Espacio de opinión de Canarias Ahora
Infancia y adolescencia en la era digital: entre la conexión y el riesgo
Vivimos en una era donde las pantallas han pasado de ser herramientas de apoyo a convertirse en mediadoras casi omnipotentes de la vida cotidiana. Para quienes crecen en este contexto —niñas, niños y adolescentes— el entorno digital no es un complemento: es el escenario central donde se socializan, construyen su identidad, exploran el mundo y buscan pertenecer. Y sin embargo, pocas veces nos detenemos a analizar con suficiente profundidad los riesgos estructurales que esto implica.
Las redes sociales, presentadas como espacios de libertad, creatividad y conexión, operan en realidad bajo lógicas profundamente mercantilistas. Son sistemas diseñados no para el bienestar, sino para la captación masiva de atención. Los algoritmos no “acompañan” a los usuarios: los arrastran, moldean su comportamiento, priorizan los contenidos más adictivos y generan dependencia emocional. Este diseño algorítmico —construido sin participación democrática ni enfoque de derechos— afecta de manera especialmente agresiva a los sectores más vulnerables: la infancia y la adolescencia.
Los datos y los testimonios clínicos coinciden: estamos ante un incremento sostenido de problemas de salud mental entre adolescentes, especialmente en relación con el uso intensivo de redes sociales. La ansiedad, la depresión, los trastornos alimentarios, los problemas de sueño, la dismorfia corporal o la autopercepción distorsionada son solo algunas de las consecuencias visibles. Y es que, para quienes están en proceso de construcción de identidad, la exposición constante a modelos de éxito inalcanzables, estéticas normativas y dinámicas de validación externa genera una presión inmensa. Ya no se trata solo de cómo eres, sino de cómo te ves, cómo te muestras y cómo eres percibido.
No podemos seguir abordando este problema como una cuestión de “mal uso individual” o de “falta de control parental”. Esa lectura simplista ignora la raíz estructural del problema. El diseño mismo de las plataformas está pensado para maximizar el tiempo de exposición, provocar emociones intensas, fomentar la comparación social y captar datos personales con fines comerciales. No se trata, por tanto, de un uso inadecuado por parte de los adolescentes, sino de un sistema que instrumentaliza sus vulnerabilidades para obtener beneficios.
Desde una mirada de derechos, la situación es aún más preocupante. Se está vulnerando sistemáticamente el derecho a la privacidad, a la salud, a la educación integral, al juego, a la participación segura y a una protección efectiva contra toda forma de violencia. Y todo ello con una escasa —o nula— regulación estatal. Mientras los gigantes tecnológicos operan con total impunidad, las instituciones públicas aún no han asumido su responsabilidad de garantizar marcos normativos adecuados, mecanismos de fiscalización eficaces y políticas públicas de prevención e intervención sostenidas.
Es fundamental que superemos la tendencia a depositar toda la responsabilidad en las familias, los centros educativos o en las y los propios adolescentes, como si el problema fuera únicamente de supervisión o uso inadecuado. Si bien las familias juegan un papel crucial —al ser quienes, en muchos casos, facilitan el acceso a los dispositivos y modelan los primeros hábitos digitales—, no pueden ni deben cargar solas con la tarea de protección. Lo que enfrentamos es un fallo sistémico que requiere respuestas estructurales. La solución no puede limitarse al ámbito doméstico ni a la buena voluntad individual; lo que se necesita con urgencia es una estrategia integral que combine medidas regulatorias, acciones educativas transformadoras, recursos comunitarios sólidos y un acceso real a la atención sanitaria especializada.
En primer lugar, el Estado debe intervenir con firmeza. Es imprescindible legislar para limitar la recopilación y comercialización de datos de menores, exigir transparencia en los algoritmos, y establecer sanciones proporcionales a las violaciones de derechos por parte de las plataformas. La autorregulación de las grandes tecnológicas ha demostrado ser tan cosmética como ineficaz. Necesitamos órganos de control independientes, presupuestos adecuados y políticas con enfoque de infancia y adolescencia.
En segundo lugar, debemos revisar el rol de la escuela como espacio protector y formador. La alfabetización digital crítica no puede seguir siendo una asignatura pendiente. Enseñar a utilizar un dispositivo no es suficiente: hay que educar para comprender el funcionamiento de las redes, identificar estrategias de manipulación emocional, reconocer discursos de odio o discriminación y fortalecer la identidad personal frente a los espejismos del mercado.
Igualmente crucial es recuperar y fortalecer los espacios presenciales de socialización. Actividades deportivas, culturales, artísticas o comunitarias deben dejar de ser consideradas “extraescolares” o “complementarias”: son, de hecho, esenciales. Ofrecen una experiencia de pertenencia, realización y vínculo que ninguna red social puede suplir. Invertir en estos espacios es una de las mejores formas de prevenir la dependencia digital y sus efectos asociados.
No puede faltar en esta estrategia el acceso universal y gratuito a servicios públicos de salud mental, especialmente adaptados a las necesidades de la infancia y la adolescencia. El bienestar emocional no es un lujo, ni un asunto privado: es un derecho y una condición de posibilidad para cualquier otro derecho.
Y, por supuesto, no podemos obviar que las violencias digitales tienen un impacto desigual. Las niñas, adolescentes racializadas, con discapacidad, pertenecientes al colectivo LGTBI+ o en situación de pobreza enfrentan una exposición mucho mayor a formas específicas de violencia: ciberacoso, hipersexualización, discriminación, grooming, entre otras. Por eso, cualquier enfoque de protección que aspire a ser eficaz debe incorporar una perspectiva interseccional que reconozca y atienda estas desigualdades.
La pregunta no es si los y las adolescentes “usan bien” o “mal” las redes sociales. La verdadera pregunta es: ¿qué clase de entorno hemos permitido construir? ¿Quiénes se benefician de esta arquitectura digital? ¿Y quiénes están pagando el precio?
Proteger a la infancia y la adolescencia en la era digital no es un acto nostálgico ni una postura conservadora. Es un imperativo ético, político y social. Si no actuamos con determinación, corremos el riesgo de que una generación entera crezca creyendo que su valor depende del número de seguidores, que su intimidad es moneda de cambio y que el sufrimiento emocional es una condición normal de estar conectado.
No se trata de desconectar a las y los jóvenes del mundo. Se trata de reconstruir un mundo —también digital— donde puedan crecer libres, seguros y plenos. Y ese mundo, ahora mismo, está por hacer.
Sobre este blog
Espacio de opinión de Canarias Ahora
0