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¿Para cuándo la retirada del tratado UE-Turquía sobre refugiados?
Cuando el 18 de marzo se firmó el tratado de la Unión Europea con Turquía que externalizaba el “problema” europeo de los refugiados al país eurasiático, fuimos muchos los que denunciamos que se trataba de una política cobarde, vergonzosa e irresponsable, que eludía las responsabilidades que la UE tenía con la comunidad internacional, que se saltaba su propia legalidad y todos los compromisos adquiridos a nivel mundial: la Carta Europea de Derechos Fundamentales, la Convención de Ginebra, el Convenio Europeo de Derechos Humanos y se infringe el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nos uníamos en esa denuncia a voces de gran peso, como ACNUR, la ONU o Amnistía Internacional. Nada de eso les importó. Por 6.000 millones de euros, la liberación de los visados a los ciudadanos turcos y algunas promesas sobre la aceleración de las negociaciones para su incorporación a la UE, Turquía controlaría la afluencia de emigrantes desde sus fronteras y recibiría repatriados a todas las personas que consiguiesen pasar. El argumento central fue que Turquía era “un tercer país seguro”.
Sin embargo, ya estaba claro entonces, para cualquiera que quisiera verlo, que Turquía no era un país seguro. Para empezar no cumplía los estándares mínimos que deberían haber sido exigidos: nunca subscribió el Protocolo I de la Convención de Ginebra, que se refiere precisamente a la protección de víctimas de conflictos internacionales armados, y no aplicaba la legislación internacional en materia de estatuto del refugiado. De ahí que su generosidad en la acogida (en torno a los tres millones) no se correspondía con las garantías de derechos (humanos y civiles) de las personas recibidas. La mayor parte quedaban a su suerte, debiendo procurarse su subsistencia en condiciones penosas, que no excluyían la explotación infantil de cuyo trabajo dependen a veces familias enteras (como denunció Amnistía Internacional en abril). Todo eso se sabía y se sabe; pero qué importancia podía tener entonces, en una situación “tan apremiante” como la que se representaba la UE ante la “crisis migratoria”; para eso se les pagaba esa elevada suma; era más fácil confiar en que la empleasen bien y cumpliesen sus promesas de introducir algunas reformas en su legislación; lo esencial es que liberasen la presión de sus fronteras, aunque ello supusiera mirar para otro lado.
Los efectos de la firma del tratado se dejaron notar casi de forma inmediata en lo que se refiere a la afluencia de refugiados, que pasaron de miles de personas al día a menos de 50. Ello hace pensar que Turquía cumplió bien su compromiso en torno a la vigilancia de salidas, que complementó con restricciones de acogida y con la repatriación de sirios (difícil de calcular pero acreditada por cientos, según documento de John Dalhuisen director para Europa y Asía Central de Amnistía Internacional). Menos éxito tuvieron las devoluciones desde Grecia. En Lesbos, Chios y otras islas próximas a Turquía esperan aún hoy este destino unas 8.500 personas. Por ahora han sido devueltos menos de 500 y ninguna desde junio. Debemos agradecer esta lentitud tanto a dificultades organizativas como al papel de los jueces que han paralizado numerosas “órdenes de traslado” dando la razón a los abogados de las organizaciones civiles que están interviniendo y que argumentan, fundamentalmente, las condiciones de inseguridad de Turquía.
