Este artículo ha sido publicado en el blog Agenda Europea, de la Fundació Catalunya Europa.Agenda Europea
El domingo 5 de julio, el gobierno griego encabezado por Alexis Tsipras sometió a referéndum la propuesta que las tres instituciones -Comisión Europea, BCE y FMI- hicieron al gobierno griego el pasado 25 de junio para acordar un nuevo programa de rescate al sector público griego y evitar la suspensión de pagos de la deuda.
Más de un 60% del electorado votó NO a la propuesta de las instituciones, tal como les había pedido el primer ministro Alexis Tsipras, y en contra de los pronunciamientos en favor del SÍ de los presidentes de la Comisión Europea y del Parlamento Europeo, así como de las fuerzas políticas griegas que perdieron las elecciones parlamentarias del pasado mes de enero.
El triunfo del NO se ha leído como un triunfo de la democracia griega frente a la tecnocracia europea. Un triunfo del pueblo sobre los tecnócratas. Pero más bien se debería leer como una reivindicación de la soberanía nacional griega frente a la nueva soberanía compartida europea.
Las instituciones europeas, empezando por la Comisión, no son organismos tecnocráticos que no obedecen a ninguna directriz política. Al contrario, son instituciones políticas con una legitimidad democrática indirecta. El Consejo Europeo está formado por 28 jefes de Estado y de gobierno elegidos democráticamente por sus pueblos, y el Presidente del BCE es elegido por estos jefes de Estado. El Eurogrupo está formado por ministros de economía de gobiernos elegidos democráticamente por los ciudadanos de sus países. Y el Presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, ha sido elegido por el Parlamento Europeo como resultado de una elección democrática. Era el candidato del Partido Popular Europeo en las elecciones europeas de 2014 y los partidos que le apoyaban obtuvieron los votos y la confianza de 41 millones de ciudadanos europeos. Es decir, Juncker tiene la legitimidad democrática que le otorgan 41 millones de sufragios.
En las mismas elecciones al Parlamento Europeo de 2014, Alexis Tsipras era el candidato a presidir la Comisión Europea del Partido de la Izquierda Europea, que obtuvo casi 12 millones de votos. Un resultado destacable, pero muy lejos de los 41 millones de Juncker y los 40 millones que obtuvo el candidato socialista, Martin Schulz, y por debajo de los liberales (13.5 millones) y los verdes (12.1 millones).
Por lo tanto, más allá de si estamos en desacuerdo con las políticas de austeridad que se han aplicado en varios países europeos y más allá de si consideramos más o menos injustas las condiciones que las instituciones imponen a Grecia a cambio de un nuevo préstamo mil millonario (se han prestado más de 200.000 millones y se necesitan 50.000 más), se hace difícil explicar la actual crisis griega en relación a la Unión Europea como una batalla entre democracia y tecnocracia.
El primer ministro holandés, Mark Rutte, lo dejó bien claro en la reunión del Consejo Europeo del martes 7 de julio, escondiendo con la posibilidad de someter a referéndum en su país el tercer rescate que ahora pide el gobierno griego. Cuando valoramos que más de 3, 5 millones de griegos votaron masivamente en contra de las condiciones de las instituciones europeas, no debemos perder de vista que un referéndum similar en Holanda, en Austria o en Alemania daría un resultado claramente contrario a seguir prestando más dinero al gobierno griego.
Por lo tanto, hay que valorar el referéndum griego en términos de reivindicación de la soberanía nacional ante la creciente cesión de soberanía a las instituciones europeas, y no como un ejercicio de democracia ante unas instituciones tecnocráticas. Gusten o no sus políticas, Jean Claude Juncker es presidente de la Comisión porque más de 41 millones de europeos votaron a los partidos de centroderecha integrados en el Partido Popular Europeo. Y en el Consejo Europeo hay una mayoría de presidentes y primeros ministros conservadores y liberales que en la mayoría de países europeos han ganado democráticamente las elecciones.
La democracia europea no se construirá enfrentando las democracias nacionales entre ellas ni con las instituciones europeas. La democracia europea sólo se puede construir si asumimos que hoy la única política democrática que se puede ejercer en Europa es la política democrática a escala europea. Las democracias nacionales, como apunta la politóloga Vivien Schmidt, se han convertido en sistemas de “politics without policies”. Es decir, de instituciones que no son capaces de implementar políticas públicas. En las democracias nacionales, como la griega, hay mucho debate político pero poca capacidad para convertir este debate en políticas concretas. No tienen los recursos ni la soberanía en materia monetaria y fiscal para hacerlo.
