Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.
Tres semanas después del estado de alarma la situación de la pandemia muestra que hay que activar el confinamiento domiciliario
Cuando se cumplen tres semanas de la entrada en vigor del actual estado de alarma, la situación de la pandemia por la COVID-19 en España dista mucho de estar bajo control. Los avances conseguidos no permiten aún ningún optimismo. En nada ayuda plantear que hay una “estabilización” cuando ello no define correctamente la situación, ya que tenemos claros signos de agravamiento en una parte considerable del territorio y hay un deterioro en múltiples indicadores tanto de la situación epidemiológica como de la presión asistencial por el aluvión de casos que se está produciendo.
Durante estas tres semanas algunas comunidades y ciudades autónomas solicitaron justificadamente el respaldo jurídico de un estado de alarma modificado para poner en marcha confinamientos domiciliarios y otras medidas contundentes más allá del toque de queda y de los cierres perimetrales, tal como lo han hecho varios países de la Unión Europea, el Reino Unido e Israel.
Sin embargo, el Gobierno no ha aceptado sus peticiones y las ha dejado maniatadas. Algunas de ellas han tenido que enfrentar el agravamiento de la situación sin poder actuar como habían considerado necesario hacer. Esto les ha situado en escenarios mucho peores que los que enfrentaban hace quince días, no solo con un crecimiento de la incidencia sino también con una elevación de la presión asistencial sumamente peligrosa. Es por eso que no se puede hablar de “estabilización” de la situación epidemiológica del país sin cometer el error de amplificar sesgadamente una pequeña parte del cuadro actual de la situación.
A las voces autonómicas que originalmente plantearon la necesidad de un confinamiento domiciliario se ha sumado el clamor de un número creciente de CCAA como Castilla y León, el País Vasco, Navarra y Andalucía, que han expresado que no ven otra alternativa que actuar con contundencia y contar con el apoyo del Gobierno central para poder adoptar esta medida. Impotentes, incluso han pedido a sus poblaciones un confinamiento voluntario.
En nuestra opinión, el único camino correcto es un nuevo estado de alarma o la revisión del actual. Prolongar la espera tendría un alto coste en sufrimiento, en disrupción del sistema asistencial y en fallecimientos que se podrían evitar. Y probablemente también un mayor impacto negativo en la economía que lo que tendría un confinamiento domiciliario de corta duración.
Veamos la evidencia epidemiológica que avala esta afirmación.
Primero. La incidencia acumulada promedio en los últimos catorce días (498) es hoy un 37% superior a la que había hace tres semanas (361), cuando se decretó el actual estado de alarma. En las últimas tres semanas ha habido 412.459 casos nuevos en toda España. Ahora, doce comunidades y las dos ciudades autónomas tienen una incidencia superior a la media nacional. Además, el elevado número de casos, que asciende a 234.238 en los últimos quince días, así como el estancamiento en las cifras de positividad de las pruebas diagnósticas realizadas, que se mantiene entre un 12% y un 13% y no desciende hasta el umbral fijado por la OMS de 5%, nos muestran que hay una amplísima circulación del virus con una notable transmisión comunitaria. Si hace un mes había 9.000 casos diarios, actualmente son 20.000.
Segundo. A pesar de que en los últimos días se aprecia una leve disminución de la incidencia en varias comunidades, hay que señalar que todas las provincias españolas (salvo Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife y Ourense) superan hoy la incidencia acumulada correspondiente al mayor nivel de alerta (250 casos por cada 100.000 habitantes en catorce días). En 20 de ellas la incidencia acumulada está por encima de los 500 casos por cada 100.000 habitantes, y en otras 12 se superan los 800, cifras que solo pueden calificarse de extremas y altamente preocupantes.
Tercero. Si se comparan los datos de la fecha en el que se adoptó el estado de alarma con los publicados el 13 de noviembre, solo dos comunidades presentan una disminución de la incidencia (Madrid y Navarra, que habían adoptado ya restricciones importantes en fechas anteriores). Por su parte, Canarias ha mantenido estables sus relativamente bajas cifras de incidencia. Sin embargo, en las catorce comunidades y las dos ciudades autónomas restantes la incidencia ha seguido creciendo o se ha estancado. Peor que eso, Baleares, Cantabria, Comunidad Valenciana y Ceuta han duplicado la incidencia en estas últimas tres semanas, mientras Asturias y Murcia se han quedado al borde de duplicarla.
Cuarto. La presión asistencial en hospitalización general y en las unidades de cuidados intensivos es también más alta. La media nacional en estas tres semanas ha pasado del 12,11% de camas y el 22,48 % de UCI ocupadas por pacientes COVID al 16,5% y 31,75% respectivamente. Ocho comunidades y ciudades autónomas tienen cifras de ocupación de UCI por pacientes COVID-19 superiores al 40 por ciento. Hay situaciones de presión hospitalaria y en unidades de cuidados intensivos que son extremadamente preocupantes, como sucede por ejemplo en Granada, Burgos, el Principado de Asturias, Aragón, La Rioja y el resto de Castilla y León.
Quinto. La suspensión de actividades asistenciales rutinarias en centros de salud y hospitales aumenta el número de enfermos no COVID que se atienden inadecuadamente, lo que contribuye al exceso de mortalidad por todas las causas. Además, en estas tres semanas se han diagnosticado 10.027 casos de COVID-19 en personal sanitario.
Sexto. El número de personas fallecidas en las últimas tres semanas es de 6.017, con una media de 286 muertes diarias y a ello se suma el hecho de que se ha observado un porcentaje creciente de mortalidad excesiva en este mismo periodo tanto por COVID-19 como por otras causas.
