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Sobre este blog

El Ojo izquierdo nació en El País en 2010 y prolongó su vida durante diez años en la cadena SER, con vivienda propia en el Programa Hoy por Hoy, primero con Carles Francino, después con Pepa Bueno y finalmente con Àngels Barceló.

Ahora se instala con comodidad en elDiario.es, donde es de esperar que se mantenga incólume la aviesa mirada de su autor, José María Izquierdo.

Hasta el borde del precipicio. Ni un paso más

Alberto Núñez Feijóo y Cuca Gamarra, en la Junta Directiva Nacional del PP.

José María Izquierdo

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Cuidado con las fiestas nacionales, con todas, de uno u otro cariz, que ya se sabe que con tanto patriotismo los ánimos se sulfuran y se hinchan las venas nacionalistas, que mi país, mi amada nación es la más bella del mundo entero y ahí mismo me arrancaría el corazón –quisiera abrir lentamente mis venas, la sangre toda ponerla a tus pies, decía un afamado bolero- para defender a la sagrada patria de los desalmados que pretenden mancillar su honor intachable y su heroica historia plagada de grandes hombres. Se supone, por cierto, que también de grandes mujeres, aunque apenas constan. Tales fastos le gustaban poco a George Brassens y así nos lo cantó Paco Ibáñez, que el Ojo está hoy musical: Cuando la fiesta nacional, yo me quedo en casa igual. 

Lo digo porque ayer, en la Diada y sus previos, se dijeron y proclamaron grandes y pomposas frases por los dirigentes nacionalistas sobre la independencia de Cataluña y el anhelo de innumerables almas en pos de ese logro, aunque sea vulnerando cualquier ley que se oponga a tan legítimo derecho divino. Enfrentados entre sí pero coincidentes en el objetivo final. Unilateralismo lo llaman unos y otros: o sea, hago lo que me da la gana que la contraparte me importa una higa. Singular concepción de la ciudadanía y la solidaridad, vive dios. Pero ya se sabe aquello de las musas al teatro, y mejor será que bajemos a tierra y tantas ansias se reduzcan a lograr un pacto político. O sea, abandonar las nubes y sus arcángeles para pisar barro y chapotear entre seres de carne y hueso. 

 A ello vamos. Visto lo visto, ya casi podemos afirmar con bastantes probabilidades de acierto que todos los que intervinieron en la decisión se equivocaron en dar el margen de un mes, éste que ahora consumimos hasta que llegue el día 26, para la investidura del futuro presidente del Gobierno. No han ido bien para nadie estos 30 días de acumulación de fiascos y problemas. Ha sido un desastre para Feijóo, veleta inane que colecciona fracasos como sellos el filatélico. Hoy Junts, mañana, no, pura y descarnada impotencia, amarrado como está al carro de la grosera ultraderecha de Abascal.

Tampoco ha sido bueno el plazo dictado por Francina Armengol para Pedro Sánchez. Podemos decir, con escaso margen de error, que los únicos beneficiados de este mes de barbecho han sido los partidos nacionalistas. Primero fue Urkullu, rápido en reaccionar para volvernos a poner en la mesa el mismo y repetido menú que una y otra vez sirve el PNV. Esta vez el ingrediente especial era la convención. Muy bien. Leamos la propuesta, pero el entendimiento apenas nos da para apreciar más y más de lo mismo. El papel, no obstante, es perfectamente asumible para abrir conversaciones. Seguramente así lo refrendaría Alfredo Pérez Rubalcaba –nadie podrá negarle el pedigrí de socialista histórico–, que ya vislumbró soluciones aproximadas en su declaración de Granada de 2013. Recordemos: el PNV tiene cinco escaños. Oro puro.

Pero la estrella rutilante de este interregno desgraciado ha sido, sin género de dudas, deslumbrantes focos en la pista, redoblar de tambores, llegado directamente desde Waterloo a nuestras vidas, ante todos ustedes, el resucitado Carles Puigdemont. Con sus escasas fuerzas –atentos: 392.634 votos, 1,6% del total, por 1.213.006, un 34.49% del PSC, una distancia sideral– ha logrado que toda España gire a su alrededor como enloquecida peonza.

El más perjudicado por el retraso, ni lo duden, ha sido Pedro Sánchez. Cree el Ojo que en este caso el presidente en funciones midió mal los tiempos y dejó la iniciativa en manos de su más duro contrincante, reforzado en armadura de hierro por sus magros, pero decisivos, escaños en la cuenta final. Él ha dictado las normas y ha fijado las líneas: amnistía, primero, a velocidad del rayo, incluso por adelantado, y no renuncio a nada, incluida la independencia, que ya te advierto que vamos a pedirla desde el día siguiente a que cedas en este primer envite. Yo marco los límites del campo de juego, y si no quieres té, dos tazas. Cierto: es el programa de máximos que una negociación debe situar en su justa medida. Pero ya ha pisado el campo contrario y Sánchez tiene ante sí una auténtica montaña de dificultades.

La primera, lograr que la ciudadanía entienda que su afán de diálogo no es la mera aceptación del chantaje: te doy lo que pides para lograr tus escaños. No se trata, que nadie se equivoque, de convencer al PP, a la prensa de la caverna o a los lengüilargos del PSOE –error llamarlo el histórico: mejor el suyo– como Felipe, Guerra y tuttiquanti, presurosos en hablar sobre acciones legales que aún no conocen, y callados como tumbas indignas ante otros avatares. Hay que saber qué dicen los cañahuecas de los pretendidamente tuyos, pero no hay que hacerles ni caso. No. El problema lo tiene Pedro en sus propios votantes, que los de su aliado Sumar, a lo que se ve, están más propensos a entregar el pan y la sal. 