En cambio, las instituciones europeas se han convertido en un sistema de “policies without politics”. Es decir, un sistema que genera muchas políticas públicas y que decide la política económica del conjunto, pero sin instituciones claramente identificables y sin un proceso de toma de decisiones inteligible, basado en un debate político europeo que traslade las preferencias de los ciudadanos. Esta es la gran paradoja política europea que la actual crisis económica ha puesto en evidencia.
¿Qué se puede hacer, entonces? Debemos asumir que la política, en mayúsculas, será europea o no será. Hoy los Estados nacionales europeos han cedido su soberanía monetaria y fiscal. También Alemania lo ha hecho y por eso también en el seno de la sociedad alemana se producen tensiones en relación a la conveniencia de formar parte de la zona Euro. Desde 2013 la Comisión Europea debe dar el visto bueno a todos y cada uno de los presupuestos nacionales antes de que sus gobiernos los presenten a los parlamentos nacionales. Es decir, la Comisión Europea controla el presupuesto del gobierno español casi en la misma medida que el ministerio de Hacienda español controla el presupuesto de la Generalitat de Catalunya.
Los Estados europeos han cedido buena parte de su soberanía en materia económica pero hasta hace bien poco los ciudadanos no eran muy conscientes. La crisis nos ha hecho tomar conciencia de este hecho. Pero no hemos reaccionado de forma positiva, construyendo nuevos proyectos políticos a escala europea, sino que a menudo la reacción ha sido resistente.
En toda Europa crecen las “identidades-resistencia” a nivel nacional, utilizando el concepto creado por Manuel Castells. Identidades-resistencia estructuradas a partir de la creencia de que es posible volver a los “buenos tiempos” de la soberanía nacional. Es el discurso del Frente Nacional en Francia, del UKIP -pero también los conservadores- en el Reino Unido y del partido anti-Euro Alternativa para Alemania, pero también puede ser un discurso tentador para la izquierda alternativa que crece en todas partes. Syriza, aliada con los nacionalistas conservadores, ha utilizado este discurso de “resistencia nacional” frente a “la Troika”.
La alternativa real, por lo tanto, sólo puede surgir de nuevas “identidades-proyecto”, construidas en torno a proyectos políticos europeos que se propongan cambiar la orientación política de las instituciones europeas a través del Parlamento Europeo. Es decir, la democracia en Europa será europea o no será.
Las consecuencias del referéndum griego nos muestran, una vez más, que es ilusorio seguir pensando la democracia en términos nacionales. Un país miembro de la zona Euro no puede funcionar como una democracia en el marco de un Estado-nación. Las democracias europeas se enfrentan al “trilema de Rodrik” entre Globalización, Democracia y Estado-Nación. Hoy no se puede mantener un sistema democrático en el marco de un Estado-Nación en un contexto de globalización y mercados integrados. Es decir, no se puede mantener un sistema democrático en el marco de un Estado-Nación y al mismo tiempo estar integrado en la Eurozona, habiendo cedido soberanía monetaria y fiscal. Para mantener un sistema democrático hay que elegir entre renunciar al Estado-Nación, es decir a la soberanía nacional, o renunciar a la integración de mercados que supone la Eurozona.
Pero Grecia, como la mayoría de los Estados europeos, no quiere tener que elegir. Quiere preservar la soberanía nacional y mantenerse en la zona Euro. Pero esto, a medio plazo, no es sostenible. Porque las preferencias de los ciudadanos griegos chocarán contra las políticas decididas por las instituciones comunitarias. Y la única manera de resolver la ecuación es que las políticas decididas por las instituciones comunitarias respondan a las preferencias políticas de una mayoría de ciudadanos europeos, expresados a través de las elecciones al Parlamento Europeo.
Pero para hacer este paso definitivo cabe preguntarse: ¿estamos dispuestos a aceptar la regla de la mayoría a nivel europeo? Es decir, ¿estamos dispuestos a asumir como legítimo un gobierno europeo -de derechas o de izquierdas- surgido de la voluntad común de los ciudadanos europeos, aunque esta no sea la voluntad mayoritaria entre los ciudadanos de mi país? Esta es la pregunta que deberíamos responder. Hoy los alemanes o los españoles de izquierdas aceptan ser gobernados por un gobierno conservador porque la mayoría de sus conciudadanos les han votado. ¿Lo aceptaríamos a nivel europeo?
Jean-Claude Juncker es presidente de la Comisión Europea porque los partidos que lo apoyan ganaron las elecciones al Parlamento Europeo. Pero a menudo nos resulta más fácil obviar este hecho que responder a la pregunta que no nos queremos hacer: ¿estamos dispuestos a ser gobernados por un gobierno europeo elegido democráticamente por una mayoría de europeos, aunque no por una mayoría de ciudadanos de mi país? Yo sí. ¿Y usted?