Por qué leer clásicos en lugar de novelas ligeras durante el verano

Pila de libros. (DP).

Cristian Vázquez

Existe una tendencia bastante extendida a considerar que las lecturas para el verano deben ser ligeras. Supuestamente el cerebro pide “desconexión total” y, por lo tanto, hay que abandonarse a obras entretenidas y divertidas, fáciles de leer, sin mayores pretensiones que hacer pasar un rato agradable, que se puedan “devorar una tras otra” sin dejar de estar relajados… Esas son, al menos, algunas de las expresiones de las que suelen echar mano muchas editoriales en sus reclamos publicitarios para la época estival.

Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo con esas ideas. Hay quienes piensan que los meses de calor y vacaciones son la época más apropiada para todo lo contrario: sumergirse en obras de largo aliento, en esos libros que suelen quedar postergados por el trajín y la falta de tiempo que impone la vida cotidiana.

“No sé de dónde ha salido esa idea estúpida de que hay que elegir lecturas ligeras para las vacaciones”, escribió Wislawa Szymborska en su libro Lecturas no obligatorias (Alfabia, 2009). La autora polaca, Premio Nobel de Literatura en 1996, aseguraba que “es todo lo contrario: esas lecturas ligeras deben leerse -si es que en realidad es posible leer algo- antes de acostarse, después del trabajo o las labores de casa, cuando resulta difícil encontrar esa concentración que requieren los libros más serios”.

Vacaciones: tiempo y espacio para sumergirse en libros largos

De manera que el verano, cuando sí hay tiempo, sería el momento más oportuno para entrarles a esos libros “más serios”, de entre los cuales quizá los clásicos sean los más representativos. “Las vacaciones son ideales para leer clásicos, ochomiles narrativos, poesía de alto nivel y ensayos complejos -afirma el escritor Jorge Carrión-. Por una razón evidente: es una de las pocas épocas del año en que disponemos de tiempo y de espacio para la constancia y la concentración”.

Por tal motivo, Carrión -que en septiembre publicará Contra Amazon (Galaxia Gutenberg), una colección de ensayos sobre clásicos como el Quijote y La biblioteca de Babel, de Borges- plantea que “se ha producido una inversión de las reglas de juego tradicionales. Ahora las obras ligeras son las más apropiadas para los meses de vida laboral, pues como las series de televisión o las redes sociales se adaptan a los tiempos de transporte, a los ratos muertos y a las noches de cansancio. Y las obras más complejas son perfectas para los largos días en la playa o los largos trayectos de avión”.

En el mismo sentido se expresa Vicente Luis Mora, escritor, poeta y crítico literario. Admite que le “disgusta la idea de confinar a los clásicos para el verano, como si no fueran esenciales cada semana”. “Pero hay clásicos de gran extensión, pongamos El hombre sin atributos o Guerra y paz, que requieren de decenas de horas libres por delante, que invitan a ser leídos en sentadas interminables y que se disfrutan más, e incluso se entienden mejor, gracias a la continuidad alargada que otorga la vacación laboral”.

Mora, autor del reciente ensayo La huida de la imaginación (Pre-Textos), añade que “leer Gargantúa y Pantagruel en horas sueltas durante ocho fines de semana consecutivos, rompiendo el ritmo y la ilación de lectura perseguidas por Rabelais, creo que impide la inmersión eficaz en su mundo narrativo”.

Viajar de otra manera: al pasado, hacia la lucidez

Los clásicos también pueden funcionar como una especie de máquina del tiempo. “Leer clásicos durante unas vacaciones nos pone en contacto con un tiempo pasado que ya no existe -propone la escritora Mercedes Cebrián-: el tiempo de las vacaciones de infancia y adolescencia en una época en la que no había este acceso constante a noticias, información y entretenimiento”. La narradora y poeta recuerda la frase de L. P. Hartley: “El pasado es un país extranjero”, dado que “esa forma de vida ya es irrecuperable”.

“No se trata solo del acto nostálgico de volver a paladear un estilo de vida”, explica Cebrián, autora de Verano azul: Unas vacaciones en el corazón de la Transición (Alpha Decay, 2016). La cuestión es de calado mucho más profundo: “Volver a recordar cómo funcionaban antes nuestros cerebros, mucho más capaces de sumergirse en la lectura en profundidad de un texto, no tan hiperestimulados como ahora”.

También el novelista y ensayista Miguel Espigado siente que esta experiencia equivale a un viaje a tiempos pretéritos: “Leer un clásico es abandonar la tumbona y el mojito para emprender un viaje exigente a un lugar donde siempre seremos extraños: el pasado”. El autor de Enciclopedia de las cosas buenas (Aristas Martínez, 2018) detecta en esta elección un gesto disruptivo, que “contraviene toda la lógica para la que las vacaciones proletarias fueron diseñadas por la patronal. En el clásico no hallaremos 'merecido descanso', quizás nos angustie más que relajarnos, y al término quizás suframos algo mucho peor que un síndrome postvacacional: una nueva y dolorosa lucidez”.

Motivos para leer los clásicos (no solo en verano)

No obstante, no toda la gente relacionada con el mundo del libro tiene una postura tan definida o “hace campaña” por los clásicos. Consultado acerca de los motivos para leer clásicos y no novelas ligeras durante el verano, Txetxu Barandiarán, editor y asesor cultural, responde: “La verdad es que no tengo motivos específicos ni para lo uno, ni para lo otro”. En cambio, por lo que sí aboga es por una lectura sin prisas, y también por la relectura de ciertos textos: “Libros que en un momento nos fueron evocativos, nos gustaron, conmocionaron, asombraron, nos cuestionaron, nos removieron en nuestra zona de confort, nos resultaron particularmente gratificantes”.

La escritora Elvira Navarro, por su parte, también cree en dar prioridad al deseo: “En verano hay que leer lo que nos venga en gana, al igual que durante el resto del año”. Pero sí es contundente en cuanto a los motivos por los cuales conviene leer los clásicos, motivos que “no tienen nada que ver con subsanar lagunas de formación -subraya-, sino con creernos que estamos ante problemas nuevos, cuando en realidad todo es viejo y se ha contado y tratado de solucionar mil veces”.

Como explica la autora de La isla de los conejos (Random House, 2019), “un clásico dialoga con nosotros con la misma eficacia que un contemporáneo, porque no existe el único progreso que sería significativo: el de ser mejores personas. Sólo a veces lo somos, por momentos parece que logramos algo. Pero la misma mierda [sic] vuelve todo el rato con distintos ropajes, la historia se repite como el ajo, como una lección que no terminamos nunca de aprender”.

¿Por qué leer clásicos, entonces, tanto si es verano como cualquier otra estación? En busca de esa “nueva y dolorosa lucidez” de la que hablaba Espigado. En palabras de Navarro: “Para eso están los clásicos: llevan siglos pensando el mundo, a menudo mejor que nosotros”.

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