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Terminaré hablando de Robert Redford

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Yo creo que los aspirantes a dictadores deberían ser más sutiles. Si quieren tener éxito deberían restringir las libertades poco a poco sin que se note, “de a pocos”, como en aquel sketch de José Mota en el que se desplazaba centímetro a centímetro la frontera con Portugal con el objetivo de ampliar nuestro país. Si fueran más inteligentes y más sutiles, cuando finalmente nos encontremos inmersos en una dictadura no nos habremos dado ni cuenta. Pero no lo son, su arrogancia no les permite tales sutilezas porque se creen en posesión de la verdad. Por eso Trump ha conseguido cancelar el programa de Jimmy Kimmel, porque es un narcisista con espíritu de dictador, un arrogante niño rico a pesar de ser un septuagenario.

Podríamos decir lo mismo de la maldad. La maldad en letras grandes, en toda su plenitud. La dictadura también forma parte de ella, pero ésta puede ser incluso opinable en materia de intenciones, al fin y al cabo todo se puede defender desde la flexible oratoria. Pero, ¿la maldad? Entendiendo por ésta una total falta de empatía y por tanto, una total deshumanización… ahí deberíamos tener un consenso.

Permítaseme la osadía de dictaminar que lo concerniente a la auténtica maldad no es materia de opinión. Pienso en ese ministro israelí que se reía hablando de la reconstrucción de Gaza. Y pienso en Ayuso y en Almeida. Y creo que a pesar de las apariencias, lo de estos dos es aún peor. Porque de un fanático sectario y racista no espero nada pero de dos personas que pasaban por normales… Una empezó dándole pizzas de Telepizza a los niños sin recursos en pandemia, ahora felicita al equipo ciclista israelí; una provocación en toda regla y un evidente posicionamiento. El otro le dio una medalla a la comunidad judía de la ciudad y ahora dice que lo que ocurre en Gaza no es un genocidio. Quizá esta barbarie no sea un genocidio (aunque yo opine que lo es) pero poco importa. Porque lo que importa es lo que está detrás de sus palabras. Pues las personas de bien (muchísimas de ellas judías), a las que les duele el alma esta matanza, no cuestionarían en público dicha denominación porque eso te posiciona moralmente. Poco importa si lo que está perpetrando el ejército de Israel se ajuste al significado pleno del término, eso ya se dictaminará cuando proceda. Lo que sí importa es lo que revela sobre ti cuando sales a la palestra para defender enérgicamente que aquello no lo es. Me importa una mierda cómo lo llamen, porque lo que es evidente, sobre todo al presenciar la repulsiva risa de aquel ministro, es que poco le importa a ese gobierno la vida de los palestinos. Hace años, una amiga, tras ver juntos La lista de Schindler, me dijo que para los nazis los judíos no eran personas, no las consideraban como tales y por eso los trataron así. Esto creo que es lo que está ocurriendo ahora con los miembros del gobierno ultraderechista de Netanyahu: los palestinos no son personas para ellos.

Y sí, terminaré hablando de Robert Redford en lo que parece una gigantesca pirueta narrativa. Ha muerto este guapísimo y carismático actor; además de interesantísimo director, creador de un gran festival y reconocido medioambientalista. Se ha ido con ochenta y nueve años, lo cual no está nada mal. Vivió en un país con un enorme grado de libertad (con todas las precisiones que podamos hacer) y en un próspero estado de bienestar (con todos su matices, pero ya nos entendemos). Nació en 1936, fue joven en los cincuenta (ya hemos visto Estados Unidos en esa época en las películas), se hizo una estrella en los sesenta. Dios mío, fue partícipe del cine norteamericano de los setenta, una de las mejores etapas históricas de su cine. Dirigió y ganó un Óscar como director con la fantástica Gente corriente en los ochenta. Viajó, tuvo éxito, ganó mucho dinero, fue el tipo más guapo del mundo. También vivió la tragedia (la muerte de dos hijos) pero eso no le hundió. En fin, no parece, viendo el mundo en el que estamos y con escasa esperanza para los años venideros gracias a la insoportable locura tecnológica, que haya sido un mal momento para irse, tras una vida larga y provechosa. Perdonen el pesimismo.

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