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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

El todo en la parte

Escher - Plane Filing, 1957.

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Todos nos damos cuenta, tarde o temprano, de que todos y cada uno de esos personajes odiosos —públicos y privados— que emponzoñan nuestras vidas, fueron unos bebés adorables a quienes sus madres compraban zapatitos, unas criaturas indefensas por las que cualquiera de nosotros habría arriesgado la vida para salvarlas de un peligro inminente. Percibimos en los niños una fragilidad y una inocencia que parecen redimir a la humanidad de todas sus perversidades. Observamos en ellos una candidez ante las amenazas del futuro que activa un complejo mecanismo emocional, un sentimiento de redención que renueva, con cierta hipocresía por nuestra parte, la fe en el ser humano, una ternura mediante la que, en el fondo, lo que hacemos es perdonarnos a nosotros mismos por lo que hemos llegado a ser.

A menudo, sobre todo al llegar a una cierta edad, uno se pregunta quiénes y cómo serían sus antepasados. Por pura estadística seguro que hubo de todo. Y lo mismo cabe decir de nuestra descendencia. ¿Qué saldrá de ahí? ¿Qué clase de monstruos? ¿Qué clase de héroes? Formamos parte de todo eso, si no encarnándolo directamente, sí, al menos, como consecuencia y como condición necesaria respectivamente. Nadie puede decir, excepto algún mentecato ególatra, que es él sin ser también el otro, sin formar parte de ese ente holístico que surge de la suma de los que han sido, son y serán al que llamamos humanidad. Somos un trozo de un inmenso organismo fractal que se reproduce en cada una de sus partes, y cada una sueña su propia individualidad. Todo lo que no entendemos del otro forma parte de lo que desconocemos de nosotros mismos, todo lo que decimos no entender del otro, o lo que decimos no entender y hacemos como que nos es ajeno, forma parte de nuestra ignorancia o de nuestro cínico discernimiento.

Esta sociedad es básicamente injusta porque el sudor de unos engorda los bolsillos de otros. Pero ese mecanismo inicuo no solo actúa en lo económico, aunque es la economía quien lo institucionaliza. También opera en el ámbito estrictamente personal. ¿Quién no se ha dado cuenta de que estaba alimentando a una víbora sin saberlo? Y al revés. ¿Quién no se ha dado cuenta, tarde, de que no supo reconocerle a alguien lo que este hizo por él alguna vez? Todos hemos padecido el desagradecimiento y todos lo hemos practicado de una manera o de otra. A veces recibimos porque otros son instintivamente generosos —la generosidad calculada es otra cosa, un préstamo por el que tarde o temprano se nos pedirán intereses—. Otras veces recibimos porque hay alguien que, sin ser necesariamente generoso, puede que incluso gracias a su egocentrismo, ha dejado un patrimonio que acaba beneficiando a los demás. Vemos viejas películas interpretadas por unos que no son ya sino difusos fantasmas, contemplamos pinturas ejecutadas por gente que nos es completamente desconocida, escuchamos la música que alguien, frecuentemente anónimo, dejó grabada alguna vez, leemos libros escritos, no importa cuándo, por autores que tanto da lo que creamos saber de ellos. Nos alimentamos con todo eso y nuestros días se benefician del consuelo que nos proporciona. Y si nosotros mismos llegamos a dejar algo que no sea simple baba de caracol, no será sino la continuación de ese rastro benéfico.

Es un legado por el que, aunque inevitablemente la suscita, aunque hay veces que ansiamos manifestarla, nadie debe gratitud, y menos una gratitud servil. Exigirla es mezquino, esperarla es una necedad, hacer alarde de ella es sospechoso e inelegante, y recibirla puede llegar a ser enormemente embarazoso. La prudencia aconseja mostrarla de la manera más discreta posible. Habría que preguntarse por qué el halago resulta a veces tan insoportable por parte de quien lo recibe. Quiero creer que cuando Fernando Fernán Gómez mandó a la mierda a aquel admirador suyo, lo hizo movido por la conciencia de que su fama, la de Fernán Gómez, se fundamentaba en la palurdez de aquel hombre que lo adulaba entregado. Quiero pensar que lo mandó a la mierda porque odiaba ese tipo de actitudes y las vivía con incomodidad, no por un exceso de ego, sino por todo lo contrario. «Yo a usted lo admiraba», exclamaba despechado y quejoso su devoto, a lo que Fernán Gómez contestaba indignado y seguramente abochornado: «Pues no me admire usted tanto». A no ser que se convierta en un cretino, todo el que deviene un personaje de renombre acaba sabiendo perfectamente el verdadero alcance de su mérito.

Lo acabaría sabiendo antes si no fuera por el tramposo concepto de propiedad intelectual y las leyes a las que da pie, que mercantilizan lo que nace del sustrato común del conocimiento. Un sustrato que no se nutre únicamente de lo que proviene del ámbito cultural, cada vez más difuso y ridículamente sobrevalorado. Estamos rodeados de invenciones anónimas y de aportaciones colectivas en todos los ámbitos de la existencia, y uno no puede sino sentir desprecio por aquellos que intentan hacerlas pasar por propias, privatizarlas y sacar provecho de ellas mediante esa argucia llamada «patente». Algo que llega a la villanía, si no al crimen de lesa humanidad, cuando nos adentramos en el terreno, también cada vez más difuso, de la ciencia y la tecnología. Especialmente cuando hablamos de medicamentos, y no digamos de vacunas, donde todo ese mecanismo de apropiación no hay tramoya que lo disimule. A estas alturas todo el mundo sabe que, como ocurre con la mayoría de fármacos, es el conocimiento acumulado y el dinero público quien las posibilita en una primera y decisiva instancia. Y siguiendo el rastro de ese dinero, por cierto, se llega al sudor de ese bangladesí que hace camisetas en un taller sin ventilación y será el último en recibirla.

Es muy difícil obviar todo lo que el ser humano anida. Sentir amor por los demás en tiempo presente es algo extremadamente difícil, solo al alcance de personas dotadas de una extraña virtud llamada santidad. En nuestro superyó, en el concepto ideal que tenemos de nosotros mismos y determina nuestra conducta moral, lo que más cuenta son los muertos de cuyo legado nos alimentamos. Nos duele fallarles a ellos antes que a los vivos. A ellos, a los muertos, y a los que todavía no han asomado la cabeza, en función del patético sentimiento de esperanza que suscitan los pardillos recién llegados a este mundo con la inocencia intacta. Ambos gravitan sobre nuestra conciencia con mayor peso que nuestros contemporáneos, con los que mantenemos una vigilante beligerancia. Hacia los que no dejaron huella alguna, nuestras vísceras optan por la piedad, aun a sabiendas de que entre ellos hubo seres abominables. El olvido absoluto hacia el que caminan es un castigo demasiado categórico como para pretender incrementarlo con una inquina que, por otra parte, no podemos dirigir sino en abstracto.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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