Debe entender Sánchez que sólo logrará vender esas concesiones para obtener la investidura si consigue convencer a la ciudadanía de que se va a obtener un bien mayor: el cerrojazo, la pacificación, de una vez por todas, de un conflicto al que nadie ha sabido encontrar solución. Pero mal lo tiene si no consigue frenar las bravatas de los boquirrubios de Junts, añádanse los de Esquerra y otros que pasaban por allí, la ANC y sus terminales, por ejemplo, que no sólo no reconocen error alguno en aquella aciaga declaración de independencia a las bravas de 2017, sino que además quieren imponer la lectura histórica de que fuimos los españoles –en sus filas hay pocos matices, no nos engañemos– los culpables de todas sus desgracias. Volvemos a la Diada de ayer. Pues no. Asumamos ambas partes las responsabilidades y entonces, quizá podamos empezar a hablar. Acuerdos, sí, pero justos y decentes. 

Una vez superado ese desfiladero político, vendrán los otros problemas, como los jurídicos. Afinen las mentes especializadas y encuentren vías aceptables para el fin que se persigue. Combinen venta política, rigor teórico y acierto técnico. Habrá que conseguir una solución que se acerque a los beneficios de la amnistía, pero sin que sea amnistía. ¿Filigranas retóricas? Pues sí, claro. Porque así será posible, sólo posible, que logren saltar la nueva y gigantesca barrera que van a tener que sortear: las togas solemnes. Tiene la derecha judicial impreso en sus cerebros que son ellos, únicamente ellos, los guardianes no ya de la ley, concepto discutible pero aceptable, sino de la integridad de la sagrada España, esencias patrias que les han encomendado todos los héroes históricos, desde don Pelayo a los Reyes Católicos, pasando por el Cid o el mismísimo Franco. Una vergüenza de la que no logramos desprendernos, cómplice máximo Feijóo de la ignominia. 

Antes de recibir insultos variados, el Ojo quiere reafirmarse en lo que ya ha escrito en repetidas ocasiones: ojalá pueda lograr la investidura Pedro Sánchez. Pero hay mucho trabajo fino que hacer, porque la situación actual es muy complicada y los equilibrios, muy frágiles. Ya hemos visto chapuzas monumentales, perdonen al Ojo que no insista en fiascos ya conocidos, y tamaños despropósitos no pueden repetirse. Lo hemos dicho en alguna otra ocasión: está bien el secreto en las negociaciones, todos lo entendemos, pero los resultados finales deben ser transparentes como las aguas cristalinas de ríos en altas montañas. Cedan, claro, pero justo hasta el escalón anterior al famoso plato de lentejas. En plata: Sánchez necesita para gobernar en aguas tan difíciles un amplio y convencido consenso social entre su electorado sobre esas medidas. Esa debería ser su auténtica meta.

Tenemos por delante grandes dificultades que afrontar, si logramos salir de estos enredos, desde la situación económica al cambio climático. Y sólo un gobierno presidido por Pedro Sánchez puede ofrecernos salidas dignas y efectivas. No debemos dejar, de ninguna manera, que esa monstruosa mezcla de fascismo y neofascismo que ya gobierna en cinco Comunidades Autónomas, más otras siete en manos directas del PP, nos impongan sus leyes retrógradas y la vuelta al pasado más negro de nuestra historia. ¿Feijóo y Abascal decidirán nuestra lucha ante el cambio climático, la violencia doméstica, la memoria histórica o nos dirán cómo responder ante la presión saudí sobre nuestra economía? ¿Les dejaremos que vuelvan a imponer su llamada reforma laboral, sus regalos a los ricos, la privatización de la sanidad, de la educación, el borrado de nuestro pasado, la censura cultural, como nos están demostrando un día sí y otro también, porque esa es su única manera de gobernar?

Por eso, porque queremos un futuro progresista es por lo que pedimos inteligencia, mucha inteligencia para superar estos primeros escollos en el camino. Y sí, claro, que unas nuevas elecciones es una opción a barajar por más que no la deseemos. Porque quizá sea, mal que nos pese, la única manera de poder gobernar con sosiego para todos los ciudadanos.

Adenda. Dice la Fiscalía General del Estado que hay, al menos, 75 obispos o superiores acusados de encubrir, silenciar o tapar los casos de abusos sexuales. A la cárcel con ellos para que cumplan su castigo, porque nosotros los comecuras no creemos en el infierno. Una lástima, que ojalá existiera para ellos. Y si en cualquier empresa del mundo, verbigracia la Ford, se descubriera que 75 jefazos de sus fábricas han hecho oídos sordos a los desmanes de sus empleados, ¿acaso no recibirían justo escarmiento? Pues hágase lo propio con obispos, arzobispos, cardenales y demás asotanados de púrpuras, oros y platas. ¿Y si se tercia, hasta el mismísimo Papa de Roma? Naturalmente. Faltaría más. Más de un millón de euros –¿voto de pobreza?– han pagado los obispos españoles para que un fino bufete de abogados les haga un informe ad hoc. Hipócritas. Fariseos. Nebulones.

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