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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Juan Régulo por Luis Cobiella

En la imagen histórica, de izquierda a derecha, Juan Régulo, Pedro Lezcano, Carlos Pinto y Luis Cobiella.

Luis Cobiella

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Juan Régulo

Ante portam

“En 1924, mi madre, mi hermano Francisco y yo salimos del pago de Cueva de Agua y por el camino de la cumbre nos dirigimos a pie a Santa Cruz de La Palma. Por todo capital mi madre llevaba un billete de veinticinco pesetas... ...Un buen amigo y antiguo profesor, el abogado y recaudador de contribuciones don Luis Cobiella Zaera, me dio trabajo en su oficina...”.

Conocí a Don Juan Régulo en mi adolescencia; debo a mi padre su amistad, una gracia más en la rica herencia que me dejó, incluidas las deudas entre las gracias (viví, y aún vivo, ahora a trasmoda, en un mundo que reconocía cierta elegancia en cierta pobreza llevadera). Nos hablaba mi padre de Juan Régulo y Juan José: siendo su profesor en el Instituto paseaba con ellos fuera de clase, y sonreía al decirlo porque sus amigos “mayores” no entendían cómo un profesor ubicado en el mundo católico de derechas paseaba con “alumnos” que, encima, eran “comunistas”. Nos habló mi padre de Juan Régulo y Juan José, presos (1937-39), y encontró modo de que, tras su excarcelación, Juan Régulo diese alguna clase en el Instituto; sólo alguna. Entonces, como alumno, lo conocí personalmente.

Era no muy alto y ya desde entonces, aún en evidentes condiciones adversas, apuntaba su constitución física, que culminaría en una donosa y ligera obesidad episcopal, y su constitución psíquica, una igualmente donosa y guasona ironía volteriana: gustaba mirar por encima de las gafas y, como no las tenía, inclinaba levemente la cabeza al hablarte y levantaba los ojos inteligentes y traviesos.

No olvidaré su clase (y entiéndase la palabra en dos sentidos: lección y selección): puso en un pedestal una hoja de níspero y nos pidió que hiciésemos una composición sobre ella (ahora se dice “hacer una redacción”). Por primera vez no se nos proponían temas “apropiados”: La Patria, La Primavera, La Madre; a mi desconcierto, que compartía con mis compañeros, se añadió una incipiente admiración que, en adelante, no dejó de motivar y acrecer.

Más adelante, fue en La Laguna el amigo, cada vez más sabio y menos irónico, siempre maestro. Reunía diariamente una tertulia de universitarios, palmeros casi en su totalidad, a quienes ilustró y amó. Yo le ayudaba, además, en menudencias de sus quehaceres editoriales: correcciones de pruebas de la Historia de Viera y Clavijo, del Nobiliario; y le seguía en la generosa aventura del esperanto; pero bien sabe Dios que la ayuda y el seguimiento incluían la motivación de estarle cerca. Me acogió en su casa, levantada en el descampado que fue luego la calle Heraclio Sánchez, y el acogimiento se hizo cálido en Carmen, su mujer, silenciosa compañera, y se hizo tierno en sus primeras hijas; todas me permitieron y facilitaron estar cerca del maestro.

Luego quedamos separados sólo por el mar. Al menos anualmente venía a La Palma y nunca dejó de visitarme: sentaba al otro lado de la mesa su leve picardía cardenalicia, donde unos ojos, cada vez menos traviesos, cada vez más inteligentes, invitaban a ver con la especial incitación de los maestros.

Cuando no pudo viajar fuimos Concha y yo a La Laguna para verlo. Ya sólo hablaba de afecto; fue entonces, como nunca, maduro y claro su magisterio.

* * *

Hasta ahora no he hecho otra cosa que recordar a mi Juan Régulo, lo cual es hablar de mí más que de Juan y deviene impropio en esta circunstancia. Sin embargo no tacho ni corrijo, y me justifico con la impropia razón de tener ganas de decir lo que he escrito.

Juan Régulo fue un garafiano palmero canario, mas no un patriota; bastante daño le habían hecho las patrias. El objeto de su amoroso interés no estaba constituido precisamente por ideas y abstracciones sino por cosas y personas.

Su ponencia, por ejemplo, en el XXX pleno de la Confederación Española de los Centros de Estudios Locales, fue un bosquejo histórico-lingüístico sobre la llegada de las papas a Canarias y de la suerte de su nombre en español. Asimismo “entre las cosas” canarias está, por ejemplo, su trabajo sobre recetas canarias del siglo XVIII para teñir la seda (obtuvo el premio Elías Serra Rafols con su libro La laguna y la sericultura canaria).

Gozaba con los hallazgos si a cosas o personas se referían. Un amigo le legó un documento del segundo tercio del siglo XVIII, en el que un palmero narra los incidentes que le sobrevinieron al navegar entre las Canarias y en otro viaje a Andalucía e Italia. Lo estudió y trabajó con el mismo gozo y la misma seriedad que podía poner en el Valor semántico de las categorías verbales o la Contribución de los judíos a la formación de la sociedad de las islas Canarias, y publicó el documento acotado con valiosas reflexiones. Recordando la literatura popular de su natal Cueva de Agua, publicó unos apuntes para la dialectología canaria sobre la filiación y sentido de las voces populares ulo y abisero.

