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Enigmas de la Geología

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Las especulaciones acerca del origen de las montañas o del relieve de la corteza terrestre cuentan con una larga, larguísima tradición. Las primeras ideas al respecto surgieron varios siglos antes del nacimiento de Cristo y fueron recogidas en diversos textos de carácter religioso como el Zend-Avesta, la Teogonía de Hesíodo, el libro del Génesis o el poema babilónico titulado Enuma elish. Si analizáramos esos fragmentos en detalle, comprobaríamos que, al margen de sus diferencias de estilo y contenido, todos coinciden en señalar que la existencia de la Tierra y la de los accidentes o irregularidades que la caracterizan obedecen a la acción de uno o varios seres de naturaleza sobrenatural. Si bien es cierto que cada una de estas narraciones lo hace a su manera, todas apuntan en la misma dirección al sostener que la superficie terrestre fue el medio que utilizaron los dioses para exhibir su poder, dar rienda suelta a su creatividad o manifestar sus debilidades e inclinaciones.

Al contrario de lo que sucede con otras disciplinas como la Física o la Astronomía, el paso del tiempo no contribuyó en exceso a la puesta al día de la disciplina científica que estudia los fenómenos asociados a la formación de la Tierra. Por ejemplo, los teólogos medievales, a pesar del tiempo transcurrido desde su formulación, seguían aferrándose y aceptando sin reservas el relato bíblico que figura en el Génesis y defendiendo que las montañas eran obra de la voluntad divina o que su aparición durante el tercer día de la creación fue seguida por un cataclismo, por una inundación que no sólo las cubrió de agua sino que, además, alteró su forma. Afortunadamente para la Geología, el siglo XVIII constituyó un revulsivo para este estado de cosas. La combinación de diversos ingredientes entre los que figuraban el rigor, el método científico, la observación in situ, la selección y el estudio sistemático de muestras procedentes de todo el mundo favoreció el nacimiento de una nueva sensibilidad y el destierro definitivo de las interpretaciones literales de la Biblia y de las ocurrencias o disparates de índole teológica.

La primera controversia o polémica de calado dentro de esta especialidad se desarrolló durante las últimas décadas del siglo XVIII y contó, como suele ser habitual en estos casos, con la participación de dos facciones enfrentadas y de sus respectivos líderes. El primero de estos bandos, bautizado con el nombre de “neptunista” en honor al dios Neptuno, estuvo capitaneado por un geólogo alemán llamado Abraham Gottlob Werner (1749 – 1817); el segundo o “plutonista”, por su homólogo James Hutton (1726 – 1797), un británico natural de Edimburgo.

La principal tesis de los neptunistas aparece recogida en un opúsculo titulado “Sobre la clasificación y descripción de la diversa naturaleza de las montañas” publicado por Werner en 1787. Este investigador que, por cierto, tuvo el honor de elevar la Geología al rango de ciencia, estaba completamente convencido de que las elevaciones montañosas surgieron a partir de un océano primigenio que, durante sus inicios, cubrió la totalidad de la superficie terrestre. En su opinión, las montañas eran fruto de la combinación o solapamiento de dos procesos: la precipitación/sedimentación de los materiales disueltos en esas aguas y la desecación o retirada progresiva de las mismas. Esta explicación etiológica implicaba que todas las rocas de la corteza terrestre, tanto las ígneas como las sedimentarias y metamórficas, compartían un mismo origen.

La postura de los plutonistas encabezados por Hutton y su “Teoría de la Tierra” (1788) se hallaba en las antípodas de la de sus rivales. Para Hutton y sus seguidores el agua no había jugado un papel relevante, todo lo contrario. En realidad, el relieve terrestre era fruto de la acción continua, prolongada y gradual de un fuego que se hallaba fuera de la vista de los hombres, en las entrañas del planeta. Además, los plutonistas negaban la posibilidad de que la morfología de la superficie fuera contemporánea de la formación de la Tierra. Su aspecto, en realidad, era el resultado de unas dinámicas geológicas que actuaban a lo largo de unos períodos de tiempo tan vastos que rayaban con la eternidad y generaban procesos sedimentarios, movimientos masivos y denudación. Estas y otras afirmaciones semejantes le granjearon la animadversión de alguno de sus colegas y que Richard Kirwan, presidente de la Royal Academy de Dublín, le tachara de ateo.

El encono y el entusiasmo demostrado por los partidarios de cada una de estas teorías fueron de tal magnitud que, incluso los legos en la materia, se vieron arrastrados a participar en el debate o tomar partido. La prueba es que el mismísimo Goethe decidió resumirlas en la segunda parte de “Fausto”, en un diálogo que Mefistófeles y Fausto sostienen en el cuarto acto de esta obra publicada en 1832. Dado que la postura plutonista, la defendida por Mefistófeles, es la que más se aproxima a las tesis que los geólogos defienden en la actualidad, hemos decidido reproducirla íntegramente. El fragmento dice así: “Eso es lo que tu piensas y te parece tan claro como la luz del sol, pero el que estuvo allí presente sabe que fue de forma diferente. Allí estaba cuando la masa hirviente del abismo barboteando se hinchó despidiendo una tormenta de llamas, cuando el martillo de Moloc, fundiendo unas rocas con otras, arrojaba a gran distancia los escombros del monte. En la tierra están aún inmóviles esas extrañas masas”.

Si algo queda claro en el parlamento anterior es que quien estuvo allí no puede equivocarse. Ya lo dice el refrán: sabe más el diablo por viejo que por diablo.

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