El golpe del 15 de julio y, sobre todo las medidas represivas que ha impuesto Erdogán como reacción, convierten esa condición de inseguridad en indiscutible. La represión ha sido fulminante: el día 18 de julio había ya 8.660 detenidos (6.000 militares, 100 policías, 755 jueces y fiscales y 650 civiles), casi 50.000 destituidos (unos 36.000 profesores, más de 1.500 decanos de facultades, más de 2.700 jueces y casi 10.000 funcionarios de distintos cuerpos); medidas excepcionales como la prohibición de viajar al extranjero, suspensión de vacaciones de funcionarios, retirada de licencia a 24 medios de comunicación, y la posibilidad de restauración de la pena de muerte. Además, desde el 21 de julio se instauró el estado de emergencia, que entre otras cosas supone: la ampliación de poderes del ejecutivo; la posibilidad de prohibición de cualquier periódico, revista o libro por los gobernadores provinciales nombrados por el gobierno central; la restricción del derecho de reunión y manifestación; autorización a disparar a las fuerzas de seguridad en caso de no ser obedecidas, y ampliación del tiempo en que se puede estar detenido sin comparecer ante el juez. El estado de emergencia, que en principio se prevé para tres meses, podría ser ampliado otros cuatro o sine die en caso de que el ejecutivo considere que el peligro continúa.
Tras conocerse la noticia del golpe la UE se apresuró a condenarlo y mantuvo cierto silencio ante las primeras reacciones represivas. Su preocupación por el futuro del tratado se manifestó enseguida. El 18 de julio, en plena orgía represiva, Margaritas Schinas portavoz de la Comisión pedía públicamente a Turquía que cumpliese con todos los compromisos adquiridos en el tratado. Y el 2 de agosto la portavoz del ejecutivo comunitario Mina Andrea, cuando se le preguntó si se contemplaba un plan B en caso de que dicho tratado se rompiese, respondió aún sin un resquicio de duda que sólo se tenía un plan A, es decir, el cumplimiento del tratado, y lo justificaba con estas increíbles palabras: “El marco legal turco sobre protección internacional y las garantías dadas por las autoridades turcas en relación al trato de nacionales sirios y no sirios retornados de Grecia a Turquía todavía pueden considerarse protección suficiente. Por ahora la Comisión no tiene ninguna indicación de que sea lo contrario y por tanto Turquía todavía puede considerarse como tercer país seguro”.
La Comisión Europea -no puede entenderse de otro modo- quiere seguir creyendo que se puede mantener el tratado. Conoce, sin embargo, el peligro de ruptura expresado, por ejemplo, por el propio Juncker después de que el Ministro de Asuntos Exteriores turco y el propio Erdogán amenazaran con romperlo si la UE no eliminaba ya el visado para los ciudadanos turcos (cuyo plazo al parecer se cumplía en junio). Un peligro que no hace sino aumentar con el incremento de la tensión que ha generado la posible reintroducción de la pena de muerte en el país euroasiático. La UE, con Merkel a la cabeza, parece haberse plantado en este asunto, y reivindica ya de paso la recuperación de la democracia en Turquía. Todo parece formar parte de la representación de un nuevo pulso entre Erdogan -que quiere que se acepten las nuevas condiciones de su régimen- y sus socios occidentales, amenazando para ello con romper los lazos que les unían a ellos y volver su mirada hacia Rusia.
Mientras tanto el flujo migratorio desde Turquía se ha duplicado, pero ello no supone más que unos 100 refugiados diarios, muy por debajo de de los miles que llegaban antes de la firma del tratado. El bloqueo de fronteras del estado de emergencia puede que esté controlando, de momento, el flujo, pero las condiciones que impone ese mismo estado de emergencia (la falta de garantías judiciales, de derechos y libertades) puede incrementarlo rápidamente, incluyendo entre los refugiados a los propios turcos amenazados por el régimen de Erdogán. Incluso si se mantuviera el tratado -lo que supondría una auténtica atrocidad- ¿que haría la UE con los refugiados turcos perseguidos? ¿los devolvería a sabiendas de la suerte que correrían?
La UE se ha colocado a sí misma en un atolladero del que debería salir con dignidad. Primero rompiendo el vergonzoso tratado que nunca debió firmar y asumiendo sus responsabilidades internacionales en materia de refugiados. Y segundo exigiendo a Turquía la adopción y el cumplimiento del estatuto internacional del refugiado, así como el restablecimiento de los derechos humanos y de los derechos civiles y las libertades.
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