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No women’s land: ¿qué significa ser mujer en Afganistán?
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En agosto de 2021, los talibanes retomaron el poder en Afganistán tras casi dos décadas en la insurgencia y con el uso de la violencia como parte de su estrategia. Desde entonces, las mujeres y las niñas viven bajo un régimen que les niega todos sus derechos más fundamentales y las condena a la invisibilidad, excluyéndolas casi por completo de la vida pública, educativa y laboral. A tan solo un mes de su llegada al gobierno, las autoridades impusieron la primera serie de restricciones sistemáticas al prohibirles el acceso a la educación secundaria. En 2022 extendieron la restricción y la prohibición a las universidades, cerrando así las puertas del conocimiento y del futuro para toda una generación. Con el paso del tiempo, gradualmente, los decretos comenzaron a recortar sus derechos laborales, su presencia en el espacio público y su participación en la vida social. En cuatro años, el país, que entre conflictos y desafíos había empezado a reconstruir la voz de sus mujeres, volvió a silenciarlas.
De esa realidad nace No Woman’s Land, un fotorreportaje de la fotógrafa iraní-canadiense Kiana Hayeri, y la investigadora francesa Mélissa Cornet, premiado por World Press Photo 2025. Un proyecto que según Amnistía Internacional, podría construir un posible crimen por persecución de género.Hayeri y Cornet durante seis meses, entre enero y junio de 2024, recorrieron siete provincias de Afganistán para documentar la vida cotidiana de más de un centenar de mujeres, desde la desnutrición y los matrimonios infantiles hasta los silenciosos momentos de resistencia, creatividad y alegría. “La pregunta central era, ¿qué significa ser mujer en Afganistán?”, explica Hayeri: “Realmente, queríamos captar los matices y mostrar historias que normalmente no se ven en los medios”.
Kiana Hayeri vivió nueve años en Kabul, y durante este tiempo realizó muchos trabajos e historias. Después de la caída del gobierno el 15 de agosto, su trabajo se centro aún más en las mujeres, “debido a toda la segregación que comenzó a imponerse”. Así, junto con Cornet y gracias a Fundación Carmignac, una entidad que apoya el fotoperiodismo de investigación sobre derechos humanos, medioambiente y temas geopolíticos, han desarrollado este proyecto. Debido a las restricciones impuestas por los talibanes a los medios y a los extranjeros no ha sido fácil para ellas llevar a cabo este trabajo. “En el momento en que comenzamos este proyecto, los talibanes ya habían empezado a ralentizar mucho la entrada de extranjeros, bloqueando el acceso a periodistas”, recuerda Hayeri, que añade: “Conseguimos una visa de entradas múltiples y colaboramos con organizaciones locales. Si hubiéramos empezado unos meses más tarde, habría sido casi imposible realizar el trabajo”.
El resultado de ese esfuerzo es una serie de fotografías que rehúyen el dramatismo fácil y dan una voz individual a cada mujer. “Algo que los medios han hecho mal durante todos estos años ha sido poner un gran paraguas sobre Afganistán y sobre las mujeres afganas, simplificando la narrativa”, declara Hayeri. “Lo que Melissa y yo queríamos hacer era exactamente lo contrario: hacer que la gente se diera cuenta de que Afganistán es mucho más complejo”, relata. En estas fotografías apenas se ven burkas, al contrario de lo que siempre se ha mostrado en los medios. “Incluso cuando las mujeres querían ocultar su identidad, buscábamos maneras creativas de hacerlo”, cuenta Hayeri: “Ambas compartimos una visión similar y una frustración común con la forma tan limitada en la que los medios suelen representar a las mujeres afganas”.
El recorrido por las provincias afganas revela una sociedad profundamente fracturada. En Kabul, la capital del país, el cambio es muy marcado. Los avances de las dos últimas décadas, de una generación de mujeres universitarias, trabajadoras, diputadas… se han desvanecido con el retorno de los talibanes. En cambio, en zonas rurales como Zabul, Kandahar o Wardak, el cambio apenas se nota. “Las niñas casi no asistían a la escuela en los pueblos de las afueras de Kandahar”, dice Hayeri. En Wardak, añade, “nos sentamos a conversar con esposas y madres de combatientes talibanes. Hablamos sobre cómo era la vida antes y después de la llegada del Talibán. Francamente, para ellas la vida no cambió mucho en cuanto a oportunidades, ellas siempre tuvieron el mismo nivel educativo. La única diferencia fue que, finalmente, llegó la paz a sus aldeas y a los valles donde vivían”. Pero, en otras provincias como Badakhshan, la historia es distinta. En los años 90, durante el primer mandato de los talibanes, la región nunca estuvo bajo su control. “Muchos habitantes de Badakhshan nunca habían visto a un talibán en su vida y tuvieron que adaptarse a nuevas realidades”, explica Hayeri.
