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La grieta en el muro del poder

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Ya se han iniciado las clases universitarias. A veces comienzo contando al alumnado una anécdota. Les digo que, en realidad, lo más subversivo que ha hecho el Derecho Internacional en toda su historia no ha sido articular Estados ni apaciguar guerras, sino algo mucho más silencioso y profundo: colocar en el centro al ser humano concreto, al individuo irrepetible, y hacer de su dignidad el límite y la medida de toda norma. Les hablo de ello como de una revolución jurídica sin épica, sin fechas heroicas, pero que cambió la naturaleza misma del Derecho: ya no solo como un armazón para sostener poderes, sino como una muralla para contenerlos. Empero, hoy esa revolución parece fatigada, como si pesara demasiado a quienes preferirían seguir gobernando sin trabas. Para ciertos poderes, esa centralidad del ser humano se ha vuelto una molestia; y, como quien abre una válvula en secreto, dejan escapar en el aire una toxicidad que se expande como un gas: el veneno racial, la pulsión de excluir, de reducir a algunos a presencias prescindibles.

Porque no es el Derecho (sobre todo con la base de los derechos humanos) en sí el que se deshumaniza, sino su aplicación, o más exactamente su deliberado incumplimiento, sobre todo por quienes lo invocan mientras lo vacían. Las normas siguen escritas; lo que se ha torcido es la voluntad de cumplirlas cuando estorban. Se las trata como un repertorio disponible, no como un límite. Así, quienes acumulan poder han aprendido a usar el Derecho como escenografía mientras actúan al margen de él. No es el Derecho el que olvida al ser humano, sino quienes lo administran como instrumento y no como contención.

Cada vez que las bombas pulverizan cuerpos en Gaza, los mismos Estados que redactaron normas para proteger a las personas no las hacen valer, sino que miden cuánto incumplimiento puede tolerarse sin que se resquebraje el equilibrio geoestratégico. Se habla de “contención”, de “desescalar”, de “preservar la estabilidad”, como si lo intolerable no fuese el acto mismo de aniquilar vidas, sino el riesgo de que esa aniquilación descomponga el tablero. Y de modo más sutil, pero no menos hiriente, cuando en nuestras calles crecen los discursos de odio, no se repara en quienes los soportan, sino en su potencial para perturbar el clima social o alterar la salud de la democracia. El sufrimiento real queda relegado; lo que importa es el mantenimiento de la superficie.

Algo similar ocurre con el drama de los menores no acompañados en Canarias, esos niños y adolescentes que han cruzado mares sin nadie que los proteja y a quienes, sin embargo, el poder político trata como una carga negociable. Durante meses, los gobiernos discuten cifras, cupos, competencias, y convierten su vulnerabilidad en materia de trueque. Se habla de “reparto de esfuerzos” con la frialdad con que se distribuyen mercancías, no vidas. Cada día que se aplaza un acuerdo, esos menores permanecen atrapados en centros saturados, invisibles, esperando que alguien los reconozca como lo que son: personas, no expedientes. El cinismo de ese retraso revela hasta qué punto el poder ha aprendido a diferir la humanidad cuando la humanidad incomoda.

Ese mismo poder que incumple sin rubor ha encontrado un aliado inadvertido pero eficaz: los discursos inhumanos que, bajo la palabrería brillante de ciertos influencers, adormecen a la gente. Mensajes envueltos en un tono de aparente lucidez y frescura, que van inoculando una desconfianza generalizada: en el derecho, en las instituciones, en cualquier principio que pretenda defender a alguien. Se fomenta la sospecha de que toda causa humanitaria es fingida, que toda denuncia es propaganda, que toda protección es hipocresía. Y así, mientras el poder actúa con creciente impunidad, quienes podrían resistirse a su deshumanización quedan paralizados por el cinismo aprendido, convencidos de que nada merece su fe.

Estos discursos no solo trivializan el dolor ajeno: lo presentan como materia de espectáculo, como ruido de fondo para entretenerse o indignarse brevemente antes de pasar a otra cosa. La crueldad se vuelve estética, el sufrimiento se disuelve en ironías, y poco a poco desaparece la idea de que hay vidas cuya protección no es opinable, sino imperativa. Quien ya no cree en nada, no defenderá a nadie; y eso es precisamente lo que el poder inhumano necesita: una ciudadanía descreída, fatigada, que haya sustituido la empatía por el escepticismo y el juicio por la sospecha.

Se ha vuelto costumbre saltar sobre las víctimas para calcular las consecuencias que su desgracia tendrá para el sistema, sin detenerse en la gravedad absoluta de cada vida truncada. Esa lógica perversa convierte la legalidad en una coartada: se la agita para legitimar actos y se la hace desaparecer cuando incomoda. Los poderosos se reservan el privilegio de incumplir, y al hacerlo arrastran a todos hacia un territorio donde la norma deja de proteger y se vuelve maleable. El incumplimiento, cuando lo cometen los fuertes, se reviste de realismo y prudencia; cuando lo cometen los débiles, se califica de crimen.

No es el Derecho el que carece de humanidad: son quienes lo aplican quienes lo despojan de ella al tratarlo como herramienta de sus designios. Bajo esa lógica, ninguna vida concreta puede hacer valer su singularidad frente a los intereses que deciden si su pérdida es asumible. Cada muerto en Gaza se registra como un dato en un balance estratégico; cada niño solo en Canarias como un problema logístico que conviene gestionar; cada agredido por el odio como un incidente que conviene contener antes de que erosione la estabilidad. La injusticia se mide por sus efectos sobre el sistema, no por el daño que inflige a quienes la padecen.

Humanizar no significa añadir solemnidades, sino hacer que el cumplimiento de las normas no pueda ceder ante la utilidad ni el cálculo. Significa que el poder renuncie a la prerrogativa de suspender el Derecho cuando le incomoda, y que entienda que ninguna estrategia compensa la pérdida de una sola vida. No basta con que existan tratados y tribunales; es preciso que quienes los invocan se sometan de verdad a ellos, también —y sobre todo— cuando hacerlo les perjudica. Solo entonces el Derecho dejará de ser una máscara del poder y podrá ser su límite.

Mientras eso no ocurra, seguirá sucediendo lo que hoy sucede: que las normas más nobles se proclaman mientras se consiente su violación, que se invoca la dignidad humana mientras se la pisotea sin consecuencias. Y cada muerte, cada niño olvidado, cada palabra venenosa disfrazada de un vocabulario hegemónico, seguirá minando la idea misma de humanidad. Pero incluso así, basta una sola mirada que se niegue a acostumbrarse, una sola voz que recuerde que ninguna vida es cifra, para que toda esa maquinaria empiece a agrietarse. Porque el poder puede imponerse, pero nunca puede reemplazar el valor absoluto de una vida cuando alguien está dispuesto a defenderla. Allí comienza la esperanza: en el gesto, por mínimo que parezca, de quien aún se atreve a mirar al ser humano como fin y no como obstáculo.

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