LIBROS
La invención de Rafael Romero
Se publica tan poca biografía, en general, y particularmente la de escritores, que la aparición del epistolario de Alonso Quesada y Luis Doreste Silva (Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2025) merece celebrarse como un acontecimiento cultural. Cuidadosamente editado por Miguel Pérez Alvarado, este monumento archivístico de 700 páginas, de primorosa artesanía, ya es, en orden a la potencia reveladora del material exhumado, a la deslumbrante (por minuciosa y esclarecedora) notación que lo acompaña, y por el rigor y la transparencia de su método, la publicación más valiosa, no solo del centenario de Quesada, sino en el ámbito del saber filológico de tema canario en los últimos años.
El cogollo del tomo son las 166 cartas y telegramas intercambiadas por Quesada y Doreste, todas las que se conservan. Se publican íntegramente, por primera vez. Proceden de los archivos de ambos escritores adquiridos por el Cabildo en 1975, que hoy se custodian por la Biblioteca Insular de Gran Canaria. Su datación abarca un periodo que va de 1913 a 1925, es decir, entre los preparativos de la edición de El lino de los sueños y un mes antes del fallecimiento de su autor. Un exhaustivo aparato de notas ilumina el contexto y las alusiones, y argumenta la propuesta de datación cuando esta falta en los originales. Un anexo documental enriquece la comprensión, aportando artículos de prensa y cartas de terceros entreveradas, que introducen otras voces que apostillan y contrapuntean la larga conversación de amistad mantenida por los dos corresponsales. Emerge, en todo este desvelamiento, una imagen desmitificadora de Alonso Quesada, o quizá cabe decir, con más acuidad, que lo que emerge es una nueva invención mítica, la de Rafael Romero, un personaje más de la mitología quesadiana, uno por descubrir, tras cuya pista nos pone de repente este epistolario.
¿Cómo es que no habíamos reparado hasta ahora en esta invención del personaje de sí mismo? ¿Cómo es que hemos sido capaces de publicar obras completas, celebrar centenarios, erigir estatuas, que Pepe Dámaso lo inmortalice, folclorizarlo como una polka más del Día de Canarias, o de acotar con mojones y asientos registrales su parcela de suelo rústico en la tradición (la recepción mitológica de la tradición insular tiene lugar en una linda parcela de suelo rústico, pero, según la legislación urbanística general, en suelo rústico solo se pueden edificar cuartos de aperos, quedando terminantemente prohibidos otros usos, como levantar una torre panorámica con un pozo dentro)?¿Cómo hemos podido avanzar tanto y no reparar hasta ahora en lo que hace de Alonso Quesada nuestro contemporáneo, que no es su poesía, hoy testimonio de una sensibilidad caduca, sino la creación genial de Rafael Romero en la intimidad epistolar, precisamente la más propicia para no ser otro? “Otros”, deberíamos decir, más bien. Porque si algo resuena en sus cartas es una pluralidad de voces, un personaje múltiple, como corresponde a la moderna multiplicación del “yo” en multitudes.
A diferencia de Luis Doreste Silva, incapaz de ser otra cosa que tenazmente él mismo, efusivamente insignificante, secretario a tiempo completo, todo corazón en sus cartas como un pinta labios perfumado junto al membrete de la Embajada, el emoticono sonriente que faltaba, con bombín y bigote atildado, a diferencia de tanta realidad (está científicamente demostrado el daño para la salud de demasiada realidad, como ya advirtió el eminente entomólogo TS Eliot), la voz de Rafael Romero, que corra el aire, se despliega modulándose a través de toda la gama tímbrica del arco dramático de la desolación: del susurro del amigo necesitado (de dinero, mayormente, pero también de reconocimiento, de salud o de una triste carta de recomendación, ya que todas las cartas de recomendación son tristes como notificaciones de la Seguridad Social, raro es el correo en el que no le pide algo a su siempre ocupado amigo), al “escorpión bajo la lengua” cuyo veneno le inmuniza contra las toxinas de la sociedad insular, como quien deslíe una pastilla para regularse la tensión; del estratega de su propia carrera, pionero de la profesión de agente literario tejiendo redes de influencia y de intercambio de favores para su representado, que no es otro que él mismo, al tono de resignación y desencanto de sus últimas cartas.
