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Los restos de Franco y Juan Carlos I

La tumba de Franco en el Valle de los Caídos.

Francesc Pérez Moragón

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Ha ido uno siguiendo noticias y comentarios sobre el traslado de los restos corporales de Franco, pero sin gran interés. Es asunto de mucha importancia simbólica y política, sin duda, pero no acaba de atraer mi atención. Si, en cambio, viera juzgar a Martín Villa y a otros como él, creería más en una hipotética desfranquización de España. Pero claro está que imaginar eso es pensar un imposible. Como fue imposible —y son ejemplos bien ilustrativos— desnazificar Alemania, Austria y países satélites, depurar las responsabilidades del colaboracionismo francés —sobre todo empresarial— con el nazismo o impedir al fascismo italiano recuperarse poco después de 1945, bajo otras formas, de la misma manera que lo hizo el franquismo tras la defunción de quien dió nombre al tinglado.

Sin embargo, llama la atención que en el asunto de Cuelgamuros no se haya recordado —o no lo ha visto mencionado uno en la prensa— el protagonismo decisivo y personal que tuvo Juan Carlos I.

Lo bien cierto es que, muerto Franco el 20 de noviembre de 1975, el 22 fue aclamado Juan Carlos como rey por una turbamulta franquista —procuradores en Cortes y consejeros del Movimiento— después de jurar por Dios y sobre los Santos Evangelios “cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”.

Inmediatamente, el día 23, se trasladaron al faraónico panteón creado por Franco para sí mismo los restos del dictador. En la puerta de entrada, el jefe de la casa civil del difunto leyó al abad mitrado Luis María de Lojendio e Irure —franquista de choque, que la orden benedictina habían tenido a bien poner al frente de aquella comunidad instituida ad hoc— una orden del nuevo Rey, heredero del poder franquista, que decía, tal como recogió en sus muy interesantes memorias Laureano López Rodó:

“Excmo. y Rvdmo. Padre Abad de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y Reverenda Comunidad de Monjes: Habiéndose Dios servido llevarse para Sí, a SU EXCELENCIA EL JEFE DEL ESTADO Y GENERALÍSIMO DE LOS EJÉRCITOS DE ESPAÑA, DON FRANCISCO FRANCO BAHAMONDE (q.e.G.e.) el pasado jueves, día 20 del corriente, he decidido que [gente de las casas militar y civil del Caudillo], que acompañan a los restos mortales de SU EXCELENCIA, os los entreguen. Y así os encarezco los recibáis y los coloquéis en el Sepulcro destinado al efecto, sito en el Presbiterio entre el Altar Mayor y el Coro de la Basílica”.

Quien formalmente ordenó pues cumplir los deseos del desaparecido general no fueron la familia Franco, las Cortes Españolas, el Consejo Nacional del Movimiento, el ocasional Consejo de Regencia o cualquier otro organismo de lo que se llamaba el Régimen. Juan Carlos I, que no dejaba de ser producto del mismo sistema, ni había dudado en aceptar ser elegido como rey por el dictador, de la manera más antidemocrática del mundo y contra los mejores derechos de su padre —la monarquía se basa, parece ser, en un sistema de sucesión que no debería permitir intromisiones de dictadores militares o civiles— agradecía así a su gran protector, Francisco Franco, los muchos favores recibidos. Y todo ello bajo el paraguas de lo que se llamaba, no sé si sarcásticamente, una “democracia orgánica”.

Lo que no se puede asegurar es si la decisión de un rey entronizado en circunstancias tan impropias de una monarquía europea de este tiempo puede ser cambiada por un gobierno democrático. Tal vez el rey actual, hijo y sucesor de Juan Carlos —a través de él, también de Franco— podría resolver el enredo. Aunque cabe dudar que ni siquiera lo intente.

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