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RESEÑA

'La claridad del agua': un nuevo y excelente libro de Teo Serna

Teo Serna en su estudio
27 de septiembre de 2024 13:42 h

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“Todas las luces de mi memoria” (Teo Serna)

Cualquier entrega -plástica, literaria o plástico-literaria- del poeta, pintor y artista gráfico manzanareño Teo Serna conlleva siempre para quien a ella se acerca la seguridad de una realización de la más alta calidad tanto formal como temática. Tal vuelve a ser el caso de su más reciente realización, 'La claridad del agua', un libro de artista que aúna la profunda belleza de su poético contenido textual con la de las imágenes que con este dialogan y el formato mismo del volumen que a uno y otras acoge.

Publicado en una corta edición de tan sólo treinta ejemplares numerados y firmados por su autor la obra incluye, en carpetilla independiente, un grabado así mismo numerado y signado y ha sido impresa en el taller conquense La Zúa que rige el por su parte también más que reconocido artista, editor y grabador Perico Simón con una cuidada selección de los tipos de papel empleados para los textos, para las paralelas imágenes fotográficas semiexentas que con aquellos conversan y para sus correspondientes soporte y protección. La encuadernación, en cartón reciclado y tela Bukram, es de la asimismo conquense Asociación Aframas.

Sendas citas de Cesare Pavese (“Ya no esperas nada / salvo la palabra / que brotará del fondo / como un fruto en las ramas”) y de Enrique Salinas (“Donde hubo un cuerpo ahora / está su ausencia”) prologan el contenido literario del volumen avanzando ya en cierto modo su temática y la atmósfera misma en la que Serna desarrolla un poemario abrumadoramente hermoso al tiempo que estremecedoramente humano. Un poemario en el que muerte y vida, vida y muerte, se abrazan en el espacio liminar de la memoria de su autor.

Configurado en dos secciones -“La tarde prodigiosa” y “Padre”- el volumen fue dado a conocer públicamente en el también de alguna manera liminar espacio de la hoy fuera de uso antigua Fábrica de Harinas de Manzanares en una cita que aunque fuera un libro el protagonista de su convocatoria tuvo más de acto poético en sí que de presentación literaria tradicional. Una cita en la que se aunaron la propia palabra de Serna y la música y sonidos por él ad hoc creados e interpretados para la sesión con el recitado de los versos que conforman la parte literaria del libro en la voz del escritor y rapsoda puertollanense Chema Fabero vueltos emotiva presencia en un ámbito de especial relevancia afectiva para el poeta por cuanto en esa hoy ya abandonada instalación industrial fue donde laboró durante años su progenitor cuya figura, tras su fallecimiento, está en el origen mismo del libro.

Un lugar que por tanto forma parte de los propios recuerdos infantiles del escritor y por ello, son sus propias palabras, “un lugar mágico, un no lugar, un espacio físico que está más allá de la fisicidad, que está en el territorio de lo misterioso”; pero también, además, un lugar que en su actual realidad de abandono sería asimismo, según subrayó también en su intervención, escenario más que propicio para un acto que de alguna manera lo que pretendía era precisamente “percibir el tiempo, sentir su latido transparente, su viento incesante, su colección de ceniza”.

Memoria, amor y duelo

Verdadero ritual de amor y duelo 'La claridad del agua' despliega su decir desde la luz misma de la memoria del poeta, una luz en y desde la que tejer y destejer la propia historia, el ovillo de lo vivido, de lo sentido a pesar de que Serna sea bien consciente de que “no se toca lo intangible, / ni lo que sucedió” como tampoco se puede palpar “la geometría inefable de la tarde”. Una memoria en la que “aquella lágrima que desbordó el vaso” bien puede dejar en el aire “la conciencia alada de la mariposa / y el talco inefable de un susurro” y en la que la pequeña luz -de nuevo la luz, ahora puntual, rememorada y mínima, “Luz pequeña, dolor agudo”- dispersa sobre un plato con una raspa de sardina, trasunto del doloroso tránsito que tantas veces nos lacera, puede transmutar lo que la forma en “Lo que nos forma. / Dentro”. Una luz que al morir en los rincones “besa su colección de sombras”.

Esa luz, por ejemplo, blanquecina que en su rememorada infancia buscaba el poeta en las gélidas jornadas del invierno, esas jornadas en las que para lavarse había que romper el hielo formado en la superficie de la pequeña tinaja del rincón -“rompíamos el agua”- antes de poder naufragar en el “abismo oscuro y dulce” del tazón de chocolate del desayuno que, por contraste, le “dejaba en las manos el calor amable / de la vida”.

