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El fracaso

Imagen de un diccionario

Jordi Corominas i Julián

Durante mucho tiempo me acosté temprano. No, eso es falso, como también lo son muchas de las afirmaciones que el Procés ha vertido durante años de un lado a otro del ring, entre otras cosas porque el asunto es una gravísima cuestión de lenguaje.

El otro día di una charla ante un auditorio de personas adultas. La idea era, desde la objetividad, sine ira et studio que diría Tácito, intentar formular algunas claves antes del primero de octubre. Lo que más me sorprendió del público es cómo algunos conceptos retorcidos a lo largo de este período han cuajado en mentes preparadas.

Muchos de los asistentes negaban cualquier puerta al diálogo y defendían a sus héroes con sumo ardor verbal. El problema es que al vetar la puerta a la palabra constataban graves errores de los que alguna vez he hablado en estas páginas.

El primero de ellos, una contradicción desesperante, consiste en estar inmersos en un momento 100% político mientras, día tras día, resulta fácil percibir la ignorancia de la población sobre la materia por falta de educación en la misma. Vocablos como Democracia, Revolución, Estado de Derecho, Legalidad Parlamentaria o Referéndum han caído en una tergiversación perpetua a nivel gubernamental a la que los ciudadanos, mal llamados pueblo, han puesto su granito de arena al darles un significado al gusto del consumidor, desmoronándose la verdad de las palabras, hundiéndose en una especie de individualismo acorde con una sociedad que habla de unión cuando maneja a cada uno de sus integrantes desde una supuesta diferencia para que permanezcan en un rebaño homogéneo, y esto sirve tanto en el tema que nos concierne como en muchos otros, algo auspiciado por el Capitalismo que hace mella en una esencia irrenunciable: la libertad de cada uno desde la autocrítica, la capacidad de elegir desde el conocimiento.

Tras esto el crítico más banal dirá que me paso al concederme la capacidad de argumentar que muchos seres humanos no tienen capacidad de decidir por sí mismos. No nos equivoquemos. Si escribo este artículo es porque considero necesario dotar a toda la ciudadanía de instrumentos para razonar y no guiarse simplemente por las emociones, lo que ahora mismo sucede y demuestra nuestro fracaso como sociedad por ser incapaces de debatir entre todos mediante argumentos de análisis prescindiendo de arengas y proclamas.

Cuando el léxico es resbaladizo y se desprecia incurren factores que propician el desastre. Entre ellos, es evidente, figura la invención desde el poder. En un mundo coherente la Historia debería estar en manos de los que la escriben, porque para eso se dedican en cuerpo y alma a investigarla, sacar conclusiones y difundirlas para esclarecer desde el pasado los motivos que nos conducen al presente. En estos años de recortes masivos en Sanidad y Educación pienso que el ninguneo a los detectives de lo pretérito, capaces de iluminarnos desde su sapiencia, es otra prueba del absoluto desmorone de un sistema donde no interesa la verdad, manoseada hasta el punto de transformarse en su antónimo mediante repeticiones de mentiras que todos aceptan como ciertas a partir de esa obscena redundancia.

De este modo el pasado se desvanece y se convierte en una estrategia política de presente. Diréis que muy bien, que eso ha pasado siempre, pero yo vivo en mi época y por ello me corresponde intentar entenderla. A principios de siglo XX el vienés Hugo von Hofmannsthal entendió a su manera que el lenguaje no bastaba. Las transformaciones de la segunda Revolución Industrial amenazaban el mundo en que había crecido, miraba a su alrededor y comprendía cómo era necesario un nuevo vocabulario.

La velocidad de nuestra era es indudable. Por eso las Constituciones quedan obsoletas en un periquete y la brecha generacional, agravada por el aumento de la esperanza de vida, aumenta a marchas agigantadas, pero no padecemos el mismo problema del austríaco. El fallo del sistema está en su educación, porque de haber sido correcta, algo imposible con su adaptación a los intereses de los que mandan, casi como si quisieran impulsar un conductismo del amaestramiento desde la vacuidad, no nos hallaríamos en esta fase de delirio, una especie de íncubo que traerá consigo una resaca infernal.

Si Dedalus decía en el Ulises que la Historia es una pesadilla de la que quiero despertar nosotros podemos decir que al olvidarse la formación del ciudadano desde un pensamiento crítico se han cimentado las bases del fracaso, porque si uno no puede reflexionar por sí mismo también es incapaz de, a posteriori, aportar su contribución al colectivo para mejorarlo.

Hoy he visto una foto de unas adolescentes. Seguramente iban a la manifestación estudiantil de la mañana. La imagen ha sido destacada porque sus protagonistas convivían positivamente con trapos de distinto signo. Unos españoles, otros catalanes. Sí, se agradecen imágenes así porque muestran que quizá no todo está perdido y prima la Humanidad antes que el Nacionalismo, aún así es como si nadie hubiera cuestionado lo anormal de esas jóvenes ataviadas con estandartes en pleno siglo XXI. ¿Qué educación hemos recibido para que sean tan importantes? ¿No sería más lógico enseñar valores sociales de justicia, ética y equidad entre semejantes?

Creo, lo mencioné más arriba y no me importa insistir en ello, que todos estos años han sido un colosal fracaso de todos nosotros como sociedad. En medio de una crisis inédita desde 1929 hemos preferido discutir, a partir de una monopolización del discurso, sobre entelequias en vez de preocuparnos por arreglar el desaguisado económico, moral, social y cultural. La suerte es que existió el 15M porque aún abre una brizna de esperanza si eliminamos sus notas cursis, adjetivo tan vivo ahora que oculta lo agresivo de la situación y amenaza con ahogarnos mientras cada vez el cerebro pesa menos en medio de una atmósfera demasiado cargada.

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