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Entrevista

Maite Larrauri, filósofa: “El feminismo ha hecho visible lo invisible, decible lo indecible. Ha sido una revolución”

La filósofa valenciana Maite Larrauri.

Laura Martínez

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El acoso sexual ha existido siempre. Pero el acoso, conceptualizado como delito, como algo reprobable, es un invento reciente. En los primeros códigos penales se castigaban los delitos sexuales como delitos de honor, en los que el bien jurídico protegido era el honor del padre o marido, dañado a través del de su mujer o su hija, y no la libertad sexual de la agredida. Para ubicar el acoso sexual como una conducta censurable para la mayoría hizo falta el feminismo, como también para que las mujeres se situaran como sujeto, para que se pensaran desde el yo y no como invitadas, a través de la mirada del otro. “El acoso, el aprovechamiento de hombres en posición de poder sobre mujeres a las que dominaban, ha existido toda la vida. Ellos nunca lo han visto feo, horrible, asqueroso. Ese cambio lo hemos hecho las mujeres. Ahí se produce la maravilla de que contaminemos el sentido común”, explica la filósofa y escritora Maite Larrauri (Valencia, 1950).

El movimiento Me Too, el “Yo sí te creo” que inundó las calles en apoyo a la víctima de “la Manada” hasta convertirse en una insignia feminista, ha sido “un movimiento poderosísimo”. “Ya no puede haber una marcha atrás. Puede haber retrocesos en algunos países, pero es inamovible. Hemos hecho visible lo invisible, decible lo indecible. Ha sido una revolución”, señala la autora en conversación con elDiario.es. Larrauri comparte reflexiones con el profesor Francisco Caballero, ambos catedráticos de filosofía de educación secundaria, en Un sujeto inesperado: diálogo sobre filosofía y feminismo, un encuentro de las miradas de los cuerpos hombre-mujer sobre el pensamiento.

Confiesa que a los 20 años leía filosofía como una invitada, a menudo una impostora. Para dar el salto fue imprescindible el feminismo. “La cultura escrita ha sido fundamentalmente masculina. Entras como una imitadora, como entran otros jóvenes varones, pero a ellos se les cede el testigo. Las mujeres entran en la cultura como impostoras”, sostiene. Durante la historia muchas mujeres han vivido esa toma de conciencia de forma individual, a menudo compartiendo su malestar con otras, pero en las últimas décadas es cuando se produce el salto, las olas. “Bastaba que su experiencia no cuadrara con el sentido común para que ellas lo vieran, pero sus salidas solo podían ser personales. Luego estaban los márgenes: la locura, la brujería... Hay un 'darse cuenta' que creo que lo han vivido todas las mujeres, un momento en el que ves cómo se dirige a ti el mundo”, expone.

Para que el salto se produzca de forma colectiva tiene que haber un shock, un choque que produzca una conciencia, pero también una red que sepa conceptualizarla, ponerle nombre al malestar. “Se puede compartir la experiencia, pero si no tienes palabras... Hay un momento en el que no estar a gusto con una misma pasa por el momento en el que no sabes decirte qué te pasa. Esa ausencia de palabras no la suples sencillamente contándole a otra lo que te sucede, tiene que producirse una condición dé un sentido diferente; hay que crear un lenguaje, una comunidad pero una comunidad más reflexiva. Cosiendo juntas o lavando juntas ha habido solidaridad, que es fundamental para la supervivencia, así las mujeres se han ayudado y no se han muerto de asco. Pero la comunidad de sentido es otra cosa, no es un golpecito en la espalda, es crear un lenguaje común”, expresa Larrauri.

“En la época de mi madre solo hubo tragedia, la de amoldarse o ser una rara”, un imperativo que en España comienza a cambiar en los setenta, época en la que la filósofa comienza a ser más activa políticamente con miles de mujeres. “Es el momento en el que notas que lo que dices encuentra un eco, un reconocimiento, una fuerza que no tenía al principio”. Recuerda una cita de un documental sobre la historia del feminismo norteamericano: “Todas hemos querido irnos de casa y en los setenta nos fuimos todas al mismo tiempo”. “Quisimos huir de la que te ha tocado ser, del destino que te cae sobre la cabeza”.

