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Los últimos estertores del golpe de Estado de 2010

Imagen de la gran manifestación de la Diada de 2017. Foto: Efe

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Este artículo va dirigido, por supuesto, a los lectores de elDiario.es, pero lo he escrito pensando especialmente en los dirigentes de los partidos políticos que configuraron la mayoría de investidura de Pedro Sánchez, mayoría que se ha mantenido, con muchas dificultades, pero se ha mantenido, cohesionada como mayoría de Gobierno a lo largo de la legislatura. 

Después de lo ocurrido esta semana, en la que la democracia ha sido arrastrada al borde del precipicio, hay que adoptar medidas de defensa que dificulten y, si es posible, imposibiliten que pueda volver a ocurrir. 

Es obvio que la renovación del Tribunal Constitucional (TC) es lo más urgente. Es el único órgano a través del cual la derecha española puede dar un golpe de Estado. El golpe de Estado del 23F de 1981 eliminó el riesgo a través del poder militar. Desde entonces el poder militar, que se había auto atribuido una función de “tutela” sobre el poder civil a lo largo de nuestra historia de los dos últimos siglos, ha dejado de poder ejercerla. No hay “poder militar” en la democracia española. 

El único órgano constitucional a través del cual se puede dar un golpe de Estado es el TC. En febrero de 2007 la columna que publicaba periódicamente en El País se tituló 'Golpe de Estado'. La publiqué a raíz de la decisión de los magistrados conservadores del TC de recusar a Pablo Pérez Tremps por haber publicado, mucho antes de que se iniciara el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, un artículo sobre las relaciones entre el Derecho Comunitario y el Derecho interno que recogía las intervenciones en un seminario organizado por el Institut d'Estudis Autonòmics. Obviamente, a Pablo Pérez Tremps no se le permitió participar en la decisión sobre su propia recusación. Ni a él se le pasó por la cabeza hacerlo.

Advertía en aquel artículo de febrero de 2007 que en el TC se estaba fraguando un golpe de Estado y que, de no abortarlo, las consecuencias serían espantosas. 

El golpe tardó tres años en abrirse camino, pero consiguió hacerlo a través de la STC 31/2010. Una norma que había seguido escrupulosamente lo previsto en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía para su reforma, que había sido aprobada con una mayoría de casi el 90% en el Parlament de Catalunya, que había sido pactada entre la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y la Delegación del Parlament, que había sido aprobada en referéndum por una mayoría del 75% y que había estado en vigor desde 2006 sin que se hubiera producido perturbación alguna digna de mención en el funcionamiento del Estado de la Autonomías, fue anulada parcialmente por el TC, que impuso, además, una interpretación de determinados artículos que despojaba a la reforma de todo su sentido.

El TC desconoció la “fórmula de integración de las nacionalidades en el Estado pactada en 1978”: pacto entre el Parlament y las Cortes Generales + Referéndum, e impuso a Catalunya un Estatuto contrario al pactado y refrendado. El TC se autoatribuyó la facultad de “definir” la fórmula de integración de Catalunya en España. No la de resolver algún conflicto que hubiera podido producirse, que hasta el momento no se había producido ninguno, o que pudiera producirse en el futuro en la fórmula de integración definida en el Estatuto reformado, que es para lo único que lo habilita la LOTC, sino la de sustituir el pacto entre los dos Parlamentos y el referéndum ciudadano por su propia voluntad. 

El golpe de Estado fue un éxito rotundo. En las elecciones catalanas del otoño de 2010, el tripartito presidido por el PSOE sufrió un descalabro espantoso, mientras que CiU y el PP tuvieron unos resultados excelentes. En 2011, en las elecciones municipales y autonómicas de mayo y en las elecciones generales de diciembre, el PP tendrá el mejor resultado con diferencia desde la entrada en vigor de la Constitución. Ni siquiera el PSOE en su mejor momento llegó a acumular tanto poder como lo hizo el PP en ese año.

El problema para el PP fue la “gestión” del golpe de Estado. En los cuatro años de la legislatura 2011-2015, el PP dilapidó la mayor parte del capital político obtenido, y desde diciembre de 2015 la derecha española no solo se fragmentó y dejó de estar representada en régimen de monopolio por el PP, sino que dejó de ser mayoritaria en España. De ahí que en 2018 se aprobara por primera vez en la historia de la democracia una moción de censura contra el presidente del Gobierno de la Nación, que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa. La ejecutoria de Mariano Rajoy desde 2011 vino a confirmar una tesis que no está escrita en ninguna parte, pero que opera de manera inexorable: España no se puede gobernar contra Catalunya. Con base en el anticatalanismo no se puede gobernar establemente el país.

A la inversa, con un programa contra España y por la independencia no se puede gobernar establemente Catalunya. El tránsito de la autonomía a la independencia del nacionalismo catalán ha sido un camino hacia ninguna parte. 

Al PP, a la derecha española en general, le queda del golpe de Estado de 2010 la mayoría conservadora en el CGPJ y en el TC. Por eso está defendiendo su no renovación con uñas y dientes. 

Con esa mayoría conservadora en ambos órganos ha intentado dar un nuevo golpe esta semana, haciendo lo que no se ha hecho jamás en ninguna democracia parlamentaria digna de tal nombre: interferir en el ejercicio de la potestad legislativa de las Cortes Generales y paralizar el proceso de aprobación de una ley. Algo inédito en Derecho comparado. 

Estamos asistiendo a los últimos estertores del golpe de Estado de 2010. Los partidos que constituyen la mayoría de gobierno en esta legislatura tienen que hacer todo lo que está en su mano para pararlo y renovar el Tribunal Constitucional en todo caso.

En la proposición de ley que parece que se va a tramitar parlamentariamente se debería incluir, además, una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la que se fijara que los vocales del CGPJ cesan en el momento en que se cumplen los cinco años de su mandato y que no es posible, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, la prórroga del mismo.

El CGPJ es un órgano de Gobierno y, por tanto, de naturaleza política y tales órganos no admiten prórroga, ya que su renovación depende única y exclusivamente de la manifestación de voluntad del cuerpo electoral en las elecciones generales correspondientes. 

La composición del CGPJ no se puede desvincular del principio de legitimidad democrática, que es lo que viene haciendo el PP desde hace más de cuatro años. Hay que acabar con esa desvinculación e impedir que pueda repetirse en el futuro. Espero que los partidos que constituyen la mayoría de gobierno estén a la altura que cabe esperar de ellos.

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