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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Ocho de once (jueves)

Ocho de once (jueves)

Román Delgado

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Aquel jueves fue un día cualquiera de jueves ajeno a la cuarentena esta del carajo y muy lejano de lo que ahora nos ha tocado vivir jornada tras jornada, con mis ocios domésticos y mis manías domésticas, y con mi caja de garabatos y lo que atrapo desde ambos ventanales. Esto por fortuna también.

Aquel jueves arrancaba con la moto, con la 125 centímetros cúbicos de gases, parada previa donde Andrés, mochila adentro junto al casco, seguro ya se me había quedado algo olvidado en el undécimo, cortado largo, charla ajustada al amigo, ni prensa ni tele ni la madre que parió, el pesado de Eduardo con rodeo hasta que lo invito a un chupito mañanero de algo que da igual y venga la cuenta que arranco que no me queda más remedio y abajo ya estaba con el inicio de eso que llaman trabajo.

Lo que podía pasar en el búnker mejor no lo cuento porque es multisectorial, muy difícil de concretar en media de docena de palabras o algo así. Solía ser, que ahora estoy con el teletrabajo, algo tremendo, un corre para un lado y para otro, chupar silla y vivir ajustado a la mejor o peor velocidad de la conexión a internet. Siempre con llamadas modernas precedidas de sonidos violentos e irritantes de teléfonos cascados.

Todo no era una locura, sino que el desenfreno laboral, como las escaleras, permitía fondear en algunos descansillos con amigos más que jefes y colegas de trabajo más que enemigos. Esto era lo mejor, aunque se engordaba mucho, y es literal. Bien mirado, no sé que decir: quizá ahora esa preocupación, sumido en el encierro, también se haya convertido en algo con crecimiento exponencial y gráfico logarítmico. Sigo esperando a ver cuándo baja la curva y se aplana de una maldita vez. Si se aplana no hace falta que sea con tableta de chocolate, no, qué va, sino que me conformo con una llanura que ofrezca la verticalidad perfecta si miro como capté ayer al entretenido que cruzaba el barranco hablando por teléfono y al que yo programé darle un buen susto en la esquina. Qué personaje. En estos ocho de once días me he empeñado en ver personajes y personajillos. Y gracias a estas obsesiones, que si no ya habría sido uno de los miles multados.

Aquel jueves yo terminaba a las tantas, pero con una sonrisa fácil. Arrancaba otra vez la moto y con ella arrancaba hasta el barrio de Duggi. No siempre, que a veces antes iba a la posada cercana a por vinos y me hacía con una buena botella o con varias. Cada uno tiene sus manías y practica el shopping como le viene en gana. A veces, esos mismos jueves paraba la moto por detrás del Guimerá e iba al chino de los aguacates. Quién lo diría ahora. Allí a por buena fruta, buena verdura y buen surtido de chocolates exóticos, de los que se hacen con cacao.

En esos minitrayectos con moto llena de pringue calimoso disfrutaba pensando en la tarde noche y en el manjar de la cena con charla, incluso con programa de Andreu Buenafuente al fondo. Eso ha terminado. Y es obvio, pero yo no me resisto a volver a tirar de arranque para arrancar a ver a Andrés y luego desde ahí arrancar adonde el curro y entonces todo lo demás que ya les conté y no quiero repetir, que estoy triste muy triste aunque no se me note.

Les digo por qué: todo mi universo se ha desmoronado, el que he construido estos ocho días de once, con explicación este 26 de marzo de 2020. Todo se ha desplomado como lo previsto para los bloques de Las Chumberas o como el puente viejo del barranco de Santos a su paso por Duggi.

Hoy el día ha sido plano, seco, árido, frío, anticiclónico. Aquí no se ha movido nadie que yo haya podido ver desde mis únicas posiciones sur y oeste y esta es la confirmación de que la gente ha cogido más fundamento o fuera te cae una multa en menos de nada y te joden vivo y además sin trabajo. Creo que hay que quedarse en casa, sin duda, pero yo acabo de ver una bolsa de residuos para el contenedor amarillo que creo que no me va a quedar más remedio que tener que depositar en su sitio comunitario. Va a ser la única caída a la calle de hoy, a la atmósfera recuperada por el freno forzado a tanta polución.

En nada, en esa bolsa ecológica que almacena los envases en casa no cabrá un trasto más y será el momento de salir con el salvoconducto que hoy en día me da la oportunidad de recordar que fuera estaba el Veracruz, el bar de Andrés, la plaza, que sigue sobria como nunca, y un par de símbolos más, por ejemplo el chorro. Poco a poco los voy borrando de la memoria.

