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Cavernario

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Platón filosofaba: salir de la caverna. En teoría, porque luego su República se las trae y ha sido modelo de propuestas directamente cavernarias. Lo nuestro de ahora: decididamente volver a entrar (en la caverna).

Ya sabemos que entre nosotros la corrupción política tiene una larga y rancia tradición, y además por lo general no tiene consecuencias. La impunidad y frecuencia con la que esto ocurre genera costumbre y nos informa de la solidez de nuestras instituciones corruptas, es decir, nos informa de la solidez imperturbable de nuestra corrupción institucional.

Pudiera concluirse que somos masocas, pero con esa sospecha abandonamos el terreno firme de nuestra política (el mal conocido) para adentrarnos en el de la psicología, sin duda un terreno complejo y resbaladizo. Porque además estaríamos hablando no de la psicología individual sino de la psicología de los pueblos, y esto nos obligaría a preguntarnos si hay tradiciones que por su naturaleza lastran el desarrollo de las facultades naturales de la razón y convierten irremediablemente a los pueblos en masocas, es decir, en sufridores inermes incapaces de librarse del mal que les atenaza.

¿Tendrá que ver con esto aquello tan nuestro de 'viva las caenas'?

Para más inri, lo cavernario hoy se ha puesto de moda, de forma que hasta el mundo (posmoderno) parece darnos la razón, al fin: lo corrupto, lo cavernario, y lo irracional, es el horizonte que se despliega de forma unánime ante nuestras narices como la opción de futuro no solo deseable sino inevitable.

El hecho de que la corrupción no pase factura en nuestras urnas no es un indicio definitivo de democracia defectuosa. Si un votante prefiere votar ladrones y corruptos que le lleven a la ruina una y otra vez, está en su derecho. Lo que sí es un indicio claro de democracia degradada es que esa corrupción no tenga consecuencias a otros niveles, por ejemplo el judicial. Vemos con envidia como en otros países la corrupción tiene una respuesta ágil y rotunda por parte de la justicia, con el objetivo claro e imprescindible de mantener el prestigio (y por tanto el respeto) del Estado de derecho.

Aquí no. Aquí los asuntos de corrupción institucional y de nuestros representantes políticos, incluido el jefe monárquico de todos ellos, se aparcan, se olvidan, se evaporan, prescriben, y se desvanecen. Corromperse y enriquecerse con los productos de esa corrupción, entre nosotros trae a cuenta, es un buen negocio.

Pero como decimos, lo cavernario es hoy ya una moda ecuménica. Si tuviéramos que señalar algunos síntomas mayores (mejor “signos”) del mal involutivo que tuvo su inicio en Occidente en los años 80, y cuyos frutos emponzoñados recogemos hoy a manos llenas, bastaría con mencionar algunos nombres propios de nuestra actualidad rabiosa. Por ejemplo: Trump, Putin, Díaz Ayuso.

Ser malo a conciencia y carecer de escrúpulos se ha puesto de moda. Es este tipo de populismo de los malvados el que triunfa. Las leyes obligan solo a los perdedores pero no a los ganadores que han inventado las trampas. Por eso Ayuso defiende que no todos somos iguales ante la ley, y que los “señores” (como ella o mismamente el emérito) deben ser impunes. Siempre y en todo caso, pero con más razón si son populares y campechanos, o sea populistas.

Que es que el PP de Madrid parece una fábrica inagotable de “malos” que daría para una de esas series que enganchan y cuyos malvados embelesan.

A estos tres personajes de la política actual (con diferencias no obstante en su calado histórico y trascendencia geopolítica) les une un mismo hilo ideológico que puede definirse por dos simples notas: la involución y la insensatez.

Es más: una involución orgullosa. El gusto por lo cavernario y rancio. Sea en su forma de reivindicación orgullosa de la incultura, una de cuyas formas principales es la xenofobia, el desprecio por otras culturas distintas de la propia. Sea en su forma de reivindicación solipsista y nacionalista del terruño (Rusia, USA, Madrid) sin atender a las conexiones e interdependencias globales.

