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Los falsos positivos y las madres de Soacha

Andrés Expósito

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Se escogían a los más desamparados y desvalidos, a los que no tenían problema alguno en desplazarse lejos de sus barrios marginales, cloacas y subterfugios, donde residen con otros seres humanos. Luego se les aleja de la población, se les pega uno o varios tiros, se les viste con ropas de guerrilleros, y se presentan para cobrar suculentas y secretas recompensas que proporciona el Gobierno colombiano. Este ha sido el negocio siniestro y despótico que elucubraba y ejecutaba en los últimos tiempos el ejército de dicho país.

Esta sorprendente e impensada sinrazón, pero acopio y templanza, sostenidos, cual novela de ficción o proyecto cinematográfico de Hollywood, por miembros del ejército colombiano, nos deja pautas irascibles contenidas de rabia y pesadumbre. Queda el ser humano a merced de otro ser humano, el horizonte desteñido en familiares y amigos, y la vida quebrada y pérdida por 1.400 euros, que era el pago realizado, más o menos, según una tabla esbozada y planificada para ello, y dependiendo, fuera guerrillero raso o mando superior.

El producto y el acto final nos trastocan y nos muerde la conciencia y la reflexión, pero mientras quedamos ahí, críticos y enfurecidos, abochornados, no debiéramos en ningún caso, olvidarnos la proposición primera, el solsticio y la brujería nacida del ofrecimiento de la recompensa, secreta y engatusadora, proporcionada e instaurada por el Gobierno. Nada crece y se enreda y fructifica, si previamente no ha nacido, y alguien ha colocado la nimia e inapreciable semilla, o, por otro lado, no ha sabido o no ha querido talar, podar, o amputar, lo que, poco a poco, conformó y propuso el producto.

El entramado y la organización, y los miembros o individuos ejecutantes, quienes secuestraban o embaucaban a los que, luego serían ciudadanos muertos con trajes de guerrilleros, “falsos positivos”, erróneamente, en la ineptitud y ceguera característica con que deslumbra y somete el dinero, indicaron y confesaron en el correspondiente juicio, que Leonardo Porras dirigía un grupo armado, que se enfrentó con una brigada móvil de soldados, y quedó abatido, gracias a la encomiable operativa de miembros del ejército, y que el susodicho vestía ropa de camuflaje y llevaba una pistola de 9 mm en la mano derecha. La realidad, sin embargo, a veces, traza gambetas que desarticulan y desvalijan en múltiples casos, como ahora ocurrió, todo el andamio construido y erguido, así como la tela de araña tejida y enhebrada, hilo a hilo, en relación a lo acaecido con Leonardo Porras. Su madre, Luz Marina, atestiguó y declaró que su hijo, conocido por los vecinos de Soacha, un suburbio de Bógota, “ese temible guerrillero con una sofisticada y enrevesada capacidad para dirigir un grupo armado, según los militares”, poseía 26 años y limitaciones mentales desde su nacimiento, su capacidad intelectual era la de un niño de 8 años, no sabía leer ni escribir, se le había certificado una discapacidad del 53%, así como, tenía la parte derecha del cuerpo paralizada, sin vida, la que según los intermediarios y militares habían confesado e indicado al fiscal y los jueces, que agarraba una pistola de 9 mm, con la que disparaba, incesante y violento.

El espasmo eléctrico y demoniaco nos acoge, sostiene el tridente en sus manos mientras la punzada dolorosa y agónica parece indeleble. La incredulidad hace tiempo que desparramó y desgajó su concepto, y la miserable impunidad, trazará, como en otras ocasiones, líneas y pliegues fuera del sendero respetuoso y correcto de convivencia, por donde zafaran y evitarán las posibles condenas los verdaderos culpables. Aparecerán cobayas, y cabezas de turco, y meros titiriteros, que servirán y acogerán las balas judiciales, y los irrisorios castigos, y la prisión, que en todo caso tendrían que albergar también a otros. El tiempo traerá el olvido, menos para ellas, para las madres de Soacha, que exigirán justicia, y se empeñaran, una y otra vez, en que no olvidemos.

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