Este es el balance de las primeras tres semanas de aplicación de las medidas contempladas en el actual estado de alarma más las medidas adicionales adoptadas por las comunidades autónomas. Nos parecen razón suficiente para rectificar el rumbo, asumir la necesidad de un estado de alarma modificado que permita medidas más contundentes y dar el giro de timón necesario para librar los escollos que enfrentamos en estos momentos.
Si se consideran en conjunto, las medidas hasta ahora adoptadas suponen un abanico de restricciones que afectan de manera relevante a la vida social y a la actividad económica general, con especial impacto en la hostelería, la restauración y el pequeño comercio. Pero la estrategia adoptada durante estas tres semanas ha producido hasta ahora unos resultados insuficientes en materia sanitaria y una afectación económica y social importante. Y ello porque, al haber renunciado a medidas más tajantes ha dejado abiertos numerosos espacios a la interacción social (en las calles, en el transporte público, en los entornos laborales, escolares y universitarios, y en los hogares), que probablemente explican las elevadas incidencias que seguimos teniendo.
A ello hay que añadir el impacto cada vez mayor y más preocupante de la incidencia de casos en personas mayores internadas en residencias asistidas que, también, incide en mayor mortalidad y que reclama un refuerzo de las medidas de prevención y control con un plan específico que asegure la detección precoz tanto en los profesionales de las residencias, como en las personas ingresadas en ellas.
Por todo lo anterior, parece razonable pensar que, con la estrategia actual, la consecución del objetivo propuesto por el presidente del Gobierno de doblegar la curva hasta alcanzar la cifra de incidencia acumulada de 14 días de los 25 casos por 100.000 habitantes requerirá un esfuerzo de larga duración y tendrá un alto impacto en la economía y en la salud. Se trata de un plazo que puede alargarse varios meses y que tendría un coste elevado en términos de mortalidad evitable. Sobre todo, aunque no solamente, entre las personas mayores que viven en residencias sociales, un colectivo en el que la mortalidad está aumentando de forma continuada.
Además, la excesiva duración de ese periodo, y el incierto y en todo caso fluctuante resultado, aumentarían la probabilidad de que se generalizase una sensación de fatiga entre la ciudadanía que podría promover una desconfianza y desafección crecientes respecto a las medidas de autoprotección y de salud pública promovidas por las autoridades. Y todo ello sin considerar la fatiga y el impacto que ya está teniendo (y seguiría teniendo) sobre los profesionales sanitarios que día a día atienden situaciones que saben que, al menos en parte, podrían y deberían haberse evitado.
Los profesionales sanitarios sufren una enorme presión asistencial que compromete en muchos casos la calidad de la respuesta, la seguridad de los pacientes y su propia seguridad con nuevos contagios en sus filas, y conocen bien el impacto que todo ello está teniendo en otras patologías por la desprogramación de actividades causada por la enorme presión asistencial de la COVID-19.
Por último, hay que tener en cuenta la fatiga y el impacto de las medidas hoy en marcha sobre numerosos sectores económicos, los cuales presionan y seguirán presionando para levantar parte o todas las restricciones de cara a fechas tradicionalmente favorables a la actividad económica (puente de la Constitución y fiestas navideñas), con el consiguiente riesgo de nuevos rebrotes. En este escenario, el riesgo de iniciar una tercera ola durante el mes de enero sería algo más que una mera probabilidad.
La gravedad del panorama epidemiológico descrito y las incertidumbres que nos ofrece la estrategia seguida hasta ahora deberían llevar a que la autoridad sanitaria del Estado brindase apoyo a la petición ya realizada por diversas autoridades autonómicas para decretar medidas de confinamiento domiciliario y restricción de actividades económicas no esenciales, que permitirían hacer frente a la evolución de la pandemia con mayores garantías de éxito. Es decir, con un mayor impacto positivo en la salud y un menor impacto negativo en la economía.
Consideramos que sería poco probable que los grupos parlamentarios del Congreso de los Diputados negasen un estado de alarma con la opción de decretar confinamientos domiciliarios en aquellos ámbitos territoriales en los que las autoridades autonómicas lo considerasen necesario. Máxime, si siguiendo la propuesta realizada en agosto por el presidente del Gobierno, comparecen para defender la medida en la tribuna del Congreso los presidentes de las comunidades que se han manifestado partidarios de esa decisión.
Seguir esperando y, con ello, propiciar la consiguiente inacción no tienen justificación desde el punto de vista de la salud pública, a la vista de los datos presentados más arriba. Además, ejemplos como el de Israel e Irlanda han mostrado que confinamientos cortos pero contundentes ha logrado doblegar la curva.
Sobrevalorar los descensos conseguidos llevaría a situarnos en una especie de “profecía autocumplida” según la cual las medidas aplicadas eran las adecuadas y no había necesidad de modificarlas. Pero nos llevaría a dar por buenas por un periodo prolongado incidencias aún muy elevadas, probablemente superiores al umbral de 250 por cien mil, presiones asistenciales muy fuertes y un número cuantioso de muertes evitables.
Por tanto, creemos que hay que cambiar de estrategia y plantear una acción enérgica de duración limitada antes de la Navidad que abata drásticamente la cifra de contagios. O, al menos, de permitir que quienes están situación de tener que tomarla puedan hacerlo.
Todo, menos seguir esperando un lento y problemático descenso de las cifras de incidencia probablemente a niveles aún muy elevados que no alejan el riesgo de rebrotes, y que aumentan el número de muertes evitables, pagando al tiempo una importante factura económica y sanitaria, y generando desconcierto y fatiga entre la población y los profesionales. Se trata de una opción sensata que nos ofrece la salud pública y cuyos resultados serían beneficiosos para todos.
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