Nos gusta Rafael Romero incluso cuando calla, porque está como ausente, pero para nada. El clamoroso silencio de sus cartas en materia de la tradición insular está hecho a la medida de los requerimientos dramáticos del personaje. A principios del siglo XX, ya se disponía de suficientes repertorios bibliográficos de temas canarios. A la Biblioteca canaria de Viera, publicada en el siglo XVIII, se habían agregado los de Luis Maffiote (1895), Antonio Lugo y Massieu (1912) y las biografías de escritores canarios, de Millares Torres, entre otros. ¿Conoció estos repertorios u otros que eclosionaron en el mismo periodo? ¿Escuchó el Romancero? ¿Leyó a Cairasco, las Antigüedades, a Abreu Galindo o Espinosa, a los poetas de la escuela barroca de La Palma, el Viaje a la isla de la Madera de Cristóbal del Hoyo, o la Historia de Viera? Solo hay una desdeñosa a Nicolás Estévanez. El Alonso Quesada crítico literario brilla por su ausencia, excepto cuando se muestra consciente de las rupturas en los metros y las imágenes que está ensayando en Los caminos dispersos.
La invención del “yo”
En muchas de estas cartas, Alonso Quesada se muestra volcado en el esfuerzo, escasamente recompensado a lo largo de su vida, de conseguir que sus pares de Madrid le reconozcan como uno de los suyos. En la que data en el “Infierno, 12 de junio de 1914”, le cuenta a Doreste que no piensa avisar a nadie en la isla de la publicación de El lino de los sueños en Madrid: “Y cuando se publique”, dispone, “ha de ser como si yo fuera de esa corte y aquí nadie me conociera: no vendrán más ejemplares que dos o tres: como los de otros autores. ¡Bah! Son canallas”. Diez años después, en una carta fechada el 28 de abril de 1924, se muestra desencantado: “Yo, cada vez me recojo, me escondo más”. Ni rastro de la promesa de una posteridad triunfal anticipada en vida, con la que soñaba poder vengarse de la indiferencia de los insulares, volviendo después de la muerte para “arrojarles una enorme montaña sobre sus cabezas y aplastarlos”. A Néstor Martín Fernández De la Torre, que sí ha tenido el éxito que Alonso Quesada no ha podido alcanzar, a pesar de perseguirlo con denuedo, le aconseja, a través de Doreste, exponer sus cuadros en París: “España es una cosa vergonzosa de mediocridad y cobardía”, y Madrid, “un pueblo, una insignificante localidad”.
Es difícil, entre las dos voces a uno y otro extremo del arco, imaginar un caso más puro de construcción del personaje, de invención y modulación de un arquetipo llamado Rafael Romero. En este sentido, las cartas de Alonso Quesada aquí reunidas pueden leerse como una novela póstuma del género epistolar, cuyo protagonista pasa por todas las vicisitudes y dramones del fracaso literario, creando el mito del escritor moderno. Las cartas de Alonso Quesada retratan una época, como suelen hacerlo las novelas, y para conseguir un eficaz retrato, simplifican, exageran, mienten, y caricaturizan.
Como editores de la novela póstuma de Rafael Romero, nos atreveríamos a encarecer a su autor Alonso Quesada a seguir a rajatabla lo que Nabokov dijo de Habla, memoria, su autobiografía: que la literatura en general, y particularmente la autobiográfica, es una invención, y lo único importante es el nervio con que está escrita, una visibilidad de los detalles en alta definición 4k, y que tenga personajes memorables. También se admite un buen dispositivo de notas, como demostró el mismo Nabokov en Pálido fuego; y ciertamente, la notación de este epistolario, detallista en 4k, documentada e incontestable, potencia mucho la trama, imprimiéndole giros inesperados, como el del capítulo en el que todo apunta que Rafael Romero ha traicionado la confianza de Luis Doreste Silva, maniobrando para filtrar a El Liberal el homenaje funerario a Tomás Morales que el secretario de León y Castillo había enviado al Diario de Las Palmas después de publicarlo en The Times, y desde la sala de notas se acude al rescate, igual que un narrador omnisciente, emitiendo diligentemente la absolución del mito de Alonso Quesada, simplemente dando por buena la versión de Rafael Romero, a riesgo de que se resienta la reputación de asepsia epistemológica merecidamente ganada por la ejemplar notación de esta correspondencia. Y es que anotar como si fuera posible un decir sin sesgo tiene que ser agotador.