La muestra de No Women’s land fue presentada el 11 de octubre y se pudo visitar hasta el 2 de noviembre en la Fundación Chirivella Soriano en València, y ahora puede visitarse en Barcelona, del 7 de noviembre hasta el 14 de diciembre. Además, el proyecto se recopila en un fotolibro que ofrece una perspectiva más profunda sobre la vida cotidiana de las mujeres afganas y sus historias de resistencia. Estructurado en capítulos, ofrece fotografías exlusivas y inéditas, con más imágenes de archivo, fotos polaroids, dibujos, materiales de archivo y obras realizadas junto a adolescentes afganas, conformando un montaje visual y narrativo que funciona tanto como documento histórico como testimonio de resiliencia frente a la represión del régimen talibán.
“No Woman’s Land representa un excelente ejemplo de las nuevas prácticas que trata de fomentar la nueva estructura regional del concurso World Press Photo”, explica Pablo Brezo, director de esta organización en València. “El objetivo es incrementar la representatividad y alejarse del paradigma colonialista tradicional en el que el ‘hombre blanco’ viajaba al Sur Global para ‘dar voz’ a otros”. Brezo advierte que esa idea de “dar voz a quien no la tiene” ha sido uno de los mitos sobre los que se asentó el fotoperiodismo durante décadas. “La realidad es que todo el mundo tiene voz; lo que no todos tienen es un altavoz para que se les escuche”. Por eso, explica, iniciativas como la de World Press Photo buscan que los relatos periodísticos sean, siempre que sea posible, producidos por las propias sociedades protagonistas, permitiendo que cada comunidad cuente y transmita su propia historia.
En este contexto, la proximidad cultural de Kiana Hayeri combina con su complejidad y profundidad. “Realizar un trabajo de esta envergadura, elaborado en siete provincias afganas y centrado en mujeres resulta casi imposible para la mayoría de profesionales en un Estado totalitario que niega los derechos femeninos”, dice Brezo. El origen iraní de Hayeri juega un papel clave. No solo le permite ganarse la confianza de sus protagonistas, sino que dota a la serie de una comprensión matizada que un periodista foráneo difícilmente alcanzaría. Además, subraya Brezo, “el hecho de que la autora sea mujer es determinante. Este trabajo habría sido prácticamente imposible para una mujer afgana dadas las restricciones que impone el régimen”.
‘Las alas cortadas’ de las mujeres bajo el régimen talibán
Nazia Mohammadi, 23 años, es una de esas miles de mujeres que con el retorno de los talibanes ha sido condenada a la invisibilidad y al silencio. “Antes de que los talibanes tomaran el poder, estudiaba periodismo”, cuenta Nazia: “Teníamos libertad para ir a la universidad, aprender y soñar con el futuro. Yo quería hacer una maestría”. Con el cierre de las universidades para las mujeres, su vida se detuvo y sus sueños se destruyeron. “Sentimos que caímos en una prisión sin educación, sin trabajo y sin derechos”. Lo que antes era una rutina de clases, debates y proyectos se convirtió en largos días de encierro y miedo. Durante meses, Nazia esperó noticias de reapertura de las clases, pero en lugar de eso llegaron aún más prohibiciones de no trabajar, ni viajar sin un acompañante masculino, no aparecer en público sin cubrirse completamente, entre muchas otras restricciones. “Nos quitaron hasta el derecho a tener esperanza”, dice.“Antes éramos chicas con sueños enormes”, cuenta con un nudo en la garganta: “Queríamos servir a nuestro país, estudiar, viajar. Hoy, esas alas están cortadas. Solo pensamos en sobrevivir un día más”.
Aun así, con toda la desesperanza, Nazia se niega a rendirse. Hoy da clases de alemán a un grupo de jóvenes de entre 18 y 30 años que buscan, como ella, una rendija de libertad en medio del control absoluto. “Los talibanes creen que enseñamos el Corán y ‘de idiomas extranjeros solo’ inglés, pero en realidad enseñamos también otros idiomas escondidos”, explica. El miedo está siempre presente. “Cada día temo que cierren el centro o nos arresten. No sabemos si mañana podremos seguir enseñando o no. Vivo con ese miedo”. Aun así, lo que hace Nazia es un acto de resistencia. Para ellas, aprender es un gesto de rebeldía, una afirmación silenciosa de que siguen existiendo.
Nazia recuerda con angustia que son “la última generación que vio universidades y escuelas abiertas. Las niñas que vienen después de nosotras no conocerán nada de esto”, y pide a la comunidad internacional que no se olviden de ellas:“Pedimos que nos vean. Que reconozcan nuestros talentos. Que nos den oportunidades para estudiar fuera del país. Hay mujeres afganas que, a pesar de todo, siguen enseñando y aprendiendo, aunque en secreto. Nosotras queremos oportunidades, oportunidades reales”. Nazia concluye asegurando que, si no se apoya a esta generación, “el futuro de Afganistán será un futuro sin conocimiento, sin progreso y sin mujeres”.