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El patriota

Iñaki Ochoa de Olza

Yo no lo haría ni harto de cazalla, pero me parece bien que cada cual actúe como le plazca. Hablo de quienes visitan otros países, otras culturas u otras montañas y lo primero que hacen nada más aterrizar o llegar a donde sea, tanto mejor si es la cima, es sacar la bandera. Debiera decir quizás LA BANDERA, porque siempre es el trapo en cuestión uno digno de mayúsculas, alabanzas y lugares destacados. Y me refiero, que conste, a todas las banderas de todas las patrias. Y también a las diferentes religiones, o incluso hasta equipos de fútbol. Yo, por mi parte, la próxima vez que suba un ochomil, si llega a suceder, voy a sacar un póster de Elle McPherson, lo único que amo de verdad. El póster, digo.

He sido educado, por mi gente y por mis viajes, en la tolerancia de verdad, que es esa que te hace intentar comprender al que es diferente sin pensar que eres mejor que él, sin creer que ese otro está equivocado, ni mucho menos intentar cambiarle o reducirle a pensar como tú. Así que, cuando me cruzo en mi camino con uno de estos banderófilos recalcitrantes no puedo sino sonreír, entre divertido y curioso, ante la biodiversidad que me rodea.

Tenía yo un amigo bastante joven, que ya no es mi amigo, que se pasó algunas expediciones contándome hasta la saciedad que su país, que yo conozco bien, era y es una tierra ocupada por un ejército extranjero. Bueno, suele pasar, pensaba yo. Las flores huelen, los pájaros vuelan y los ejércitos invaden.

Aparte de no ir a la mili, qué le vamos a hacer. Su pasaporte, me decía, era exactamente del país que él más odiaba. Si yo me ponía una camiseta o unas zapatillas del color de la bandera del país aborrecido mi ex amigo me lo recordaba agriamente. Tampoco entendía yo muy bien el porqué del odio de mi ex amigo hacia ese país, ya que sus padres procedían exactamente de allí, del sur más concretamente. Pero bueno, cosas más raras se han visto.

El caso es que un buen día, en una expedición en la que estábamos unos cuantos, incluido el antiguo colega, oí un tumulto en la tienda comedor. El problema que originó la bronca era que este patriota se había traído desde casa una bandera del país enemigo con la sana intención, según él, de quemarla al llegar a la cumbre de la montaña que intentábamos, a más de 8.000 metros. Creo que, además de patriota, o bien no era el más listo o no había ido a clase el día que explicaron lo del oxígeno y la combustión. Al final le convencieron de que desistiera en su intento, explicándole que había muchos escaladores del país enemigo por allí, que mejor dejar los trapos de los demás en paz… y cosas de ese estilo. El asunto se quedó, como suele suceder con las revoluciones, en agua de borrajas. Tiene que ser cansado, además, lo de pasarse el día odiando.

Por todo ello, yo no pude más que descojonarme, permítaseme la expresión, cuando apenas seis meses después vi su foto en uno de los periódicos principales del país en cuestión. El patriota se iba de expedición, un par de kilos por delante, a un monte bastante grande acompañando a un grupo de élite del Ejército del país ocupador, trabajando como cámara para la televisión pública del mismo Estado. No digo yo que hiciera mal. Yo mismo, cualquier día de estos abandono en la cuneta mis convicciones y el póster de Elle y cuelgo en mi cocina uno de Scarlett Johansson. Y sin que me paguen.

Columna publicada en el número 34 de Campobase (Diciembre 2006).

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