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Así como yo titulo este artículo, se titula, a su vez, la exposición de la pintora Amelia Moreno (Quintanar de la Orden, 1947 - Toledo, 2011) que actualmente se puede ver en el Museo Casa Zavala, de Cuenca, dependiente de la Fundación Antonio Pérez, a lo largo de dos pisos rebosantes (más de cien obras) que exhiben, en ordenado diseño, sus pinturas. Hasta el 12 de octubre es posible contemplar la muestra.
El comisario de la exposición, o ‘curator’, como es moda decir ahora, posiblemente por no asociar eso de comisario al ámbito policíaco, es Jorge Francisco Jiménez Jiménez, quien inserta un largo texto sobre la pintora en el cuidado catálogo. El crítico Jiménez (Jiménez por partida doble) señala con certeza que Amelia Moreno es una “artista inclasificable, independiente, en los márgenes del sistema, su obra se resiste a una interpretación unívoca”. Añade que una tensión productiva “atraviesa toda su carrera: la dialéctica entre temperamento y calma [nombrando así la exhibición]. Desde sus primeras obras políticas hasta sus últimas series caligráficas, Amelia Moreno transita entre el gesto visceral y el orden meticuloso, entre el impulso emocional y la disciplina formal”. Dualidad que el espectador claramente deduce a la vista de sus pinturas en esta tan bien organizada exposición.
Yo vi muy pronto la figura, su silueta física, de Amelia Moreno cuando aún no la conocía personalmente, cuando todavía no la había tratado. Su primer marido fue el fotógrafo Enrique Carrazoni, nacido en Alcázar de San Juan (donde la pareja se casó), especializado en retratar construcciones y que trabajó con el prestigioso arquitecto Norman Foster, Premio Príncipe de Asturias en 2009. Yo los veía caminando por Alcázar, cogidos de la mano, y Amelia Moreno, desde el primer momento, me pareció una joven modernísima, luciendo ya la elegancia artística, totalmente insuperable, que siempre habría, en ella, de persistir.
Años más tarde me la presentó el pintor Paco Leal (Alcázar de San Juan, 1952 - Madrid, 2024), con quien yo estaba muy unido. Paco y Amelia, con otros artistas, Santiago Aguado, Darío Corbeira, Javier Florén, Félix de la Torre, Paco Gámez y Juan López, formaban parte del grupo madrileño llamado Familia Lavapiés. Eran unos rojazos, vinculados al FRAP, al Partido Comunista (marxista-leninista), al trotskismo y al anarquismo. Hicieron exposiciones homenajeando al Frente Polisario, a Miguel Hernández, a los movimientos vecinales. Sus denuncias políticas estaban acompañadas de la destrucción de sus propias obras para evitar así que fuesen mercantilizadas.
Existe un libro, escrito por Jaime Vindel, que es crucial para la comprensión de este movimiento: “La Familia Lavapiés: Arte, cultura e izquierda radical en la Transición Española.” En 1975, el colectivo expone en Cuenca con el montaje de la exposición ‘Artecontradicción’, protestando contra las instituciones artísticas del momento. Las obras colgadas, al final de la muestra, fueron quemadas por los propios participantes. En el Diccionario Biográfico de Castilla-La Mancha (requisito para figurar: estar fallecido), Manuela Sevilla Mompó subraya que la Familia Lavapiés reivindicaba “el papel que los artistas debían tener, defendiendo la libertad por encima de cualquier posibilidad de un incipiente capitalismo o de la apariencia de un régimen aperturista, irreal debido a los intereses políticos de proyectar una imagen diferente ante el mundo”.
Ella procedía de una familia de industriales de Quintanar de la Orden, dedicada a fabricar licores. Marchó de la localidad manchega, vivió en Madrid, en Londres y en Nueva York, donde se afincó durante años al conocer y casarse con David Cohn, arquitecto y crítico de arquitectura, su segunda y más importante pareja, un judío norteamericano con muchos posibles. Su pintura fue atravesando, a través, en parte, de las experiencias obtenidas en estas ciudades, varias y fructíferas etapas. Su atuendo seguía siendo fundamental. Cuenta Cohn que al llegar a Nueva York, vestía gabardina larga y oscura, botas de combate y bombín de banquero inglés.
Al principio, su arte estuvo volcado en estallidos de color para luego adquirir un orden escrupuloso, y más grave, su pintura. Pintura que, globalmente, es abstracta, si bien no siempre, aunque lo parezca. En 1999 dejó Nueva York y volvió a su tierra, alternando sus estancias manchegas con Madrid. Su larga serie ‘Desde el Dorado’, nombre de la antigua bodega familiar, presenta cuadros que, aunque como Jorge Francisco Jiménez Jiménez afirma, aparentemente abrigan “una abstracción poética contemplativa, cargada de un misticismo silencioso y envolvente, vibrante”, no son exactamente cuadros abstractos, sino pinturas minuciosas, en primerísimo plano, de los campos manchegos, mayormente de cereales. Cuadros basados en una pintura repetitiva, resaltando mucho la calidad de los pigmentos. Cosa parecida hacía el conquense Gustavo Torner.
El arte de Amelia Moreno está dominado por la luz, por la sombra, luz y sombra que se abren en el lienzo y que se interrelacionan con esmerada disciplina. Como explica David Cohn, esas pinturas parece que se conforman como un “impulso radical de romper con todo y empezar de nuevo.” Siempre quiso armonizar su pensamiento y la pintura, su mente y la mano, para conseguir lo rumiado durante mucho tiempo. Cohn interpreta la pintura de su esposa, resaltando que “trata más de sugerir y llevar y no de representar”, si bien es cierto que sus obras estás muy cargadas de expresividad. A lo largo de su trayectoria, “la filigrana gestual se vuelve más sutil; el color, introspectivo; el formato, monumental y atmosférico” (Jorge Francisco Jiménez).
En 2004, Amelia Moreno y David Cohn trasladan su residencia a la antigua bodega familiar en Quintanar. Rehabilitan una planta del edificio convirtiéndola en un fastuoso ‘loft’, muy luminoso con grandes ventanales. Yo he estado allí tomando unos vinos, invitado por David Cohn. El resto del amplio inmueble es el Espacio de Arte El Dorado, Fundación Amelia Moreno, que constituye un museo de la obra de la pintora y un recinto agradabilísimo, con un idóneo sabor ‘vintage’, y que reúne, durante algunos días de todos los meses de septiembre del año (mes en el que se cumple el fallecimiento de Amelia Moreno), a artistas y escritores durante unas jornadas nutridas.
En el 2017 se celebró en el Museo de Santa Cruz de Toledo, una gran exposición de Moreno de la que se dice que es similar con la de ahora en Cuenca. En esta ocasión, el espacio está magníficamente diseñado para acoger la cantidad de cuadros que se exhiben. En una de las salitas del Museo Casa Zavala se pueden ver dos películas sobre su obra, y en las que habla y actúa ella. En los pocos textos que se conservan de la artista, hay fragmentos, tanto altamente testimoniales como incisivos.
Veamos, para concluir, un sabroso ejemplo: “Hay en mi pintura una insistencia, una lucha de los elementos por sobrevivir, por mantener su integridad; sin embargo, pienso que esa pretendida pureza no es otra cosa que simulación, truco y falsedad. No estamos ante la expresión, tensión, gesto, caligrafía, etc., de aquellas vanguardias históricas y, sin embargo, son obras que se envuelven en todo aquello, que vibran con su impura sinceridad, que son genuinas en su impureza”.