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Algunos días me avergüenzo de sentirme ciudadano mediterráneo

Xavier Febrés

Nadie sabe muy bien cómo definir al Mediterráneo, pero todos reconocen que este pequeño mar entre tierras –incomparablemente más reducido que los otros océanos—fue el origen de la cultura occidental democrática y que hoy se está convirtiendo en el foco de confrontación y quizá la sepultura de los mismos principios, sin perder aquel protagonismo focal difuso y a la vez concretísimo. El grado de aproximación, desarrollo inclusivo o cohesión regional labrado durante los últimos siglos entre ambas orillas del Mediterráneo –la cristiana grecolatina desarrollada y la musulmana colonizada y sometida-- ha sido más que nulo, en tensión creciente y explosiva.

La dialéctica norte-sur estalla y arraiga en el Mediterráneo con todos los ingredientes. España en particular, ocupada y desarrollada por los musulmanes de la otra orilla durante siete siglos, no ha sido capaz ni tan siquiera de involucrarse en la solución de una injusticia de pequeñas proporciones regionales como es la independencia de su antigua colonia del Sahara y el futuro de los refugiados saharauis, aparcados en el desierto desde 1975.

La actual guerra de Siria es apenas la última de un rosario permanente en la zona mediterránea. Las equivocaciones reiteradas de los gobiernos occidentales en los Balcanes, Irak, Afganistán y el norte de África han causado la aguda crisis migratoria y el terrorismo yihadista. El problema se ha trasladado a los propios territorios de los países europeos, que ahora debemos afrontar en paralelo los efectos de la crisis social interna de los recortes y la crisis social externa de la ciega política internacional.

La crisis de los recortes ha sido dirigida en toda Europa con mano de hierro, sin piedad, por el gobierno alemán de la canciller Merkel. Ahora quiere mantener la hegemonía mediante la dirección política de la crisis de los refugiados, jugando una vez más con la ventaja de ser el país más poblado y próspero de Europa Occidental y por lo tanto con mayor margen de acogida e integración laboral de los recién llegados.

Según cifras del Banco Mundial, Estados Unidos aumentó su población de 320 millones de habitantes en 5 millones de inmigrantes más entre 2011 y 2015. En cambio los 507 millones de habitantes de los 28 países de la Unión Europea han recibido menos de 2’5 millones durante el mismo período.

El éxodo provocado por la guerra impune de Siria y otros conflictos de la zona mediterránea oriental, vistos como si fuesen endémicos y casi naturales, ha llevado el 2015 a un millón de personas en inhumanas condiciones hasta las costas europeas, de las que 4.000 han dejado la piel, ahogadas a un ritmo de 10 personas por día en promedio.

La ONU calcula que los traficantes de personas han ganado 1.000 millones de euros en 2015 con este tráfico mediterráneo y 10.000 millones des de 2010, un negocio tan lucrativo como el narcotráfico. La indiferencia y la pasividad han sido prácticamente totales, fuera de las organizaciones humanitarias.

La ciudad de Barcelona no es la urbe más poblada de la cuenca mediterránea (superada por El Caire y por Istanbul), pero sí la más moderna como derivación de una pujante sociedad industrial. Este carácter avanzado no la ha llevado a jugar ningún papel mediterráneo destacable durante los últimos siglos.

Lo intentó a partir de 1995 muy tímidamente, sin ningún resultado, el Proceso de Barcelona y la Unió para el Mediterráneo, que reúne a 43 países y 756 millones de habitantes bajo los auspicios de la Unión Europea y la liga Árabe. Es el único organismo internacional con sede en Barcelona, en el Palau de Pedralbes, como si no estuviese.

Barcelona hace de espectadora pasiva de la guerra en el Mediterráneo, exactamente igual que el resto de países y gobiernos. El Mediterráneo, roto, es hoy la región más violenta y menos unida del mundo. Debería ser una prioridad europea y mundial, pero no lo es.

El Mare Nostrum ha sido rebautizado como Mare Mortum. No se refiere a las aguas, sino a las almas.

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