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Nación, pluralidad y conflicto

Sergi Morales

Parece mentira como la lejanía es capaz de crear una perspectiva diferente bajo la que evaluar las cosas que hasta hace bien poco vivías de tan cerca. Ahora ya hace unos meses que vivo en Bélgica y, inicialmente, me sorprendió ingratamente el debate sobre la lista única. Me parecía, en general, un debate estéril y, al mismo tiempo, estratégicamente inútil. Hubiera podido entender su utilidad estratégica para algunos de los actores favorables al proceso independentista, pero no acababa de comprender la adhesión de, por ejemplo, de otros agentes del independentismo organizado. Sin embargo, la distancia ayuda a poder hablar y a entender algunas cosas que, vividas de cerca, pueden ser más difíciles de comprender.

Me explico: el nacionalismo, como ideología política, no tiene una definición consensuada y aceptada en el mundo académico ni en el de las ideas políticas. Sin embargo, existe un tipo muy extendido y con un potencial emocional muy influyente, que entiende la nación como una especie de cuerpo colectivo trascendente que va más allá de la simple agregación de individuos. Esta visión se puede encontrar tanto en pensadores de raíz romántica (como el alemán Herder) como en otros de tradición ilustrada (como los jacobinos franceses), aunque los argumentos que justifican la nación son diferentes en cada caso. Esta tipología (que podríamos llamar “nacionalismo orgánico”) se fundamenta en la creencia de que las personas pertenecemos de manera natural en comunidades políticas que comparten algunos rasgos comunes y que tienen una determinada visión sobre cómo vivir la vida. Por tanto, para este tipo de nacionalismo, lo razonable es garantizar la continuidad de la forma de ser de esta colectividad a la que las personas, de una manera natural, estamos arraigadas, a través del autogobierno político (en general, la independencia política).

La consecuencia de este planteamiento es la tendencia a negar dentro la propia nación lo que sí existe hacia los que no forman parte de ella: el conflicto. La política existe como una herramienta de gestión de la convivencia, un instrumento para afrontar y solucionar conflictos. En concreto, en el caso de las democracias liberales europeas, la herramienta política que hemos establecido para gestionar estos conflictos y determinar las normas de convivencia ha sido la democracia parlamentaria. Sin embargo, este tipo de nacionalismo, en general, niega de raíz el conflicto entre los “nacionales”, porque estos forman, de una manera profunda, parte de un colectivo que comparte visiones similares sobre la vida, la moral, la historia o el futuro colectivo. Por lo tanto, el conflicto no existe dentro, sino que se da (o se puede dar), en todo caso, con los de “fuera”, los “otros”. Así, el autogobierno (y en extremo, la independencia) no se entiende, en este tipo de nacionalismo, como un campo de juego donde los conflictos políticos pueden tener una resolución democrática eficaz, sino que se entiende como una garantía de que estos conflictos no tendrán lugar o, cuando menos, pasarán a un lugar secundario. Una concepción que, no hace falta decirlo, interesa especialmente aquellos que son partidarios del status quo social en el seno de la nación. La paradoja de este tipo de nacionalismo es que consigue justo lo contrario de lo que, en teoría, se propone: a base de ignorar los conflictos que se producen en el seno de la nación, consigue que las partes de la nación que piden cambios políticos profundos acaben por sentirse excluidas del propio proyecto nacional. Lo mismo ocurre con otras ideologías. Un ejemplo también paradigmático es el de la “unidad de las izquierdas”. Se toma una unidad colectiva como dada y homogénea (la clase trabajadora) y se infiere que los principales intereses a defender en nombre de esta clase son los sociales, obviando a otros como podrían ser los de género o los nacionales. Ambos ejemplos nos sirven para entender cómo se minimiza la pluralidad social y se tiende a homogeneizar valores o intereses en el grupo que se dice defender (nación, clase, etc.), externalizando el conflicto hacia fuera.

Precisamente esta es la visión de fondo que algunos catalanes han adoptado y que una parte del nacionalismo catalán quiere estimular en su favor privado (y en contra, creo yo, del movimiento emancipador catalán). Esta preconcepción de la nación es la que hay detrás de argumentos como “Primero independencia, luego ya decidiremos” o “Déjemonos de pelear por tonterías y vayamos todos juntos”. Esta visión quiere obviar, premeditadamente, dos cosas: Que dentro del movimiento independentista hay diferencias enormes sobre cómo se entiende el país y como se ha de construir, y que en la sociedad catalana hay mucha gente que no se siente identificada con el movimiento y que lo peor que podemos hacer es reforzar la sensación de que dentro Catalunya existe un “nosotros, los patriotas” y uno los “otros”.

Negar el conflicto, pues, no es sólo negar el carácter plural de nuestra sociedad y del proceso de emancipación popular catalán, sino que es una estrategia perjudicial a medio plazo por el propio proceso. Dejemos, pues, de debatir sobre temas fútiles y estériles, que no llevan a ninguna parte y que desgastan más que suman. Hasta el 9N no había ido mal la unidad de acción desde la pluralidad, las encuestas bien que lo reflejaban.

Por tanto, que las diferentes maneras que se tienen de ver el país se expresen y compitan entre ellas por la hegemonía política no tiene porque ser un problema para el movimiento de emancipación. Vista la experiencia hasta antes del 9N, parece todo lo contrario. Incluido tenemos ejemplos empíricos en Europa sobre cómo la unidad de acción desde la pluralidad ha terminado con éxito los procesos de independencia. Estos han sido los casos de Kosovo, Eslovenia, Lituania y Estonia. En todos ellos se celebraron unas elecciones que fueron consideradas plebiscitarias y donde los partidos independentistas presentarse por separado, compitiendo para conseguir el máximo apoyo posible y, al mismo tiempo, compartiendo el objetivo independentista como punto en común. Todo lo contrario de lo que se hizo en Letonia, donde el movimiento independentista organizarse en una sola plataforma, sin ningún incentivo para intentar atraer a los que no estuvieran de acuerdo con el movimiento. Una posible consecuencia de esto puede haber sido la enajenación de parte de la población rusófona del país que, a diferencia de Estonia, sumó en muy poca medida a la reciente república independiente. Pluralidad, pues, al contrario de lo que se suele pensar, puede querer decir unir a largo plazo. Intentamos, pues, pensar a largo plazo en cómo queremos construir los proyectos colectivos y no nos dejemos deslumbrar por propuestas que no respondan a la complejidad de nuestras sociedades.

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