Puede parecer que estoy hasta los bolingos de escuchar partes informativos repetidos en radios que solo dan sumas de positivos Covid-19, puede parecerlo, y lo entiendo. Pero tengan en cuenta que no es así: es mucho peor que eso. No solo estoy hasta los teides sino que me quedan tres días más de la primera cuarentena para seguir estando hasta los teides con evolución exponencial prevista.

Lo que hay que ver. Ah, y ya saben, y perdonen que insista, que meta el dedo en la llaga, que no deje de fastidiar…, pero la que inicialmente podía ser la cuarentena, la única, ya es, y bien que lo saben ustedes, la primera cuarentena, lo que inevitablemente conduce al menos a una segunda, y esto sin saber si será segunda y final. Ay mi madre… ¡Fuerte lío! Muchos, y me incluyo, no habíamos visto cosa igual. Ni mínimamente parecida. A muchos les escucho decir ahora con desconsuelo que esto es histórico, que no lo va a vivir cualquier. La madre que los parió.

Estoy desolado. Se me ha caído el castillo de arena que había montado y no sé muy bien qué hacer. Miro al barranco, solo banderas y acantilado; piscina aborrecida, hotel quieto. Salgo de ese encuadre con ilusión y camino hacia la vista sur y no se crean ustedes que la cosa cambia. La mujer del duodécimo hoy no ha aparecido en su terraza-azotea y la echo mucho de menos. Qué le habrá pasado: trabajo, tele, serie, cuestiones de amor, desolación, aburrimiento, una corriente de aire… Tanto deporte no puede ser bueno. Ya sé lo que le pasó: de tantas vueltas en 30 metros cuadrados, esto y la altura, se ha agarrado un colocón; un mareo, quiero decir. No lo sé, que los servicios médicos ni se han acercado. Lo cierto es que a mí me ha complicado la vida; me ha hecho un destrozo. En fin, qué se le va a hacer.

Aquel jueves no siempre llegaba a casa tras arrancar del trabajo y aproximarme a Duggi, sino que también arrancaba la caña para ir al encuentro de otras cosas emocionantes, mucho más que la microscópica alegría actual de bajar la basura: residuos domésticos bien separados en casa e introducidos después en cajones grandes de colores arrimados a la vía urbana.

Lo de que el confinamiento se ha pronunciado y cada vez es más extremo resulta evidente. A las pruebas me remito: el maquinista de la pica-pica ha parado a su bestia empecinada en desmontar y alisar el lecho del barranco. Qué coño hacía la pica-pica metida ahí abajo. Nadie se lo explica, ya no solo en el edificio, sino incluso en todo el barrio.

Me he quedado sin mis muñecos preferidos en esta serie de once de once y veo como a tres días para cerrar el ciclo tengo que sacar fuerzas de donde ya escasean y levantar un proyecto que poco a poco percibo que se me escapa de las manos. Intento evitar el desastre, pero la caída es hacia el abismo, y no por la fuerza de la gravedad: por la maldita primera cuarentena. Qué será de mí con la segunda (y última).

Voy a dejarlo. Voy a soltar la guataca a un lado y me voy a dedicar a pescar desde el undécimo en el lago junto a la cascada. Voy a hacerlo ya, incluso de noche y con foco (¿esto está permitido, verdad?, ¿quizá lo prohíbe el decreto de estado de alarma?), que hace nada vi desde el ventanal oeste que el lago se está quedando sin agua. Ya no tiene casi agua. ¡No llueve! Todo se me pone muy difícil, pero resistiré. Resistiré junto a ustedes y con ustedes.

Sigue sin llover en la ciudad por mucho que asomen nubes que simulan traer el agua de la alegría. El día hoy se ha mostrado gris en todas sus horas y ya la luz se pierde por el oeste. Se va a otro sitios. No estoy mal pero no estoy bien. Soy feliz pero no muy feliz. Soy uno de los secuestrados, pero no el peor de los secuestrados. Soy un secuestrado que desde aquí intento levantar una carcajada: risas como las que el amigo Jorge estos días reafirma en mensajes abiertos a las redes sociales.

Aquel jueves a veces me salían días peores que este jueves malo de hoy. También tenía que decirlo.

Salud con ocaso anaranjado de fondo, en las montañas de Anaga, detrás de esa inmensidad verde y dominante, detrás de esa silueta en la que solo alcanzo a leer la palabra futuro.

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