Cincuenta años de carretera interminable y una saga: los Iglesias y las obras que vertebraron Ancares (León)
Muchos años después, frente al Alto de la Cruz, Gelo Iglesias había de recordar aquel tiempo remoto en que su abuelo dejó allí varadas las obras antes de la Guerra Civil. Remedar el archiconocido comienzo de 'Cien años de soledad' no es en este caso hacer un simple ejercicio de retórica. Hasta cincuenta pasaron para que la carretera proyectada en tiempos de la Segunda República entre Toral de los Vados y Santa Eulalia de Oscos (Asturias) llegara a Balouta, el último pueblo del municipio berciano de Candín. A tramos, como en episodios de una novela del máximo exponente del realismo mágico pero con pallozas en lugar de casas de barro y cañabrava, el vial fue vertebrando Ancares, en la esquina noroeste de la provincia de León, ya limítrofe con Galicia y Asturias.
Como en 'Cien años de soledad', buena parte de la historia de la carretera de Ancares también lo es de una saga. Los Buendía de la obra cumbre del Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez son aquí los Iglesias. El primero, José Iglesias, hacía las funciones de encargado para el contratista Valentín Fernández, que asumió una de las fases hasta que hubo que detener los trabajos por la Guerra Civil. El proyecto quedó parado a mediados de los años treinta en el Alto de la Cruz o Alto de Lumeras, la primera dificultad montañosa desde Vega de Espinareda hasta la cumbre del puerto de Ancares.
Tuvieron que pasar más de veinte años para que se retomaran unas obras que habían quedado desiertas. Fue su hijo Nicanor Iglesias el que aceptó un envite nada apetitoso económicamente a finales de la década de los cincuenta. El Ministerio de Obras Públicas había tasado en apenas dos millones y medio de pesetas la ejecución de los trabajos entre el Alto de la Cruz y el entorno de las localidades de Candín y Pereda de Ancares, alrededor de diez kilómetros. “No fue ningún chollo”, advierte, con prodigiosa memoria desde su casa de Corullón, uno de sus once hijos, Gelo Iglesias, que recién acabada la mili en Oviedo se embarcó durante unos meses en aquella tarea de llevar la carretera, y con ella las oportunidades de progreso, a una parte de Ancares.
Una máquina de vapor que calentaron con combustible autóctono: urces
Gelo, al que su padre mandaba también a otra obra a Fabero, todavía recuerda aquella noche que durmió al raso en Ocero (Sancedo) camino del Alto de la Cruz. Había bajado a Ponferrada a recoger una máquina de vapor enviada por la Diputación de León para pisar el firme. Subiendo precisamente el alto de Ocero quedó en punto muerto. Él y el maquinista consiguieron orillarla. Fueron a buscar cama con tan mala suerte que el bar iba a cerrar y estaba en proceso de desmantelamiento. “Y tuvimos que dormir en la máquina. Pasó un chaval y trajo un 'mañizo' de paja”, rememora. Aunque estaba pensada para alimentarse con carbón, la máquina acabó encontrando otro combustible autóctono más potente. “La calentábamos con urces. Y le daba más fuerza”, constata.
Esperanza y Chelo Iglesias, hijas de Nicanor y hermanas de Gelo, también tuvieron su papel en aquellas obras convertidas en una aventura del oeste berciano. Nicanor y su hijo Paco (Gelo estaba como ambulante) se alojaban en Candín, en una cantina regentada por Luciano y Dorinda, donde también paraban el médico, el secretario y el practicante. Cuando esta quedó embarazada, Nicanor encargó a sus hijas hacer la comida y lavar la ropa. Primero fue Esperanza. “La gente de allí era muy buena y muy atenta. Pero yo lo pasé muy mal. Fue muy duro”, admite por teléfono, más de setenta años después, desde su domicilio en A Coruña. Ella acompañaba a su padre y a sus hermanos todas las semanas desde Corullón, preparaba los alimentos que encargaban en Vega de Espinareda y lavaba las prendas de vestir en el río. “Y a veces la ropa quedaba helada por el frío. Muchos días había nieve”, recuerda.
“Corullón era como una capital en comparación”, dice en un argumento que su hermana Chelo (que la sustituyó cuando se casó y apenas estuvo tres meses) corrobora, también por teléfono desde su casa en Ponferrada, de manera muy gráfica: “En Corullón había tocadiscos y en Ancares se hacían unos bailes muy populares con la pandereta”. Las diferencias también se notaban en el habla, incluso para una de Corullón, municipio del Bierzo Oeste ya con influencias de la vecina Galicia: “Ellos tenían otra forma de hablar. Lo hacían con otro acento”. Y otras comparaciones tenían más que ver con el paladar y el estómago, como recuerda Gelo: “Mucha aguardiente bebía aquella gente”.