“Tirar del hilo rojo, / hacer un ovillo / con lo vivido”… Sí, eso, justamente eso, es lo que hace Teo Serna en este delicado al par que algunos momentos también lacerante, siempre estremecedoramente humano libro: tirar del hilo de ese ovillo que, como nos avisa, algún día “dejará de serlo, / dejará de llamarse ovillo / para ser nombrado en voz baja / (esa nada que fue)” para luego, en la segunda sección del libro, encarnar en sus poemas, ya específica y directamente, inmerso el poeta en su doloroso presente, la figura del padre; esa figura cuyo definitivo adiós se nos adelanta ya en los versos del penúltimo poema de la primera en el que Serna, consciente de cómo el tiempo pone, paciente, “sus larvas de olvido; es lenta su labor” se enfrenta a la fotografía que atestigua la estremecedora crueldad de un “Fuiste” aunque en ella perviva también el testimonio de aquella “sonrisa tuya / como un trazo que la mano de Dios dejó en tu cara, / antes de que una luz de magnesio / se refugiara como un relámpago en tus ojos”.

Ese padre que dormita en su habitación de hospital -“Dormir para engañar a la muerte (…) para saber que eres / algo más que carne consumida, / algo más que fiebre y pulso desbocado”-, uno de esos hospitales en los que el poete constata que hay “algo de muerte detenida” y en cuyas noches se puede percibir “un silencio lleno de timbres” y “hay puertas que nunca se cierran / y dibujan la luz exacta de los pasillos / en las sábanas con olor a desinfectante”, aunque también existan “levísimas burbujas de vida / con un ansia de pequeño animal encerrado /que quiere escapar”.

Esas habitaciones de hospital en las que “la sed sube a los ojos, a las manos” y  en las que los labios del enfermo -“Dame agua. / (El vaso como un faro huérfano / en la quietud de la mesita blanca)”- llaman a la “urgencia del agua” temblando “como las alas de una mariposa / cuando la atraviesan lentamente / con un alfiler”; y es que en esos momentos “la vida es tan pequeña que cabe en una gota”, esa gota de agua solicitada o la otra que desde el gotero “busca en la oscuridad de la vena / un frío de acero hueco”, que “duele como duele la vida”, esa vida en despedida que en “el mapa gastado de las manos”  unas manos “que apenas pueden poner / las letras en pie / para decir que antes todo era firme” va “creciendo la zozobra”  en tanto que en el “vertical silencio (…) retumba, hueco / un tiempo ya vivido y ya / olvidado”, que “hay silencios tan grandes / que no caben en la boca, /silencios que lo manchan todo / como una nube de granizo” que “se enconan (…) que ahondan las heridas / y hacen de la costra / una geografía perfecta del dolor”.

Ese padre que otrora, compás en mano, “En la nada del papel” buscaba “el centro / de un círculo inexplicable”, un círculo que no siempre se cerraba sino que “a veces quedaba roto (…) imposible el trazo y su confín” lo que le llevaba a él a denunciar “Este compás no funciona”,  sus manos “como palomas asustadas”, y al poeta a darle desde su hoy la razón “Porque hay compases que no saben / que los círculos / tienen un fuego dentro / y dejan cenizas en el papel”, en un poema ejemplo perfecto de la excelencia de cuantos conforman el cuerpo escritural del libro.

Ese padre al que en algún momento se une, como en el poema “Vuelvo a casa”, la presencia de la madre: “Y aquí, en algún lugar, estará ella: / quizá en la alcoba, / levantando las mareas blancas de las sábanas: / quizá en la cocina, / midiendo la sal y la dureza de los platos; / quizá en el comedor, / trazando el pespunte exacto / para hilvanar el corazón a las arterias”, presencia aún latente en esa casa que el poeta tendrá que cerrar “sin hacer ruido…/ no vaya a ser que el recuerdo / se despierte como una flor carnívora / y nos devore muy despacio, / para que no veamos la muerte refugiada / en los espejos ciegos que tanto / visitamos”.

Consciente de cómo también “La sombra es una escritura de luz”, Teo Serna nos ha regalado un libro descarnado, desgarradoramente humano, pleno de la belleza de una poesía transverberada por imágenes vestigiales, testimonio honesto del fluir del tiempo y de la condición mortal de nuestra existencia, de sus haber sido, de sus casi ya no estar siendo, en un recorrido de fugacidades latente también, en gemelo icónico decir, en las imágenes fotográficas que, intercaladas entre los poemas, jalonan, complementan y potencian su desarrollo conformando una obra que, desde la honestidad de su crudo testimonio,  su altura lírica y la exquisitez de su propia formalidad objetual, es todo un ejemplo de verdadera excelencia, esa excelencia a la que, como decía al principio, tan acostumbrados nos tiene su autor pero que cada vez, entrega a entrega, va alcanzando un nivel más elevado.

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