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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La hora de las decisiones

Sebastián Martín

Las generaciones nacidas a partir de los años sesenta y setenta en Europa han crecido bajo el encantamiento del fin de la historia. Salvo excepciones, hemos creído que los Estados constitucionales creados tras la segunda posguerra, o en sustitución de dictaduras, una vez abiertos a las reclamaciones feministas, anticolonialistas, igualitarias y de liberación sexual propugnadas en el sesenta y ocho, conformaban modelos políticos estables, satisfactorios e irremplazables. Como recordaba Tony Judt, estas generaciones, al no haber vivido más que en un sistema político en el que la sanidad, la educación, las pensiones, el desempleo o la vivienda estaban prácticamente asegurados, han tendido a naturalizarlo, pensando con ingenuidad que ya eran imposibles grandes regresiones. La crisis nos ha despertado abruptamente de este sueño.

En España, las deficiencias del régimen político en vigor se han tornado, de repente, notorias y vergonzantes. Si la decepción tiene efectos retroactivos es porque, al percatarnos de esas carencias, nos hemos dado cuenta de que estaban ahí desde el comienzo. La impunidad de que continúan gozando los torturadores, la clamorosa falta de reparación a las víctimas de la dictadura, la amnistía de crímenes imprescriptibles según una legalidad internacional que suscribimos para aplicar en otros países, no son defectos actuales, que hayan salido a la luz pública por la irresponsabilidad de algún presidente veleidoso, sino taras originarias, siempre denunciadas y señaladas por los colectivos afectados y los sectores más conscientes. La corrupción endémica e impune, la movilización privada del poder público, las adherencias clientelares que los partidos hegemónicos han tejido en las administraciones para reproducirse, absorbiendo recursos sociales ingentes, saltando hoy a la vista, son fenómenos de largo arrastre, como sabe todo aquel que tuviese uso de razón política en los tiempos del declive de Felipe González. El propio capitalismo oligárquico, alérgico a la competencia real, mantenido a través de contratos públicos, subvenciones y legislación privilegiada, dueño de sus beneficios y extremadamente dadivoso con sus pérdidas, tapado con el falso éxito de la especulación inmobiliaria y puesto hoy en evidencia con rescates y blindajes, nos acompaña desde hace demasiadas décadas. Es más, la pérdida manifiesta de soberanía económica y política que implica este mercantilizado proyecto europeo, las nefastas consecuencias que podía traer para nuestro tejido productivo o la inviabilidad de una moneda única en un espacio político-económico tan heterogéneo, resultando hoy datos incontrastables, ya fueron señalados por políticos y economistas tachados entonces de visionarios mesiánicos e irrealistas.

No cabe lugar a engaño. La crisis ha puesto sobre el tapete deficiencias que la preceden. Ha agudizado también algunos problemas irresueltos, como la articulación política de la plurinacionalidad española o las relaciones del Estado con la Iglesia. Y las políticas aprobadas para enfrentarla, añadidas a las continuas privatizaciones, a la sesgada política fiscal de Solbes y a la funesta labor del Banco de España bajo los mandatos de Caruana y Fernández Ordóñez, han conseguido despertar la mayor de las dificultades: una nueva cuestión social de proporciones mastodónticas, con índices bochornosos de pobreza infantil, desahucios, falta de recursos básicos y exclusión social.

Y hete aquí a España, otra vez, con sus eternos problemas: la cuestión territorial, la religiosa, la social y la oligárquica. Hasta la forma de Estado vuelve a estar en disputa, por más que grandes coaliciones, aparatos de propaganda y legislaciones exprés quieran acallar el debate. La crisis, más que crear estos problemas, los ha puesto al descubierto o los ha intensificado, pero, sobre todo, ha vuelto a hacer apremiante la necesidad de tomar decisiones para resolverlos. La historia ha irrumpido así ante una generación durmiente. El velo ha caído, mostrando cómo nuestro sistema político cuelga en buena parte de pactos sellados entre élites, hasta ahora apoyados en un consentimiento pasivo de las mayorías, pero susceptibles de ser revocados por imperativo popular.

Ahí radica el dilema: abierto de nuevo un intervalo de transformación histórica, unos pretenden dirigirlo de forma aristocrática y lampedusiana, con reformas aparentes que aquilaten este maltrecho régimen; otros, en cambio, piden devolver a la ciudadanía plena capacidad de decisión en todos los flancos abiertos a través de un proceso constituyente. La pretensión de los primeros carece de realismo y resulta insincera. Piensan que nuestra crisis política obedece a males recientes y transitorios, para cuyo remedio basta con ciertos retoques. Lo cierto, sin embargo, es que tales males son estructurales, por lo que una sólida solución a los mismos solo puede proceder de una decisión incondicionada que tome en cuenta la participación popular más allá de la respuesta a un plebiscito. Es más, las reformas que están mutando (a peor) el sistema político vigente ya están en marcha, y están alterando la naturaleza de la Justicia, de los Entes Locales y Provinciales o de la organización del trabajo, sin más respaldo que el escuálido tercio del cuerpo electoral que, mediando engaños, prefirió al partido en el Gobierno.

Los principios democráticos asisten a quienes abogan por un proceso constituyente ante esta mutación autoritaria del Estado. Pero, para continuar creciendo y terminar convirtiéndose en una opción mayoritaria, deberían también reconocer que la tarea consiste, en buena proporción, en restaurar el actual marco constitucional, garantizando mejor sus ineficaces previsiones económicas y sociales. Se trata de aumentar en democracia y en justicia social, sin olvidar que el incontestable apoyo que en su origen recibió nuestra desvencijada Constitución se debió a que muchos pensaron que, conteniendo sapos, también venía cargada de esos dos bienes. Debería aclararse con insistencia que no se invita a un salto al vacío, que dispare el instinto reaccionario y conservador ante lo desconocido, sino a una reapropiación ciudadana del poder público para colocarlo al servicio del bien común, liberándolo de las actuales servidumbres oligárquicas. Y para ello hay margen de maniobra con las actuales reglas constitucionales, que permiten incluso cambiar las previsiones para su reforma con el fin de hacerlas más flexibles y abiertas a la intervención ciudadana.

Es momento de decisiones. Acaso se haya expirado el tiempo para la tibieza y la indefinición. Los timoratos que sigan respondiendo con ellas a nuestras urgentes disyuntivas están abocados a la irrelevancia. Quienes quieran aplazarlas o evitarlas, corren el riesgo de sembrar la inestabilidad y convertir en patología social lo que debiera ser una función fisiológica de la democracia. Incluso quienes, con ánimo tutelar, nos advierten de que devolver al pueblo la capacidad de decidir nos condenaría a la guerra civil, olvidan el efecto balsámico que suele tener el tomar parte activa en la configuración real de tu país. No es el miedo lo que hay que difundir. Con él, solo se garantiza que estas decisiones inaplazables sean tomadas en círculos minoritarios. Si con sinceridad se persigue el consenso, más útil sería promover la buena fe, la lealtad, el juego limpio y la generosidad.

Puede que, como otras tantas veces en la historia, la oportunidad de que el pueblo sea dueño de su destino se cierre con subterfugios o con virulencia. Pero, por ahora, nuestra especialísima coyuntura ha redefinido el campo político y sus prioridades, colocando de un lado a quienes solo atribuyen a ciertas minorías la capacidad de decidir qué rumbo hemos de tomar, y de otro a quienes sostenemos que asunto tan capital solo puede ventilarse con un permanente refrendo popular.

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