La paradoja de la política

València —

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La política es —o debería ser— un espacio conformado por personas con vocación pública, que dedican su trayectoria profesional al servicio de la ciudadanía para gestionar bienes y servicios públicos del modo que consideran mejor para el bienestar de la sociedad. Una llamada a la transformación social.

Eso es, o debería ser, un político o una política: alguien con ideas y vocación pública, que antepone el beneficio social al beneficio económico. No son mejores que otros profesionales, simplemente tienen inquietudes distintas que van más allá del dinero.

No todos cumplen con este ideal, no vamos a pecar de ingenuos. Pero tampoco caigamos en el nihilismo de pensar que son los menos. Estoy convencida de que, al menos en sus primeros años, la mayoría así lo siente. Y hablo de personas de todos los partidos. Repito: de todos los partidos. Otra cosa son los principios que mueven a cada uno a dar ese paso o la visión de sociedad que queremos construir. Pero esa visión, al menos, deberíamos tenerla todos. Una visión y vocación de transformación social y pública.

Por eso, no me parece mala vocación la del político. Tampoco creo que sea un trabajo deshonesto o inmoral, como para que su ejercicio se haya convertido casi en una carga social y psicológica por la que pedir perdón.

Porque no nos engañemos: incluso el concejal de un pequeño pueblo, que no cobra un euro por su labor, ha tenido que aguantar comentarios de allegados o no tan allegados que, mientras lo tienen delante, sueltan: “Todos los políticos son iguales”, “unos ladrones” o “unos sinvergüenzas”. Parece que al político se le puede decir cualquier cosa “porque para eso le pago”.

Hago un pequeño inciso para reconocer que es cierto que la sobreexposición mediática de casos como el de Koldo, Montoro y tantos otros deja un regusto amargo en la opinión pública. Pero también hay mucha gente honrada, a izquierdas y derechas, por la que merece la pena seguir creyendo en la política. Lo aseguro, porque lo he visto.

Y para quienes tienen la (des)gracia de caer en la primera línea de exposición, el ejercicio de una responsabilidad pública se convierte en una profesión de alto riesgo, tanto mental como familiar.

Porque hoy, hacer política ya no consiste en debatir ideas, proyectos o modelos. A algunos eso se les antoja complicado, pesado y poco rentable electoralmente. Les resulta más rápido y efectivo atacar a las personas, destruir su honorabilidad, cuestionar su integridad.

Si un político debe ser un servidor público, lo más eficaz es dañar su reputación.

Esto no es exclusivo de la política actual, pero sí vivimos un momento en el que se aplica de forma sistemática y descarnada. Las redes sociales y la proliferación de ultras han sustituido la crítica necesaria por cacerías y linchamientos.

Cacería es cuando abogados o políticos se especializan en disparar judicialmente contra otros políticos para disfrazar de corrupción lo que rara vez pasa de simples decisiones administrativas. Linchamiento es cuando ciertos pseudoperiodistas y ultras acosan a un político por la calle, sin importarles si está con su familia o tomando un café en el bar de su pueblo.

O cuando se señala a alguien en redes para, sin límites ni filtros, vomitar todo el odio que acumula un ser humano en sus frustraciones diarias. Un día merecerá la pena detenernos a reflexionar sobre la deshumanización a la que nos han llevado redes sociales como X.

Esto no significa que se permita que haya quienes se escuden en esos términos para no asumir responsabilidades. Tampoco que no deban denunciarse con toda la contundencia las irregularidades o exigirse responsabilidades cuando se quiebra la confianza de la ciudadanía.

Pero una cosa es eso, y otra muy distinta ejercer violencia política contra quien comete un error… o incluso contra quien ni siquiera lo ha cometido, que también ocurre, y con demasiada frecuencia.

El odio en redes, la sobredimensión mediática y la sensación de que tu vida y la de tu familia serán escrutadas de cabo a rabo por pseudomedios y periodistas sin ética ni límites es algo que puede desbordar a cualquiera.

No todo vale, ni siquiera contra los políticos, que parece que no tienen derecho a nada: ni a la dignidad, ni al honor, ni a la presunción de inocencia, ni a la imagen, ni a la intimidad.

Hace poco vi a Noelia Núñez quebrarse en televisión al decir que su familia estaba sufriendo más que ella. Que no entendía por qué recibía tanto odio e incluso deseos de muerte en redes sociales. Y tenía razón. Se equivocó, pero eso no da derecho a someterla a un linchamiento lleno de odio. Se puede criticar lo que hizo sin destruirla personal y emocionalmente.

Y si hablamos de José María Ángel Batalla, todo lo que he expresado adquiere un sentido más profundo. Conozco a pocas personas con tanto sentido de vocación pública, ejercida de forma impecable y diligente.

Fue el único cargo que la Generalitat de Mazón mantuvo contra su voluntad, por la confianza que inspiraba. Y fue tan leal a los valencianos y valencianas que nunca dimitió para no dejar un puesto clave sin cubrir, asumiendo una responsabilidad que le correspondía al President, que demasiadas veces ha demostrado su irresponsabilidad.

Todos sabemos, dentro y fuera del Partido Socialista, que si la prevención de la DANA hubiera recaído en José María Ángel Batalla y Ximo Puig, el resultado hubiera sido otro. Ese debería ser motivo suficiente para dejar en paz a quien se ha ganado a pulso el respeto de propios y ajenos.

Batalla ha demostrado más vocación pública al dar un paso al lado cuando creyó que era mejor para la institución, defendiendo su honor fuera de ella.

Mientras tanto, esta tierra lleva nueve meses esperando que el President de la Generalitat dimita por no ejercer su verdadera función al frente de las emergencias el día en que la prevención podría haber salvado centenares de vidas, tal y como indica la jueza de instrucción.

Una prevención que Batalla habría ejercido. Una prevención que habría salvado vidas.

Pero él ya no está.

Y Mazón sí.

Esa es la paradoja de la política.