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El veraneante (I)

Alto Tajo

Miguel Ángel Curiel

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Lo primero fue meter el teléfono en una caja negra, cada vez que suena la caja vibra y se mueve. Sonó tanto que la caja fue del punto W. al punto J. como una cucaracha sin patas. Un teléfono móvil es una cucaracha. Las palabras que no callamos terminan moviendo montañas.

La casa está perdida en un punto indeterminado del alto Tajo. Para llegar a ella, después de recorrer en coche una media hora por un camino de tierra afectado por las últimas tormentas, hay que seguir a pie unos doscientos metros por un camino estrecho entre sabinas y pinos. El arquitecto Bruno di Pastena se la deja en verano a amigos escritores y artistas para que se aíslen unos días y escriban.

Desde la casa sale una trocha que lleva al río, es una bajada muy pronunciada entre sabinas, matorrales y pinos polvorientos. Todo huele a resina. Al mediodía el holocausto solar da miedo, el cielo blanco echa fuego y la tierra tiene fiebre. De pronto las chicharras se callan y el miedo se incrementa.

Cuando vuelva a T. no habrá pasado nada, pero mi ojo se habrá hecho muy grande. Alguien me dirá tras el regreso que una amiga a la que hace mucho tiempo que no veo ha dejado la ciudad para siempre y se ha ido a vivir a Nueva Zelanda. La casa es una caja de cristal y piedra blanca casi vacía, no hay luz ni agua corriente, la cama no es más que un tatami japonés con un futón plegable. En el centro hay una gran mesa de madera negra con una piedra blanca. Di Pastena la llama Casa del agua, pero en ningún momento veo aquí pozo, manantial, red de tuberías, o toma de agua con el que uno se pudiera surtir.

Junto a la casa o caja construyó dos aljibes de cristal comunicados por una estrecha acequia de acero, el aljibe A. está en un terreno más alto que el aljibe B. Di Pastena llama a esta instalación de uso muy limitado los ojos de la casa, cuando el agua de lluvia rebosa la casa llora.

Ayer para aguantar el terrible calor de la tarde me zambullí en el aljibe B y estuve sumergido hasta que llegó la noche. Así toda la construcción transmite quietud y transparencia, movimiento y opacidad. La soledad en este lugar es aplastante, como concepto la soledad absoluta se me escurre de las manos, no sé explicarla, y por eso escribo tantos poemas iguales. La deseamos a la vez que la tememos.

Al acabar el día las palabras del solitario retumban en el cielo, pero ese sonido inaudible no es más que un silencio aún más profundo que el de la mañana. Aquí no hay nada que hacer. Todo está lejos, paso la mayor parte del día desnudo. El tiempo está vacío, no ocurre. ¿Y esta casa de cristal y piedra que pinta aquí? María Zambrano en un texto refiriéndose a San Juan de la cruz dice que hay una tierra amarilla abrazada por un fuego que no es el sol, y un poco después “Ahí vivía el santo. Allí en la roca más alta, más pelada, más difícil. Cuatro paredes y un tejadillo”.

¿Es este el fin de la casa? Todos los días son iguales, de noche se oye el río allí abajo. Durante el día el calor es brutal. Parecen los últimos días del mundo, no hay música, ni basura cerca, el único plástico es el de unas gafas para el agua que me compré en G., las colillas de los cigarrillos las dejo en una caja de madera y por la noche las recuento. En el río sobre una piedra grande tomo el sol con un libro de Wordsworth como almohada. Un libro es un escudo contra este tiempo de mierda, y su poema Memoria un conjuro que me lleva a otros veranos de sol y ríos más limpios (que ninguna imagen del pasado tema el toque de ese lápiz, en este retiro puedo entonces contemplar a cada hora un escena revelada, con el corazón tan lleno de amigos muertos como lagos que duermen, o río de montaña, donde reptan a lo largo de un canal profundo y uniforme, escuchando sus propios murmullos lejanos). Pero el día carece de tareas, escribir esto para el diario no es una tarea. Bebo demasiado vino.

De noche tengo miedo, todo está oscuro, los ojos de los animales se iluminan en la espesura del monte. Apenas a unos kilómetros más allá hay un campo de lavanda ahora en plena floración, ir hacia ellos es solo un propósito que no acometeré. Debajo de la casa hay una pequeña bodega llena de vinos italianos. Es un pequeño sótano abovedado con una pintura al fresco del propio di Pastena, una vía láctea que produce un efecto de amplitud y espacio en la pequeña ratonera.

A la hora de la canícula es el lugar más fresco de la casa. El tiempo pasa como en mitad del mar, y una corriente quieta te lleva sin que lo notes de nuevo a la ciudad. A estas alturas de las vacaciones parece ridículo pensar en encender la radio para oír palabras de fuego que ahora se entrecruzan en las ondas. La he enterrado. El mundo tiene fiebre, las piedras y la tierra están demasiado calientes.

De noche un grillo del tamaño de una rata canta hasta sacar el humo de Venus. El carro parece la cometa de fuego de Gertrud Kolmar camino de Francia. Apenas veo a nadie, es raro ver personas por aquí. Ayer pasaron junto a la casa una pareja de senderistas catalanes que se habían perdido buscando la fuente fría, que es el punto exacto donde nace el río Seco. No supe indicarles muy bien por donde seguir, las trochas solo sirven para perderse un poco más en uno mismo.

Cada día bajo más temprano al río, apunto los baños en un cuaderno, no para mí, sino para llevar una contabilidad de la nada y lo inútil. El agua está muy fría, el calor es insoportable, la luz cegadora. Esta mañana vi a un cabrero, era marroquí y muy joven. Sentado junto a una sabina escuchaba con un pequeño aparato el rap rabioso que se hace en Casablanca. Me dijo que sus padres eran de Beni Mellal y que a su abuelo se le habían secado todos los naranjos. Nos fumamos un cigarro. Le dije que era judío de T. pero que no creía en Dios, él dijo que creía en Dios pero que jamás lo había visto. Yo lo he visto una vez y por eso no creo en él. El muchacho se rió y desapareció al poco tiempo con las cabras por el pinar.

De pronto una nube tapa el sol y me acuerdo de que debo llamar a J. para decirle como llegar hasta este punto. Arranco la hoja de un cuaderno y escribo: Caro J., la semana pasada quise subirme al tren de Huelva que sale a las doce y diez de T.

Quería ver el mar, pero la locomotora se rompió a la entrada de Torrijos, después me dio pereza y cambié de idea. Espero que J. encuentre este lugar. El verano pasado me escribió desde Cadaqués excusándose por no poder visitarme en Jaraíz, de nuevo a su llegada a T. me volvió a escribir: “No vuelvas por ahora a T., hace demasiado calor y hay muchos mosquitos”. Ahora se está formando una tormenta formidable en lo alto de la sierra, de esas que prometen un buen espectáculo nocturno. De noche el resplandor abre en dos el mundo, y si estoy atento al flash puedo ver a lo lejos el verano del 76, el momento exacto en el que se prohibió el baño en el río a su paso por T.

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