Se acabaron las prisas

Elsa López.
7 de enero de 2022 14:37 h

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Luis Cobiella sentenció: “No se acabó el amor sino la prisa”. Sentencia llena de belleza y verdad lo que supone su consagración y que hoy pueda yo repetirla hasta quedarme sin aliento. Hoy, un día después de Reyes, me he puesto a pensar sobre lo sucedido en estos días y me he preguntado, como lo han hecho muchas personas, qué es lo que ha ocurrido a nuestro alrededor; qué ha sido ese desparramarse en las calles, tiendas, hogares, claustros y conventos. Por qué corría la gente de un lado a otro, para qué lo hacían, para qué tanta celeridad. Hoy, en el silencio de la madrugada, presiento que se acabaron esas prisas, las carreras, las ofrendas al misterio y a los grandes comercios. Se acabaron las reuniones impuestas o elegidas, las comidas innecesarias, el champán importado y las canciones del norte; los renos, los árboles adornados con miles de lucecitas y mentiras de papel. Se acabaron las Navidades y los niños que ayer parecían ser amados hoy volverán a quedarse sin zapatos ni juguetes. Se acabaron las prisas, si, se acabaron. Y ahora ¿qué nos queda?

Miro a mi alrededor, observo los restos de tanta fiesta impostada, de tanta farsa que nos ha impulsado al abrazo y a la creencia de pensarnos mejores y lo que veo es un barullo de gente que va de un lado a otro invirtiendo en objetos y quimeras y, sin darse cuenta y a pesar de ellos mismos, van dejando un leve rastro que persigo desde hace miles de años. Un rastro con pequeñas huellas, lágrimas, zozobras, alegrías y ternuras que aún laten detrás de cristales, luces y estrellas de colores y que algunos han quedado en calificarlo, certeramente, como amor. Y si volvemos la mirada a nuestro alrededor, sabremos algo más sobre ese tema y sobre aquello que aún nos queda por amar sin necesidad de prisas, sin necesidad de carreras: los amigos de verdad a los que hemos añorado en estos días de urgencias; los hijos que diariamente se sientan a nuestra mesa; los hijos que están lejos y que echamos de menos; los nietos que crecen y se van a otros puertos; la vida que se nos escurre entre los dedos; el amor por la persona con la decidimos un día compartir todo eso, compartir, incluso, el cuerpo y el alma, y que aún permanece a nuestro lado sentado en nuestra misma mesa.

Luis Cobiella hablaba de ese amor, precisamente. De ese y de cualquier otra clase de amor, pero, sobre todo, de ese que notamos un día por alguien y que nos hizo abrigar el deseo de seguir a su lado y que hoy me ha hecho reflexionar sobre lo que sentimos cuando acaban las verbenas y uno se levanta a la mañana siguiente y descubre como un cansancio raro, una tristeza inexplicable, un vacío difícil de expresar. Y lo he comparado con las relaciones de pareja, con el tiempo dedicado a permanecer unidos, con el final de esa feria que seguimos llamando amor. Porque cuando creemos que el amor se ha terminado porque ya no nos palpita el corazón al volver a encontrarnos con el ser que amamos; cuando ya no sentimos el acelerón de la sangre en las muñecas ni la sensación de vuelo, ni la pulsión del deseo con solo mirar lo que es objeto de nuestra llamada pasión amorosa, entramos en una caída en barrena y confundimos el amor con otras cosas que no voy a enumerar porque todos saben bien de lo que hablo. Y entonces, ocurre. Sucede lo que no debería haber sucedido nunca: pensamos, como idiotas, que el amor se terminó, que aquella persona en la que habíamos depositado nuestras esperanzas de futuro y todas nuestras posibles desventuras bien unidos, ya no es la que conocimos, deseamos y creímos amar, y, entonces, decidimos huir de su lado, decidimos acabar la fantasía romántica del primer baile, nos despedimos de la historia que habíamos construido más en el aire que en la tierra, más en los sueños que en la realidad. Y partimos. Nos despedimos de lo que habíamos creído o soñado ser era único, imprescindible, verdadero.

Pero no es así. Porque nos equivocamos al principio creyendo que el amor era eso y nos equivocamos al final pensando que el amor ya no es lo que era. Y no nos damos cuenta de que estamos cometiendo un gran error. Que el amor sigue ahí, que lo que no sentimos es la prisa, la precipitación, la necesidad de que nuestros cuerpos se atraigan como imanes con la furia de los cuerpos que se someten a leyes que son ciertas pero que no son dogmas de fe. Son movimientos irregulares del tiempo y su recorrido por nuestra sangre. Ya no necesitamos caer por ese abismo que nos hace perder la noción del espacio que ocupamos, algo parecido a un mareo constante. Ahora es diferente. Ya no volamos, pero caminamos de su mano, nos apoyamos en sus hombros y en el hueco de su cuello, sabemos del otro casi más que de uno mismo, necesitamos su mirada, su reconocimiento, su ternura, su paciente ternura, su afirmación, sus brazos alrededor de nuestros hombros, el café caliente en las madrugadas, sentados a la puerta de la casa viendo salir y ocultarse el sol. La prisa ya no existe. Ya no existe la emergencia de los besos, de las sábanas, de sus manos en nuestra cintura. Ya no necesitamos del aire para respirar cuando lo vemos acercarse. No. Ahora el amor se ha transformado en alegría, en lecturas en silencio cada uno en su rincón (cada uno en el suyo) y de vez en cuando escuchar su tos o el latido de su corazón al levantarse para salir al patio o cruzar la cocina para servirse un vaso de agua. Ya no tenemos prisa porque sabemos que el amor está cerca y no puede vivir sin mí. Y yo sé que está cerca, porque ya no puedo vivir sin él.

Elsa López

7 de enero de 2022

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