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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿Todo por el pueblo?

Manuel Corbera

Hace casi cinco años, el 15 de mayo de 2011, la ocupación de las plazas en casi todas las ciudades del Estado puso en evidencia las grietas que el llamado régimen del 78 presentaba en su permanentemente maquillada fachada. La crisis del neoliberalismo descubrió la auténtica naturaleza de los partidos del bipartidismo (PP y PSOE), títeres al servicio de los mercados y de las instituciones internacionales capitalistas (FMI, BM, UE). Descubrieron que mientras los gobiernos convertían la deuda de los bancos en deuda pública e imponían políticas austeridad y privatizaciones de servicios públicos para dar confianza a los mercados financieros, el paro seguía su carrera desbocada, la reforma laboral precarizaba el empleo y los escándalos de corrupción se convertían  en un agravio intolerable para una ciudadanía cada vez más empobrecida y una juventud sin futuro. Los gritos atronadores de “¡lo llaman democracia y no lo es!” y  “¡no nos representan!” preocupó e incluso atemorizó, sin duda, a estos partidos que creían su futuro asegurado sine die.

Fue la Constitución del 78 la que ofreció el marco electoral que garantizaba la alternancia de los grandes partidos del régimen de la transición. El artículo 68 estableció la circunscripción por provincias, otorgando a cada una un número inicial de diputados y diputadas, ampliable después según la población. La aplicación de la Ley d’Hondt apuntaló la ventaja de los grandes partidos a la vez que penalizó definitivamente a los pequeños, haciendo además muy difícil que nuevos partidos que no hubiesen participado en el pacto constitucional tuviesen posibilidades de obtener resultados importantes en las urnas.

Por otro lado, la Constitución del 78 aseguró un marco ideológico e institucional que conservaba herencias del nacionalcatolicismo franquista, sobre todo en materia religiosa y nacional. El nuevo Estado no nació laico, sino aconfesional; una fórmula ambigua que escondía en realidad un Estado decididamente católico en el que el poder de la Iglesia no ha dejado nunca de manifestarse: las sentencias contra Rita Maestre y la Procesión del Coño Insumiso nos lo han venido a recordar recientemente (¿acaso un supuesto agravio al Islam hubiese acarreado sentencias semejantes?), pero sus reacciones contra el divorcio, la homosexualidad, los anticonceptivos y, sobre todo el aborto, han marcado la historia de las últimas décadas. La situación hoy conseguida en alguno de estos terrenos ha sido el resultado de muchas y duras luchas, que, sin embargo, no han socavado aún su poder en el terreno educativo, desde la que ejerce un destacado papel de adoctrinamiento favorecido por las ayudas concertadas desde el Estado.

Además, la Constitución del 78 reconoció la indisoluble unidad de la patria y de la nación española (de la que el ejército franquista se sentía garante). Instauró un Estado centralista, con reconocimiento de autonomías que reciben las competencias por cesión del Estado. La fórmula del “café para todos” que reconoció 17 autonomías en pie de igualdad, ignoró las diferencias de sentimientos identitarios, de experiencia histórica y de expectativas nacionales de los distintos pueblos. En el terreno institucional, la monarquía continuadora del franquismo no fue cuestionada y el ejército conservó buena parte de sus privilegios.

La aceptación de tales herencias ilegítimas del franquismo siempre fue justificada por las circunstancias que rodearon a la elaboración de la Carta Magna. Circunstancias calificadas de delicadas porque la transición discurría bajo una continua amenaza de involución. Fuese o no real dicho peligro –en una contexto de fuerte movilización social– lo cierto es que los partidos de izquierda (calificativo que aún se aplicaba al PSOE, pero que estaba representada sobre todo por el PCE) cedieron en sus pretensiones y acabaron renunciando a exigir una democratización más profunda.

Después de todo, la Constitución tenía otros muchos aspectos positivos. El Título I recoge los derechos fundamentales de los españoles extraídos en buena parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: libertades, derechos, garantías... Pero también es verdad que una serie de derechos sociales –como el derecho al trabajo, a la vivienda, a la seguridad social, a la educación y la sanidad– fueron separados de los derechos fundamentales en capítulo aparte (a petición de Adolfo Suárez), haciendo que fueran interpretados como “no fundamentales” y quedasen por ello menos garantizados.

La ciudadanía se vio absolutamente privada de una participación que le permitiese decir qué es lo que quería, qué tipo de Estado, qué instituciones democráticas debían crearse y cuáles de las heredadas debían eliminarse, qué derechos debían ser fundamentales. La Constitución que parieron los padres designados para la labor tampoco contemplaba canales de participación ciudadana. Respondía al modelo de democracia representativa en la que los ciudadanos y ciudadanas votaban cada cuatro años a sus representantes y los soportaban (cumpliesen o no sus promesas) durante ese período.

La única prerrogativa que se otorgó al pueblo fue la aprobación o rechazo del texto completo mediante referéndum (¿Aprueba el proyecto de Constitución? Sí o no). El hecho de que fuera el rey, mediante Real Decreto (2560/1978 de 3 de noviembre), quien sometiese a referéndum el proyecto de Constitución (en el que se aceptaba la monarquía como forma de Estado), lo dice ya casi todo.

De igual manera la participación de la ciudadanía quedaba excluida en un proceso de reforma constitucional. Esta tiene que ser aprobada por tres quintos de los votos de cada Cámara, o al menos por la mayoría absoluta del Senado y dos tercios del Congreso. Solo al final, una vez aprobada por diputados y senadores, podrá ser sometida a referéndum si lo solicita al menos el diez por ciento de los miembros de cualquiera de las Cámaras. Ninguna de las dos reformas que se han producido han necesitado la consulta, y, desde luego, no ha sido porque no fueran reformas de calado, sobre todo en el caso de la segunda.