Sea en su forma de reivindicación de la trampa y la fuerza bruta como argumentos principales en cualquier conflicto de intereses. Y de esto último tenemos un ejemplo reciente en la justificación que ha hecho el partido republicano (trumpista) de Estados Unidos del asalto violento al Capitolio. Es decir, una justificación sin complejos de la violencia.

Sea en su forma de simbiosis con los negacionistas (negacionistas del COVID, negacionistas del Holocausto) y la proximidad íntima con la extrema derecha. Asociado todo esto a un intento de recuperación del pensamiento y las prácticas teocráticas o incluso teúrgicas (los astrólogos de cabecera de los Reagan por ejemplo) de forma que querrían todos ellos que el Estado laico que trajo consigo el siglo de las luces (y que une a todos en su calidad de ciudadanos) volviera a ser un estado confesional sujeto y sometido a las creencias de unos cuantos, sus ceremonias y sus éticas particulares, no siempre coincidentes y mucho veces contrarias a los derechos humanos.

Hay quien me dirá: “Es que pretender mantener el medio natural sano, en equilibrio fértil y habitable, como pretenden los ecologistas, es también un retroceso”. Y a esto se me ocurre contestar que lo único cavernario y retrógrado de ese imperativo (porque imperativo es) es que la factura de esa necesidad insoslayable (porque insoslayable es) deban pagarla los de siempre. Que además no la van a poder pagar.

Al final ha sido este éxito de lo cavernario y este gusto por la involución política e ideológica lo que se ha globalizado, y no la democracia y el respeto por la Naturaleza. Un ejemplo sobresaliente de esta dinámica lo tenemos en la Rusia actual, la Rusia de Putin, que une el orgullo por lo soviético (sobre todo el orgullo por la victoria contra el fascismo en la segunda guerra mundial, que eso se entiende) con el olvido de las atrocidades y las purgas estalinistas (para muchos Stalin es un gran héroe). Y esto a su vez es perfectamente compatible (no sabemos cómo) con la recuperación del espíritu cosaco y con la reivindicación de la Rusia de los zares. Reivindicación que aspira incluso a un Estado confesional en el que la religión ortodoxa sea una religión obligatoria impuesta a todos los ciudadanos como religión de Estado.

Hay en buena parte de esa población vapuleada, además de la desorientación consecuencia del trauma, una gran tristeza y nostalgia por la desaparición de la Unión soviética (en alguna medida se aspira a recuperarla, ya que el neoliberalismo occidental supuso un despliegue de violencia, dolor, corrupción,

crueldad, e injusticia), y una gran nostalgia también por la Rusia de los zares (que igualmente se quiere resucitar). Una mezcla rara de aspiraciones, incoherente y bastante absurda, que solo logra ponerse de acuerdo en una cosa: el rechazo de Occidente y del modelo occidental.

Esperaban recibir democracia de Occidente y recibieron neoliberalismo. De ahí su frustración y su actual inquina contra Occidente.

Vemos así que tanto en el Este como en el Oeste, la propaganda y los lavados de cerebro están a la orden del día y tienen hoy un poder enorme, capaz de imponer los paradigmas más absurdos e incoherentes. Y también más nocivos.

Un escenario complejo donde lo cavernario viste de Prada y las guerras (de distinta categoría) son un producto de laboratorio. Laboratorio que ahora no sabemos si está dirigido por la KGB o por la policía secreta de los Zares, la temible Ojrana, aquella que se sacó de la manga esa famosa falsificación antisemita: los protocolos de los sabios de Sión.

Yo para ponerme a tono con esta Rusia de los zares (esa posmodernidad) he visto estos días dos películas

sobre Rasputin. Una es del director Elem Klimov , del año 1981, y se titula 'Agoniya'. La otra es 'Rasputin', del año 1996, y está dirigida por Uli Edel. Para saber más sobre esta Rusia actual, que es un síntoma mayor de nuestra confusión global, son muy recomendables también los documentales elaborados por el periodista Ricardo Marquina Montañana. En su espacio de YouTube podemos encontrar un auténtico despliegue informativo sobre este tema. Por ejemplo el documental “Ucrania, el año del caos” (2015). O también el documental “Rusia: revolución conservadora” (2021).

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