Le atraían las palmeras figuras, en especial las de talante liberal y librepensador: ahí están sus publicaciones sobre el cronista de La Palma Juan Bautista Lorenzo Rodríguez, sus estudios, opiniones y noticias sobre el señor Díaz, doña Leocricia Pestana, don Anselmo Pérez de Brito, don Alonso Pérez Díaz y, en sus familiares entornos, don Faustino Méndez Cabezola, don Antonio Rodríguez López, don Hermenegildo Rodríguez Méndez.

Le atraía La Palma. En prólogos, artículos, colaboraciones, asomaba su inocua parcialidad palmera. Así se trasluce en el preámbulo del Protocolo de la Santa Mueca, edición de su hija María Régulo Rodríguez (La Cosmológica, Santa Cruz de La Palma). Se trata a mi juicio de la más atinada síntesis histórica de nuestra isla: en ella se registra la profundidad intelectual y la singular ironía que los palmeros ostentan, y se contempla con justa extensión dos figuras representativas: don Cristóbal del Hoyo Sotomayor, Vizconde del Buen Paso y Marqués de San Andrés, vástago de una de las familias más históricas de Canarias, formado a su antojo, desinhibido y dentro de la libertad mental característica de los palmeros, erudito, trabajador infatigable de las letras divinas y de las letras humanas. La otra figura que destaca justamente el preámbulo de Juan Régulo es la de nuestro querido poeta don Domingo Acosta Guión, del que muestra un breve elenco de su obra satírica.

Estudió Juan Régulo y sistematizó la profusión de publicaciones periódicas que a La Palma caracteriza. Libros, en fin, artículos, ponencias, trabajos sobre su isla: el paso de Ulrico Schmild, la antigüedad del culto a la Virgen de las Nieves, encuestas y estudios lingüístico-folclóricos, venta de la jurisdicción de los lugares de Argual y Tazacorte en el reinado de Felipe IV, la sociedad Económica, estudios del liberalismo, la masonería, la enseñanza en La Palma en el siglo XIX, el entredicho...

Desde este escrito parcial y humano, demasiado humano, recomiendo el libro Garafía y su ilustre historia, Ediciones La Palma (Madrid). Se trata, fundamentalmente, de la alocución pronunciada por Juan Régulo en Garafía al otorgársele el título de Hijo Predilecto (septiembtre 1985); de ella copio los párrafos inicial y final de este artículo. Este libro ofrece una sentida presentación del Alcalde, Antonio Abilio Reyes Medina y un muy atinado comentario de Celestino Hernández; mas recomiendo el libro, en este punto, porque en él figura una biografía de Juan Régulo (que también puede encontrarse en Serta gratulatoria in honorem Juan Régulo, Universidad de La Laguna, 1985) y una bibliografía sucinta pero suficiente. Tanto bio- como biblio- grafía muestran la amplitud y profundidad de un vivir y un saber, de una vida y de un trabajo; amplitud y profundidad cuyo sondeo no puedo efectuar.

En la muerte de Juan Régulo, sólo cabe, aquí y de mí, transcribir la parábola con la que inició uno de sus más íntimos discursos:

“Cuando una persona que ha vivido con mucho regalo se presenta ante la puerta, San Pedro le pregunta cómo vivió en la tierra. Si este degustador de la vida le responde que anduvo por los países más hermosos, con pasos ligeros, como si tuviera alas en los pies; que poseyó y amó a todas las alegrías terrenales, San Pedro sonríe, y le continúa preguntando: ¿Ayudaste a tus prójimos a llevar sus cargas? ¿Sufriste por sus desgracias? ¿Sus penas y dolores pusieron también alas en tus pies? Si entonces la respuesta es No, los ojos de San Pedro se tornan severos, y dice: ¡Vuelve de nuevo a la tierra! Porque la mitad de tu gloria la dejaste allí. No puedes entrar en el cielo, si no tienes toda la gloria de la tierra.

Cuando un hombre con semblante austero y serio se acerca a la puerta del reino de los cielos, San Pedro le pregunta cómo vivió en la tierra. Y si este hombre de rostro severo le responde que cumplió con todos sus deberes y obligaciones personales y ayudó a los demás a llevar sus cargas, los ojos de San Pedro brillan, pero continúa preguntando: ¿Visitaste países hermosos como si volaras con alas llenas de alegría? ¿Tu alma reflejó el brillo de la felicidad que hallaste? ¿Pudiste jugar, pudiste sonreír? Si la respuesta es No, la frente clara de San Pedro se nubla y le dice: ¡Vuelve de nuevo a la tierra! Porque en ella dejaste la mitad de tu gloria. Y no puedes entrar en el reino de los cielos sin poseer toda la gloria.

Si, por último, llega un hombre que dice: Aprendí, sufriendo, que el significado de la vida es vivirla. Entonces San Pedro abre las dos puertas del cielo y le dice: Entra, vencedor de las penas y de los sufrimientos; entra en el reino de tu bienaventuranza“.

NOTA: Este discurso fue pronunciado por el desaparecido Luis Cobiella en un homenaje que se le rindió a Juan Régulo en Garafía. LA PALMA AHORA publica el texto en el marco de los actos conmemorativos del centenario del nacimiento del insigne profesor garafiano que han organizado el Ayuntamiento de Garafía y la Real Sociedad Cosmológica.

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