En cuanto a lo de reunir solo a personajes memorables, todos los personajes de la invención epistolar de Rafael Romero son memorables, con la excepción de uno, al que Miguel Pérez Alvarado sitúa “en pie de igualdad” con Alonso Quesada en su calidad de testigo histórico, como si la historia tuviera algo que ver aquí. ¿O es que solo va a poder ser mitológica la recepción crítica de Alonso Quesada que se nos ha transmitido, y no la documentación que debería haberla precedido?
El cuarto de la azotea
Este libro es un escándalo, por oportuno y crucial.
Oportuno, no porque tenga lugar en el centenario de Quesada. Las efemérides son solo perchas que se sacan del armario para airear la ropa con olor a cerrado; recordatorios de que, de vez en cuando, hay que pasarle un trapito a la estatua. Es oportuno porque saca a la superficie un legado que ha permanecido inédito casi en su totalidad durante cincuenta años, “y que ha sido tratado hasta hoy”, señala Pérez Alvarado en la Introducción, “como el manojo de papeles viejos que se guarda en el cuarto de la azotea: enmoheciéndose a pesar de que, de cuando en cuando, alguien subiera a recuperar del montón las hojas gloriosas que confirmaban la irrelevancia del resto”. Cabe preguntarse por las razones de tal confinamiento y, sobre todo, por los intereses de las furtivas exhumaciones en el cuarto de la azotea, así como por el criterio del despiece cárnico y la dosificación aplicado al corpus epistolar hasta esta edición que lo cambia todo.
Las conjeturas de Pérez Alvarado al explicarlo no resultan en absoluto convincentes, y suenan, más bien, a “no me quiero meter en un jardín espinoso”: primera, el estado de conservación del legado, como si hubiera algún archivo perfectamente legible y ordenado; segunda, el malentendido de que la correspondencia de dos escritores solo interesa a los filólogos y a los críticos especializados, descartándose el gremio de los historiadores. Pero, ¿cómo se ha fomentado ese malentendido, y a quién le ha interesado mantenerlo? En 1979, la revista Fablas publicó la primera selección de fragmentos de las cartas de Alonso Quesada a Luis Doreste Silva, escogidos por Lázaro Santana. Se eligieron entonces “aquellos que consideramos más relevantes desde el punto de vista literario, político, sociológico, etcétera”, dictaminando asimismo, y sin más explicaciones, que todo lo que se excluía tenía un “interés relativo”. Las sucesivas incursiones han sido igualmente parciales: once cartas completas en el ensayo Alonso Quesada y el Partido Liberal Canario (1980), de Lázaro Santana, referencias en los trabajos sobre Quesada de Andrés Sánchez Robayna, Yolanda Arencibia, Concepción de León Cabrera, Antonio Henríquez Jiménez. Finalmente, Pérez Alvarado destaca la primera tentativa de publicación de las cartas completas de Alonso Quesada a Luis Doreste Silva, sin incluir las de este, a cargo de José Luis Correa, como anexo a la edición de su tesis doctoral, una edición crítica de El lino de los sueños; intento que finalmente no llegó a materializarse.
Tercera conjetura, que el personaje de Alonso Quesada habría “desactivado nuestro interés por conocer los detalles de su comportamiento y sus ideas más personales, generadores de potenciales contradicciones” que desestabilizan la mitología quesadiana. La publicación del epistolario completo de Quesada y Doreste plantea la peliaguda cuestión del porqué de este desinterés, que no ha sido un desinterés total, pero sí un desinterés interesado.
Este libro es escandaloso, a fuer de crucial. El rescate y la exposición que lleva a cabo es crucial porque pone patas arriba la recepción crítica de Alonso Quesada y de la tradición, al mostrar una vía de conocimiento diferente a la seguida por gran parte de la crítica especializada, menos mitológica y más transparente, que comparte con el lector su método, sus intereses y sus conflictos de intereses; más apegada a los textos y a los hechos, que integra fuentes y disciplinas, combinando el archivo, la filología, el dato histórico, la antropología o la filosofía, y también, por supuesto, la biografía, un género casi ausente de los estudios canarios, con excepciones como la reciente biografía de Pérez Galdós, de Yolanda Arencibia. Representa un modo de investigar que sitúa a Alvarado en la estela de la tradición poligráfica de Agustín Millares Carlo, Elías Serra, Alejandro Cioranescu o Manuel González Sosa. Este libro es un escándalo, pero, al igual que los paisanos que salen retratados en las crónicas de Alonso Quesada, aquí nadie se dará por aludido.
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