Mujer-cuerpo

La dualidad cuerpo-mente y su separación son una constante en filosofía; una idea que vale para defender que la razón no tiene sexo –y elimina la discriminación intelectual hombre-mujer–, pero también que la mente es asexuada, que no hay diferencia, un discurso que no resulta tan neutro como parece cuando se pasa por el filtro de Foucault. “Foucault es fundamental. Me ha enseñado a pensar. A que hay que preguntarse siempre la posición del sujeto. Desde dónde lo dice es la primera pregunta. Pero la segunda es contra qué lo dice; a quién quiere desautorizar lo que dice. Si eso lo tienes en la cabeza, te vale para todo”. Larrauri defiende que “a las mujeres nos ha tocado históricamente ser más cuerpo”, pero no desde una perspectiva esencialista, sino como hecho para el desarrollo de una sensibilidad distinta. “Nos ha tocado cuidar, la menstruación, el embarazo... y de ahí hemos sabido sacar una virtud, pero la sensibilidad está pegada a eso”, afirma.

Así, para Larrauri la distinción cuerpo-mente, cuerpo-razón, “no es separable, va todo a una”. “Hablamos de sensibilidad. De un fundamento que se ha querido dar de lado por cierta filosofía que la ha apuntado como algo que había que superar, con la primacía de la razón, relegándola a un segundo plano. La razón se apoya en la sensibilidad, se nutre. La sensibilidad son los sentidos y también el sentido común”, recalca. Como ejemplo, la profesora lo ilustra con la pandemia, con lo que implica pasar la enfermedad o con la vejez, etapa en la que el cuerpo pesa.

El cuerpo se plantea como territorio en el que ejercer poder cuando la violencia se utiliza como elemento de disciplina, control y castigo, como recuerda Nerea Barjola, siguiendo a Foucault, en Microfísica sexista del poder. “Ser más cuerpo es algo histórico: el mundo confabula para darte un lugar, para hacerte unas expectativas, te sitúa”, añade la filósofa.

Virginia Woolf y su teoría sobre la independencia económica, formulada entre otras obras en la conferencia recogida en Una habitación propia es otro faro para la autora, que liga con esa idea de sensibilidad. “Woolf nos enseña que es más importante el salario que el derecho al voto; es un discurso del feminismo de la diferencia. El fundamento de la libertad de las mujeres es el de ganarte la vida. Nuestras abuelas decían 'estudiad, que es fundamental que os ganéis la vida para no tener que depender de ningún hombre'. Eso sus padres no se lo podían decir, por mucha sensibilidad, por muy buenos hombres que fueran”.

¿En qué lugar queda la verdad?

El último lustro ha devenido acompañado de la proliferación de fakes, bulos, mentiras, manipulaciones, de un auge de lo conspiranoico y lo reaccionario. Con la pandemia se ha evidenciado que los expertos y lo oficial despiertan más recelo que confort, más dudas que certezas. La verdad, que ha sido un pilar fundamental para la filosofía, se ha difuminado y ha pasado al terreno del abstracto. Como diagnóstico, Larrauri acude a Hannah Arendt: “Ha habido un momento en el que se ha hablado de la verdad como correlato del relato, como el hecho que corresponde a un relato. Eso ha hecho pensar que cualquier cosa que se pueda decir puede entrar en el terreno de la verdad mientras se sostenga. Hannah Arendt decía que los humanos desde el momento en el que hablamos somos capaces de mentir. En el lenguaje hay esa capacidad de la mentira. Por eso hay que confrontarse con lo que son hechos, que no son o verdad o mentira, son hechos. Y la verdad y la mentira que construyen a través de ellos”. El periodismo, lamenta la autora, parece haberse vuelto un poder intocable y un actor fundamental en esa deformación, un cómplice. Como respuesta, acude a Foucault: “Ante el discurso de lo fake, nos queda lo que decía Foucault: si tú me haces una afirmación ahora yo te preguntare quién la hace, desde dónde y a quien quiere desacreditar. Eso nos pondría sobre la vía para saber de qué tipo de verdad se trata”.

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