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La Primera Guerra Mundial tiene el futuro asegurado

Imagen del libro '1914, el año de la catástrofe', de Max Hastings.

Xavier Febrés

En agosto de 2014 se conmemora el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial y la fecha ha empezado a hacer correr la tinta. La inmensa mayoría de europeos ignora hoy por qué se produjo aquella guerra de más de 10 millones de muertos, del mismo modo que los gobiernos siguen siendo incapaces de consensuar una versión histórica común, más allá de cada visión nacional, del velo acomodaticio del olvido y las ceremonias oficiales.

Es exactamente la misma actitud que ante la actual guerra económica, la salvación de los especuladores con dinero público a cambio de recortar los derechos sociales (trabajo, vivienda, educación, sanidad) y reavivar el patriotismo contra el enemigo exterior para tapar la agresión interna, la alteración del pacto democrático y el aumento de las desigualdades, la confusión sistemática del debate y por consiguiente de las posibles movilizaciones de protesta. Se trata de hacer creer que las guerras y las crisis son cosas que pasan, sencillamente.

Un joven serbio mató en un atentado en Sarajevo al archiduque heredero del imperio austrohúngaro y este atacó a Serbia al mismo tiempo que reclamaba el apoyo de sus aliados alemanes ante la alianza entre Rusia, Francia e Inglaterra. Los gobiernos dudaron en involucrarse. El káiser Guillermo II y el zar Nicolás II eren primos (nietos ambos de la reina Victoria de Inglaterra) e intentaron tímidamente contemporizar. El instante de vacilación se vio barrido en pocos días por la presión de los estados mayores militares y la parte de la opinión pública dominada por el ardor patriótico y el impulso nacionalista. El 1 de agosto de 1914 Alemania declaraba la guerra a Rusia. Las demás piezas cayeron solas.

Los clarividentes estrategas militares pensaban que sería una guerra de pocos meses, como la franco-prusiana de 1870, sin contar con la nueva fuerza mortífera de la artillería pesada, la cual arrastró a una larga guerra de trincheras y un balance de víctimas aterrador. Los soldados rusos se giraron en 1917 contra su régimen imperial y dieron paso a otro, igualmente totalitario. Tres democracias parlamentarias (Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos) se batieron contra tres sistemas autocráticos (Alemania, Rusia, Àustria-Hungría) y se impusieron, aunque en realidad no ganó nadie. El primer conflicto mundial alteró con enorme brutalidad la idea de progreso que hasta entonces dominaba en las democracias occidentales, los traumatismos abonaron el terreno para la siguiente guerra mundial inmediata de 1940, inducida una vez más por el poder central de Alemania.

Los partidos socialistas tuvieron en 1914 una responsabilidad importante en la aceptación de ir a la guerra. Disponían de peso entre los trabajadores y los sindicatos, pero su defensa del internacionalismo frente a los intereses de los gobiernos cedió el terreno al patriotismo interclasista. En la cámara de diputados de la Asamblea Nacional francesa el primer grupo era en 1914 el Partido Radical (169 escaños), seguido por la SFIO socialista (103 escaños). El Partido Social-Demócrata alemán SPD era el primero del Reichstag desde 1912, con más de una tercera parte de los escaños. El Partido Laborista contaba en el Reino Unido con una fuerte corriente de opinión pacifista, duramente criticada.

La reunión de la Internacional Socialista celebrada en Bruselas el 29 de julio de 1914 se opuso a la guerra inminente. Jean Jaurés subió a la tribuna para clamar: “Después de veinte siglos de cristianismo sobre los pueblos, después de cien años del triunfo de los principios de los derechos del hombre, ¿cómo es posible que millones de hombres se maten sin saber por qué ni sin que lo sepan sus dirigentes? ¿Queréis que os diga la diferencia entre la clase obrera y la clase burguesa? La clase obrera odia la guerra colectivamente pero no le teme individualmente, mientras que la burguesía celebra la guerra colectivamente y la teme individualmente. Por eso cuando los burgueses chovinistas han convertido la tempestad en amenazante, sienten miedo y se preguntan si los socialistas actuarán para impedirla”.

Dos días después Jaurés era asesinado en un café de París por las balas de un estudiante afiliado al grupo nacionalista Liga de Jóvenes Amigos de la Alsacia-Lorena. Los socialistas de toda Europa no actuaron para impedir la guerra, enviaron a los trabajadores a defender cada patria bajo la dirección de aquellos gobiernos.

La hegemonía alemana es hoy de nuevo indiscutible. Europa vuelve a ser un continente marcado por la voluntad alemana de dominio, primero con el militarismo y ahora con la economía. El desenlace de aquel militarismo es bien conocido, el del dominio económico comienza a serlo. El país que ha destruido Europa dos veces en un siglo puede hacerlo una tercera y repetir con formas distintas el mismo error de costes inhumanos.

La creación de la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial y de la Unión Europea tras de la Segunda no fue nada más que alzar una barrera contra un nuevo enfrentamiento entre sus miembros, del mismo modo que el Estado del bienestar fue una barrera contra el abuso excesivo de unas clases sociales sobre otras y que la creación del euro fue la respuesta europea a la reunificación alemana de 1990, a la renacida fuerza expansiva del país hegemónico. Al cabo de pocos años, el euro se ha convertido en un instrumento de dominio alemán.

Alemania tiene una nuevo oportunidad de demostrar que su receta no está destinada exclusivamente a fortalecerse ella misma en detrimento de los demás, que la solidaridad europea no es a cambio del pleno dominio germánico por tercera vez en un siglo, con resultados catastróficos. No puede hacer lo que quiera con sus socios, todos más pequeños que ella. Un liderazgo que tan solo beneficia al líder deriva en tiranía y en enfrentamiento.

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