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Arte, micrófonos y opiniones: ¿dónde empieza el artista y termina la persona?

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Una y otra vez, el debate vuelve: ¿es posible separar al artista de la persona? ¿Podemos admirar una obra mientras rechazamos los actos o las palabras de quien la creó? La historia del arte está llena de ejemplos que nos obligan a convivir con esa tensión. Y más aún cuando lo que está en juego no es una canción escrita hace décadas, sino lo que se dice hoy, con un micrófono en la mano y un escenario público como altavoz.

La reciente polémica en torno a Mägo de Oz reabre esta conversación. Durante un concierto en Asturias, su guitarrista, Víctor de Andrés, interrumpió el espectáculo para lanzar insultos y comentarios que aludían, con tono de burla, a “cocaína y putas”. No fue parte del guion artístico, ni una provocación en clave musical. Fue un discurso personal, directo, despectivo, emitido desde un escenario ante un público diverso.

¿Puede el escenario ser un espacio para denigrar?

Una cosa son las letras de canciones escritas en otro tiempo, con códigos culturales que hoy miramos desde nuevas perspectivas. No se trata de cancelarlas, sino de revisarlas críticamente. Otra muy distinta es cuando, hoy, en pleno siglo XXI, un artista utiliza el escenario no como lugar de creación, sino como tribuna para lanzar opiniones personales que cosifican, ridiculizan o banalizan realidades que afectan directamente a las mujeres.

Lo que ocurrió con Mägo de Oz no fue un caso aislado. Desde distintos géneros, algunos artistas siguen aprovechando el directo para reforzar estereotipos, justificar privilegios o hacer gala de un desprecio impune. En algunos casos, el público aplaude. En otros, como el del Ayuntamiento de Vilagarcía de Arousa, se toma la decisión de cancelar la actuación prevista. El argumento fue claro: no se trata de censura, sino de no avalar con recursos públicos discursos que frivolizan con la prostitución y las drogas.

¿Y qué pasa cuando sí se les da escenario?

Aquí entra en juego la responsabilidad institucional. Porque mientras algunos territorios rechazan estos mensajes, otros los celebran. Mägo de Oz ha sido anunciado como uno de los grupos invitados en las celebraciones del Día del Corsario en Santa Cruz de La Palma, una fiesta con espíritu popular y festivo, organizada con apoyo institucional. La pregunta ahora es clara:

¿Las instituciones que financian el evento avalan también el tipo de discurso que este artista ha difundido desde el escenario?

Porque cuando las administraciones pagan el caché de un grupo o lo incluyen en sus festividades, no solo contratan una actuación: están validando también un imaginario, una voz, un modelo de convivencia.

¿Y si el público también es parte del problema?

Aquí va la pregunta incómoda:

¿Hasta qué punto el silencio del público o sus aplausos refuerzan discursos que, fuera del escenario, serían inaceptables?

No se trata de prohibir, sino de hacernos cargo. Porque el arte no es neutral. Nunca lo fue. Y cuando el micrófono no amplifica poesía ni rebeldía, sino desprecio y arrogancia, tal vez no estemos hablando de libertad de expresión, sino de impunidad disfrazada de espectáculo.

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