La primera se produjo en 1992 para ajustar la Constitución a los acuerdos adoptados en Maastricht, y solo afectó al derecho de los ciudadanos y ciudadanas de los estados de la Unión a ser candidatos en los países en los que residían. La segunda ha sido reciente y mucho más importante, ya que afecta a las condiciones de vida de la ciudadanía. Se trata de la reforma del artículo 135 aprobada en el 2011 mediante un pacto entre el PP y el PSOE (316 votos a favor), que otorga prioridad a la deuda sobre las necesidades sociales.

Esta segunda reforma se enmarca, en todo caso, en lo que Gerardo Pisarello ha llamado “golpes deconstituyentes” y Miguel Romero “el proceso constituyente de la derecha”, que en realidad incluyen sucesivos ataques a las partes más sociales de la Constitución. Responde al auge internacional del neoliberalismo que desde hace ya casi cuatro décadas ha impuesto la hegemonía absoluta del mercado (lex mercatoria) y arrinconado o transformado las instituciones de Bretton Woods y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, penetrando en la Unión Europea mediante los tratados de Maastricht, Lisboa, el Pacto Fiscal y la política monetaria y de austeridad.

En el caso español la reforma del artículo 135 convierte definitivamente en papel mojado el capítulo de derechos sociales “no fundamentales”. Pero, además, los últimos gobiernos –y sobre todo el del PP– han vulnerado los derechos y libertades fundamentales al reprimir las legitimas protestas de las clases populares contra las medidas “austericidas” (como se las denomina ya en la calle), la reforma laboral, los desahucios y la privatización de los servicios públicos y sectores estratégicos. Incluso han introducido nueva legislación que los quebranta, como sucede con la Ley de Seguridad Ciudadana (la Ley Mordaza) y de la Reforma del Código Penal que atentan contra la libertad de expresión y el derecho de manifestación, que otorgan un poder excesivo a la policía y reducen las garantías ciudadanas.

Todo ello no es más que una reacción a la manifiesta crisis del régimen, como se señalaba más arriba. Los desajustes de la Constitución del 78 se revelan tanto en las aspiraciones populares como en las prácticas que exigen las élites financieras neoliberales. Los partidos del régimen no parecen aún estar de acuerdo en cómo cerrar esta crisis que evidencia las debilidades y contradicciones de la Carta Magna.

El PP se atrinchera, no quiere oír hablar de reforma constitucional al tiempo que dirige certeros golpes deconstituyentes sobre los contenidos más sociales y democráticos. El PSOE propone una reforma en la que los derechos sociales pasasen a formar parte de los fundamentales, se contemplase la igualdad de hombres y mujeres en la sucesión de la Corona, ciertos cambios en el sistema electoral y una reforma federal que recogiera aspectos de países europeos federales (como Alemania o Austria, que por cierto son uninacionales). Por su parte Ciudadanos plantea reformas cinco aspectos: la supresión de los aforamientos, la reducción de exigencias para permitir iniciativas legislativas populares, la despolitización de la justicia, la supresión de las diputaciones y la limitación del mandato para el presidente del Gobierno a ocho años.

Desde la izquierda, Podemos cambió –poco antes de las elecciones– el discurso que mantuvo Pablo Iglesias al ponerse al frente de la dirección del partido, en el que sostenía que uno de sus objetivos era romper el candado del régimen heredado de la transición e impulsar un proceso constituyente, sustituyéndolo por el de una reforma que incluiría el cambio de la ley electoral, la garantía de independencia de la Justicia, la inclusión de los derechos sociales (trabajo, vivienda, educación, sanidad) entre los derechos fundamentales, la lucha contra la corrupción y prohibición de las puertas giratorias y la resolución democrática de la cuestión nacional. Tan solo Unidad Popular-Izquierda Unida abogó por un proceso constituyente en el que cabría la participación ciudadana.

Llegados a este punto es necesario aclarar que debemos entender por proceso constituyente. En primer lugar se trataría de un proceso rupturista, que no acepta la filosofía que inspiró Constitución del 78 ni los procedimientos que prevé para su reforma. No quiere eso decir que rechace todos sus contenidos, sino que los aceptables tendrían que incorporarse a un un nuevo texto en cuya elaboración participaría –en la forma en que se decidiese– la ciudadanía. En algún momento de dicho proceso de discusión se tendría que convocar una Asamblea Constituyente, que sería la única institución que legítimamente podría aprobarla.

Ciertamente para muchas y muchos todo eso se encuentra hoy fuera de nuestro alcance. Después de todo, cada Constitución refleja una correlación de fuerzas entre el poder de las élites y el contrapoder popular. Sin embargo, el abrir espacios que impulsen procesos constituyentes ofrece varias ventajas. La primera e indudable es la de crear un lugar de confluencia no solo de partidos de izquierda (Podemos e Izquierda Unida, que ya tienen propuestas políticas al respecto), sino también de movimientos, mareas y de toda manifestación de contrapoder individual u organizada. La segunda facilitar la politización de la sociedad al entrar en contacto con debates esenciales para sus condiciones de vida: el modelo de Estado, el modelo de democracia, sus libertades y derechos fundamentales, las formas de fiscalidad, las prioridades presupuestarias, los sectores estratégicos que deben preservarse como públicos, la participación en las instituciones internacionales, etc, etc.

En definitiva, se trataría de abrir un proceso en el que la ciudadanía recuperase la política con mayúsculas, en el que hiciese política sin intermediarios, y en el que se garantizase el marco para intervenir en la elaboración de las leyes fundamentales y para controlar a sus representantes en el futuro.

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