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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Idiota

Jorge Villasol

El filólogo alemán Werner Jaeger cuenta que en la Atenas del siglo VI antes de nuestra era se comenzó a establecer la distinción entre dos espacios en la vida del ciudadano: el de lo particular, lo privado, lo que es propio (ἴδιον, ídion), y el de lo que es de todos, lo público, lo común (κοινόν, koinón). Es decir, el ciudadano es más o menos «idiota» (ἰδιώτης, idiótes) en la medida en que se centre en su felicidad particular, en sus asuntos privados, y se desentienda del bien común, de los asuntos públicos que a todos conciernen. Se pensaba que, por salud democrática, era tan necesario que el ciudadano poseyera y desarrollara sus destrezas e intereses personales, como que ejercitara una virtud general ciudadana que le conectara con los demás.

Pero no tema, amigo lector, no me voy a disfrazar de politólogo agorero para comparar la democracia ateniense con la actual. Mi propósito es mucho más trivial: lo que me interesa es rehabilitar y reivindicar una palabra. Porque a partir de los hermosos cimientos helénicos de lo «idiota», hemos construido un edificio destartalado: idiota es en español un simple insulto y, por si fuera poco, uno banal, sin fuste. Esta cochambrosa obra de arquitectura lingüística exige una demolición controlada.

Si no perdemos de vista su etimología (y a ese mástil me ataré hasta el final), el idiota es el que, atiborrado de sí, se desentiende rumbosamente de lo común, es el egoísta sin tasa, el individualista enloquecido. Como es lógico, la idiotez admite gradación: se puede ser idiota en unos ámbitos y en otros no, a tiempo parcial o a jornada completa. Por eso intuyo que todos, en mayor o menor medida, somos idiotas. Y aunque es muy cierto que el idiota parece un individuo muy siglo XX –y todavía más siglo XXI–, el número de idiotas se distribuye con exquisita equidad en todas las épocas, países y clases sociales. Ahora bien, no todos los idiotas tienen idéntico poder destructor, pues eso dependerá esencialmente de su espacio de influencia: así, un presidente de Gobierno idiota es mortífero, por la sencilla razón de que sólo buscará el beneficio de una minoría a costa de la mayoría.

El idiota es un ser intermedio entre el estúpido y el malvado. El estúpido es irracional y, al no tener patrones de conducta regulares, es impredecible; en su caótico proceder fastidia a los demás y también a sí mismo. El comportamiento del malvado, en cambio, sí es previsible porque opera pérfida pero racionalmente; siempre obtiene sus beneficios perjudicando a los demás. El idiota sólo es racional en parte, pues su egoísmo suele ser puramente pasional, lo que le lleva a cometer errores de cálculo. Por eso el idiota, como el estúpido, se puede bastar a sí mismo para arruinar su vida y la de los demás. ¿Es idiota aquel que encuentra el placer chapoteando en su miseria si con eso multiplica el beneficio común? No, en todo caso es un idiota invertido. ¿Y es idiota el que para procurarse una ganancia ayuda a los demás? ¡En absoluto! Si todos los idiotas fueran así, nuestro planeta sería el paraíso y el neoliberalismo nunca hubiera existido.

Idiota es el que, cegado por sus intereses, cree que (se) debe competir y batallar contra todo(s) para provecho propio. El que considera que los demás existen únicamente como medios para conseguir sus fines. Es el yonqui de la competitividad. Por eso el idiota es enemigo incansable de la justicia, la igualdad y la democracia (que paradójicamente es la única forma de gobierno que permite al ciudadano elegir a un idiota como presidente y así perpetuar ad infinitum la idiotez en el poder).

El idiota es el que, en cuanto siente la tenue brisa de la crítica, sentencia huracanado «es que yo soy así», ¡como si, para nuestra suerte, pudiera ser otro! El idiota, ya borracho de sí, se embriaga aún más cuando va «con la verdad por delante», ignorando que si convirtiéramos esa máxima en imperativo categórico kantiano, la vida en sociedad sería aún más insoportable de lo que ya es. Porque la espontaneidad o la naturalidad pueden ser valiosas, pero sólo los idiotas las superponen al respeto, la nobleza o la fraternidad.

Debemos recuperar la idea que en la Grecia clásica se tenía sobre la preocupación por uno mismo: no la zafia preocupación actual por el propio bienestar, sino la preocupación por ser consciente de lo que uno es realmente, por conocerse por medio de la razón. Y el autoexamen, el interminable trabajo de conocerse, es lo más alejado que hay del egoísmo idiota, pues uno se conoce, y sobre todo es, gracias a los otros. Ya lo advertía Séneca: «No puede vivir felizmente aquel que sólo se contempla a sí mismo, que lo refiere todo a su propio provecho: has de vivir para el prójimo si quieres vivir para ti».

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