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Un forastero en Hollywood

Rafael Inglott Domínguez

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Leo que a Trump no le ha gustado nada -pero que nada, nada- la película Pasásitos. Es natural. Sus protagonistas conviven con las ratas, pasan de un sótano inmundo a otro siniestro, huelen a sopa de col y son una amenaza para el sistema. Son -digámoslo con propiedad- las endebles costuras por donde el sistema revienta. Como le oí decir a mi compañera de butaca, solo Buñuel llegó a decir tales verdades con más genio y maestría.

¿Cómo iba a gustarle todo eso a Donald Trump? ¿Por qué demonios él, que tanto ha hecho por una América grande, autárquica y decididamente wasp, iba a soportar tanto intrusismo? ¿Qué es lo que ha visto la Academia en esa historia amarga y subversiva, filmada por un extraño de nombre abrupto y sostenida por un puñado de advenedizos? ¿Por qué humillar de ese modo al gran cine made in USA?

No sé si esas preguntas merecen ser contestadas, pero aprovechemos la ocasión que nos dan y cavilemos un poco.

Cuando Beethoven se puso a componer sus últimos cuartetos, o sus últimas sonatas para piano, lo que le movía era un impulso de ruptura. Las sólidas y respetables normas estéticas de su tiempo, heredadas de Bach, Mozart o Haydn, no le bastaban para encauzar un alto grado de incandescencia mental. A ese desasosiego los profanos lo llamamos inspiración, estado de gracia o cosas así. Algo parecido cabe decir de Joyce y su Ulises. O de Picasso y Las señoritas de Aviñón. O del estadounidense Welles y Ciudadano Kane.

Admito estar hablando de impulsos geniales, patrimonio de unos pocos artistas. Del resto puede afirmarse, sin demasiado margen de error, que los más inspirados son a su vez inspiradores. Y que los otros, todos los otros, navegan sin mayores sobresaltos por los cauces que esos rompehielos van abriendo. Con una postdata inexcusable: algunos que en su día abrieron cauces se limitaron luego a transitar por ellos.

Vuelvo con esto al cine made in USA, del que me atrevo a trazar una brevísima semblanza: allí donde no alcanza la inspiración impera la imaginación. Cine inspirado, vigoroso y renovador hicieron Cukor, Huston o Hawks, pero también en otro tiempo Coppola, Allen o Scorsese. En cambio Spielberg, Tarantino, Scott, Lucas, Jackson, Nolan… optan por un cine de derroche imaginario, que explora sin temor al manierismo los límites de lo razonablemente imaginable y el alcance de su impacto. Entre ambas aguas se estrecha la lista: Malick, Anderson, Lynch, los Coen, Jarmusch y poco más. No es demasiado, ciertamente, para esa costosa locomotora que es el cine made in USA.

De los nominados junto a Parásitos solo he visto Joker y El irlandés. Confieso que eché a faltar inspiración genuina en ambas obras. Admiré sin reservas el oficio narrativo de Scorsese y algo menos los artificiosos quiebros de Todd Phillips. Me descubrí ante el trabajo de sus actores. Sin embargo, ninguna de las dos obras me pareció rompedora. Todo lo que veo en ellas son mojones -prominentes, eso sí- de unas estirpes narrativas muy trilladas. Cuesta creer que la Segunda Enmienda y sus efectos sigan siendo un sustento primordial, ineludible casi, para la imaginación creativa de muchos autores. ¿Qué sería de sus guiones sin esos clímax confiados a las balas? De acuerdo, hay que entender todo esto en el contexto del proceso creativo y sus resortes: los demonios del autor, etcétera. Pero la sospecha de una alianza confortable entre público y autor (entre expectativas y satisfacción, entre demanda y oferta) acaba por instalarse. Resulta cuando menos preocupante ese retorno a los mitos consabidos (como el del vecino devenido en gangster) o descaradamente fraudulentos (como el del psicótico devenido en asesino).

Me pregunto qué hay de verdaderamente innovador y creativo en tanto bucle. Asumo el papel ineludible de la violencia en el arte de nuestro siglo, pero en todo ese trabajo de precisión relojera echo a faltar una visión más incisiva. Tampoco es que me espere el poder corrosivo de Cronenberg, Haneke, Von Trier o el propio Bong Joon Ho, cuando iluminan con sus fábulas ese terreno. El cine independiente de EEUU no está para tirar voladores, puesto que su tendencia -y quién sabe si también su meta- es la de ser abducido por la gran industria.

Por eso me alegra la irrupción de Parásitos. Su triunfo en el Dolby Theater, donde el juego de la imaginación reemplazó tantas veces al impulso creativo, es un motivo de entusiasmo y esperanza. Como lo es cada renuevo en la vigorosa tradición integradora y mestiza de aquel país, frente al autofágico proyecto de Donald Trump.

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