamente la curva, prevenir una tercera ola y lograr que la incidencia se reduzca aniveles que nos permitan restablecer paulatinamente la movilidad y la actividad habituales.
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