Ancares pudo ser Macondo, condenado a cien años de soledad de no haber sido por la carretera
Macondo podría ser Ancares. Y habría estado condenado a cien años de soledad de no haber sido por una carretera proyectada en la Segunda República, parada por la Guerra Civil, retomada durante la dictadura y completada ya al comienzo de la reestrenada democracia en una especie de carrera paralela con la historia del siglo XX en España. Las hermanas Iglesias recuerdan la figura de mujeres que bajaban andando a vender a Vega de Espinareda. “Iban andando en madreñas y con una cesta en la cabeza”, confirma el actual alcalde de Candín, José Antonio Álvarez Cachón, implicado ahora en la iniciativa de rebautizar el municipio como Ancares. Más crudo se volvía el asunto en caso de enfermedad. La camioneta de Nicanor Iglesias se convertía entonces en ambulancia. “Yo recuerdo de bajar enfermos a Fabero. Y mi hermano llevó a Ponferrada a una mujer que se puso de parto”, cuenta Gelo.
El abuelo José había hecho parte de los trabajos que retomaron luego su hijo y sus nietos. Gelo se encargaba de las obras de fábrica. “Teníamos camionetas, un compresor y hormigoneras. Lo demás se hacía todo a mano”, relata. La empresa tiraba en función de la demanda de trabajadores de la zona hasta sumar algunos meses cerca de medio centenar de obreros para una ejecución que duró tres años. “La piedra había que machacarla con piqueta”, dice el vecino de Pereda Gerardo Serafín Ovalle Cachón, que trabajó de pinche “a pico y pala” un par de meses y recuerda el día en que encontraron una mina de agua y hubo que cambiar los planes. “Dos hermanos míos trabajaron moliendo la piedra en la carretera”, confirma también desde Pereda Francisco Díez Abella, que todavía era entonces un niño, trabajó luego diez años plantando pinos y fue uno de los obreros de la zona que completaron el proyecto con el tramo hasta Balouta acometido a caballo entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando se hizo la carretera tras el compromiso de los vecinos de renunciar al cobro de las expropiaciones de terreno, el último episodio de una historia de medio siglo.
La carretera fue vertebrando Ancares. Y modificó la estructura de Candín, cuyo casco fue aproximándose al paso del vial. “Pero todavía hoy en el catastro esta última parte figura como un diseminado de Candín”, señala el alcalde. Con la configuración del mapa municipal español durante el siglo XIX, la localidad se hizo cabecera del ayuntamiento no tanto por su entidad como por su centralidad geográfica. “Pero, por ejemplo, dependía de la parroquia de Pereda. Tenía capilla para las misas, pero no podía celebrar sacramentos”, cuenta el regidor. Esperanza Iglesias se recuerda incluso dirigiendo el rosario. Había que llenar las horas del día libres tras hacer la comida y lavar la ropa. Y así lo mismo aprendía a conducir la Vespa del médico que hacía piña con las maestras de la zona.
Bernarda Amalia Cadenas, la maestra que ejercía entonces en Espinareda de Ancares, no formaba aún parte de la familia Iglesias cuando se encontró con las obras de la carretera. Las docentes a veces se trasladaban en la camioneta (cubiertas en la parte de atrás con una lona) de la empresa a Fabero o a Ponferrada. Así fue como intimó con Paco Iglesias, con quien luego se casaría. Y todavía recuerda cuando se juntaban en Candín, a la sombra de un castaño, para comer algunos días. Si el médico había sacado una muela, invitaba a un bote de melocotón. “Aquí, en Ancares, hay epidemia de salud”, decía, resignado, el galeno, cuyos ingresos eran inversamente proporcionales al buen estado de los ancareses. Y así fue como se puso a sacar muelas. Puro realismo mágico.
Otras secuencias se asemejan más a una película del oeste. El paso estaba cortado, evidentemente, durante la ejecución de las obras, lo que no obstaba para que hubiera quien lo hiciera sin permiso. “A veces pasaban por la noche. Y ellos se tuvieron que plantar para que no estropearan la carretera”, apunta Bernarda Amalia Cadenas antes de recordar los dolores de cabeza que dio la construcción del puente de Lumeras y el buen resultado de unas obras que, junto con las que treinta años después conectaron hasta Suárbol y Balouta al otro extremo del municipio, cambiaron la faz de Ancares, donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tuvieron gracias a estos trabajos una segunda oportunidad sobre la tierra.
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