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La felicidad: límites jurídicos de una promesa contemporánea

Imagen de Mariah Carey en el Apple Music Special para Navidad 2020.

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La creciente deportivización de las motivaciones —y casi de las emociones— se hace especialmente visible en estas fechas navideñas, cuando incluso los sentimientos parecen orientarse al logro y al cumplimiento de expectativas socialmente prescritas. El interés se desplaza hacia la experiencia prometida, en detrimento del sujeto mismo, pese a que el discurso del llamado espíritu navideño invoca precisamente la centralidad de la persona y de su dignidad. Festines, luces y consumo operan como un velo complaciente frente a la persistencia de las guerras, las migraciones forzadas y la precariedad cotidiana: la felicidad se exhibe, pero no se comparte. En las mismas calles conviven escaparates colmados y cuerpos que piden abrigo, obligándonos a preguntarnos qué es exactamente aquello que se nos ofrece bajo el rótulo de 'espíritu navideño'.

Se nos dice que se trata de una invitación a la felicidad compartida, con un trasfondo inevitablemente religioso que habla de esperanza, nacimiento y salvación. Pero esa promesa convive sin demasiada incomodidad con la exhibición de una prosperidad radicalmente desigual y con una tristeza que no entra en campaña. La felicidad, así entendida, se convierte en una consigna selectiva: un bien escenificado que presupone silencios.

Tal vez por ello no resulte extraño que, en una época especialmente sensible a la distancia entre promesa y realidad, haya cobrado fuerza la idea de que la felicidad no debería ser solo un deseo privado o un consuelo íntimo, sino también un objeto de garantía pública. Se habla entonces de un supuesto derecho a la felicidad, presentado como culminación de una larga evolución de los derechos humanos: primero, la libertad frente al poder; después, las condiciones materiales de esa libertad; finalmente, la calidad misma de la vida, e incluso los derechos de la naturaleza y de otros seres vivos. No bastaría con vivir sin miedo ni con sobrevivir dignamente: habría que vivir bien, sentirse bien, estar bien. O, como recordó recientemente Javier Gomá en Murcia, “todos somos campeones en el querer desear”; cuestión distinta es su realización.

La lógica que sostiene esta propuesta es comprensible. Durante décadas se ha constatado que el crecimiento económico, por sí solo, no garantiza vidas satisfactorias. Se puede producir más y vivir peor; aumentar la riqueza colectiva y, al mismo tiempo, extender la precariedad, el desarraigo o la frustración. De ahí el interés por medir el bienestar subjetivo, complementar los indicadores económicos y orientar las políticas públicas no solo a la producción, sino también a la calidad de vida. Como diagnóstico y horizonte general de acción, todo ello resulta razonable.

El problema comienza cuando ese horizonte legítimo se traduce, sin mediaciones, al lenguaje de los derechos subjetivos. Un derecho no es una simple aspiración ni un ideal moral: es una relación normativa precisa que implica obligaciones imputables y exigibles. Decir que alguien tiene un derecho significa que otro —normalmente el Estado— está obligado a algo concreto. Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿a qué estaría obligado exactamente el Estado si existiera un derecho a la felicidad?

La dificultad se agrava porque la felicidad es un concepto inherentemente resbaladizo. A veces se la entiende como un estado psicológico: placer, satisfacción, ausencia de sufrimiento. Otras, como algo más exigente: una vida lograda, una existencia con sentido. En el primer caso, convertir la felicidad en derecho exigiría producir determinados estados vitales. Pero muchos de los bienes asociados a la felicidad son escasos o comparativos —riqueza, reconocimiento, éxito— y no pueden garantizarse universalmente sin vaciarse de contenido. Además, no todo lo que produce placer es legítimo si implica daño a otros. Un derecho que no puede satisfacerse universalmente deja de ser propiamente un derecho.

Si, en cambio, la felicidad se concibe como algo interno al sujeto —una actividad libre, una forma de vida elegida— el problema es distinto. Nadie puede ser feliz por otro. Ninguna institución puede amar, creer o decidir en lugar de las personas sin anular aquello mismo que pretende garantizar. El Estado puede, y debe, crear condiciones favorables: educación, seguridad, paz social, protección ambiental, reducción de desigualdades. Pero no puede transformar esas condiciones en felicidad sin invadir la esfera de la libertad personal. Exigir la felicidad como derecho sería pedir al Derecho que haga lo imposible o que se contradiga, máxime cuando —como recordaba Whitman— el ser humano es inmenso y contiene multitudes.

A menudo se intenta resolver este dilema formulando el derecho a la felicidad como un derecho a perseguirla. La expresión resulta atractiva, pero dice menos de lo que parece. La libertad para buscar la propia felicidad ya está protegida por los derechos fundamentales clásicos. Reunirlos bajo ese rótulo puede tener valor simbólico, pero no añade un contenido normativo nuevo. En el mejor de los casos, el supuesto derecho sería redundante.

Existe, además, una razón más profunda para desconfiar de esta juridificación de la felicidad. Cuando la felicidad se convierte en objetivo explícito de las políticas públicas, corre el riesgo de transformarse en imperativo. El malestar deja entonces de ser una posible señal de injusticia y pasa a interpretarse como un fallo individual: mala gestión emocional, falta de adaptación, incapacidad para aprovechar oportunidades. El sufrimiento se privatiza, la queja pierde legitimidad pública y la protesta se convierte en síntoma. Bajo una retórica amable de bienestar puede esconderse una forma sutil de despolitización.

Conviene recordar que el Derecho nació, ante todo, para responder al daño injusto, no para producir estados anímicos deseables. Puede impedir muchas formas de desgracia evitable; no puede —sin traicionarse— repartir felicidad. Tal vez porque la felicidad no es un estado permanente ni un resultado acumulable, sino un instante frágil y contingente, que no admite planificación ni garantía. Si esto es así, quizá la tarea pública no consista en prometer felicidad, sino en defender algo más modesto y, a la vez, más exigente: una serenidad que no clausure el conflicto, pero que mantenga abierta la posibilidad de porvenir.

Reconocer ese límite no es una renuncia, sino una forma de lucidez normativa y política. En estos días de luces, compras y promesas, convendría aceptar una verdad menos confortable: no todo lo que importa puede asegurarse por ley. Y precisamente por eso, aquello que el Derecho no puede garantizar exige todavía mayor responsabilidad ética y política.

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