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El olor de las cloacas

Rafael Inglott Domínguez

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Pongamos que un mal día, en la manzana donde usted vive, hubo un atraco con muertos. Digamos que eso fue hace ya tiempo. Que luego el terror, impredecible por definición, se trasladó a otros barrios y otras ciudades. Imaginemos que, a pesar de todo, el miedo siguió asomando en las miradas, los gestos y el runrún de los vecinos.

Tal vez por eso la continuación de mi relato se parece a una distopía.

En la junta de propietarios el autoritarismo extendió sus redes. Menudeaban los conciliábulos, los anatemas a media o plena voz, las llamadas extemporáneas al orden, la unidad, la observancia de las normas. Surgían tensiones y discrepancias, pero el ansia de seguridad acababa siempre por prevalecer. El presidente, un sujeto receloso y circunspecto, sabía que el miedo era su aliado; y contaba, por un tiempo que calculaba interminable, con suficiente respaldo para reforzar a su gusto los controles y la vigilancia. Buena parte del erario vecinal pasó a emplearse en instalar sensores de movimiento, videocámaras, radares y alambicados ingenios que nadie sabía identificar, pero que casi todo el mundo acogía con satisfacción y alivio. El presidente y los suyos, con todo el viento a su favor, proponen quitar al portero y meter un vigilante de seguridad, recortar o eliminar partidas para pagar lo que este pide, modificar aspectos muy sensibles de las normativas, escamotear con astucia algunos derechos elementales. Todo se aprueba por la pujanza del miedo y al amparo de su hegemonía. Mientras tanto el inmueble renquea en más de un aspecto, el ascensor funciona o no funciona y unos ancianos del octavo, por evitar las escaleras, no se atreven a pisar la calle.

Demos todavía otra vuelta de tuerca y hagamos que el relato se vuelva siniestro.

El vigilante en cuestión, por motivos que intuimos insondablemente abyectos, dis­para contra tirios y troyanos y revela a cuentagotas una trama que eriza los pelos. Su obligación oficial, la de vigilar el edificio, se solapaba con una misión tan repugnante, tan retorcidamente infernal, que nadie en su sano juicio habría llegado a imaginar. Vigilaba a los propios vecinos, siguiendo una estrategia plagada de implicaciones, cuyas pistas insisten en condu­cir hasta quienes lo instalaron y supuestamente lo controlan. Todo el sofisticado montaje, que castigó el bolsillo de los vecinos y les privó de tantas mejoras, se ha utilizado para escarbar sin tregua y sin medida en sus asuntos personales. ¿Por qué? Puede que nunca lo sepamos, pues no es cuestión de perseguir a los autores con sus mismas y tenebrosas armas. Lo que sí procede (y además está tirado) es descubrir lo que piensan. Piensan que cada vecino descontento, por el hecho de enarbolar y sostener su discrepancia, significa una amenaza para la perpetuación del orden que ellos ansían y, de acuerdo con su lógica, para la propia seguridad del edificio. Porque ellos, los que durante tantos años manejaron a su antojo los asuntos de la comunidad, han enten­did­o todo el tiempo que el edificio es más suyo que de cualquiera.

Toda esta pesadilla, elevada al rango inmensamente superior de los asuntos de Es­tado, ha ocurrido y quizás siga ocurriendo en este país. ¿Cómo es posible que no se conmuevan sus cimientos?

Pero no, pensándolo mejor, dejemos que el país encuentre la respuesta, demos paso a la libre asociación y citemos los versos de un aria famosa:

“¿Y vivo aún?

¿Y sin la espada?“

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