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Los Alpes basura

Iñaki Ochoa de Olza

Conforme llegas a Zermatt –andando, en mi caso–, se te va cayendo el alma a los pies, y eso porque no encuentra un lugar más bajo donde suicidarse. Los trenes suizos vomitan cantidades ingentes de gentes de todo pelaje ansiosas de disfrutar finalmente del aire puro, la tranquilidad y la soledad de las cumbres. En muchos de sus ojos se puede ver el cáncer de la vida moderna y tecnológica, esa vida urbana que hace infeliz y torna hastiado al hombre sin que éste ni siquiera se percate de ello. Cuesta media hora atravesar el pequeño pueblo, y hay que pedir treinta veces disculpas por golpear a la gente. Madres histéricas corren tras niños hiperactivos mientras padres cansados miran, agotada ya la energía. En un rato todos parecen haber olvidado donde están y vuelven a odiarse con familiar cotidianeidad.

Subo hacia el refugio de Hörnli a buen paso, alucinado todavía por el baño de masas vivido. Mis sorpresas no han acabado. El camino se dirige hacia un contrafuerte rocoso. Pronto aparecen cadenas, escaleras metálicas, vigas que perforan la roca, pasarelas, sogas fijadas en el suelo... Kilos y kilos de basura para acercar la montaña a seres no aptos para ella. Al próximo que me eche en cara algo respecto a las cuerdas fijas del Himalaya le parto la crisma, pienso. En el refugio, lo único que me gusta son los ojos y la sonrisa de la chica que me pide el carnet y me explica dónde debo dormir. Sonrío y evito decirle dónde me gustaría hacerlo realmente. A la hora de desayunar, un tipo se sienta a mi lado y me dice: “¿Eres mi guía?”. Al poco, su guía aparece y le ata la cuerda al arnés mientras come. Ni siquiera le pregunta el nombre y, sin dejarle terminar, comienzan a andar. Un rato después, arriba en la arista, 150 personas se pelean, gritan, tiran piedras e insultan mientras sus cuerdas se cruzan y enredan. Eso sí, casi todos vuelven a casa con el Cervino en el bolsillo. Los helicópteros revolotean alrededor, esperando clientela, supongo. Escapo de este valle en cuanto puedo.

Unos días después, en Chamonix, soy el único alpinista que baja en un teleférico atiborrado de turistas, como sardinas en lata. Hace rato que alguien me magrea con soltura aprovechando la situación. Cuando me giro para protestar veo que es una señora de al menos 100 kilos, lituana según me enteraré pronto, hermosa y sonriente. Me callo –si la cosa se pone chunga, tengo las de perder, seguro–. Estoy por echarme a llorar, atrapado sin remedio otra vez en la masa. Para romper el hielo, me pregunta “¿Eres alpinista profesional?”. No, Dios me libre. Y, para despedirse, me dice: “¿Has escalado el Everest? Porque ese es el más alto, ¿no?”.

Mientras me dirijo a mi coche, con la débil esperanza de encontrarlo, ya que está aparcado en un sitio gratuito, e ilegal, me invade una tibia melancolía. Añoro las nieves eternas y la vida salvaje de los Himalayas. Echo de menos a Denis, a Jorge y a muchos otros; extraño el viento helado y la nieve profunda. Sé que no habrá refugios, marcas en los caminos, cadenas, sirgas, chapas, helicópteros... Sé que si me siento en la nieve allá arriba y me quedo un rato más de lo que debo, me muero. Sé también que las montañas de aquí abajo las hemos perdido, para siempre. Algún canalla las ha vendido.

¿Alguien se pregunta por qué soy un hombre feliz al volver a mi Himalaya otra vez?

Columna publicada en el número 31 de Campobase (Septiembre 2006).

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