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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Sufragios, cooperación e inteligencia

Pierre Bourdieu

Sebastián Martín

Afirmaba Pierre Bourdieu que a la teología neoliberal, al fin y al cabo una forma de fundamentalismo utópico, hay que oponer lo que Ernst Bloch denominaba «utopía reflexiva». Ante todo, esta postura exige una toma de conciencia de las posibilidades reales de la sociedad que se pretende transformar. Requiere también rechazar el fatalismo que confía en que las contradicciones del mundo bastan por sí mismas para cambiarlo. E implica igualmente repudiar el «activismo por el activismo, puro voluntarismo basado en un exceso de optimismo». Ponerse al servicio de este «utopismo racional», huyendo de toda claudicación ante la hegemonía conservadora e investigando, con los aperos de las ciencias sociales, lo que las sociedades pueden ir dando de sí para su evolución en sentido anticapitalista, tales habrían de ser, según Bourdieu, los deberes del intelectual crítico.

Sus observaciones sirven asimismo para señalar los retos y los riesgos a los que se enfrenta la izquierda transformadora. Combatir el integrismo liberal, ya plenamente infiltrado en las instituciones políticas y paulatinamente presente en la cultura popular, requiere ponderar con exactitud cuáles pueden ser las estrategias para el cambio, sin incurrir en el derrotismo descreído pero sin caer tampoco en un voluntarismo irrealista.

¿Cuál es el modo de conjurar ambos peligros?

Ante la «deriva antidemocrática del Estado», Giorgio Agamben propone abandonar el modelo político tradicional «de una revolución que actúa como poder constituyente de un nuevo orden constituido». Frente a ello sugiere la alternativa de trabajar en «una potencia puramente destituyente», capaz de sustraerse a la confrontación violenta con el Estado, que solo produce el reforzamiento de su faceta represiva. Otros muchos, en cambio, reclaman la apertura de un proceso constituyente como medio más eficaz para salvar y reforzar la democracia social, aunque, acto seguido, reconocen que no se dan ni la correlación de fuerzas ni la hegemonía cultural necesarias para garantizar que el orden político resultante sea más justo e igualitario que el actual.

En una entrevista reciente, Jacques Rancière subrayaba la necesidad de complementar, y en ningún caso jerarquizar, el combate por espacios de igualdad «en el mundo de la desigualdad» y la lucha convencional por los dispositivos del Estado. Aunque la ortodoxia militante siempre haya aconsejado subordinar el primero a la segunda, la experiencia histórica acaso dicte lo contrario. Como el propio Rancière insinúa, «los movimientos de emancipación del pasado» encontraron una plasmación inicial en la autonomía conquistada por colectivos locales, antes de obtener reconocimiento en las leyes parlamentarias.

Esas luchas pretéritas nos ilustran, en efecto, cómo los primeros logros fueron fruto de la cooperación más que del viraje de la legislación estatal. Las huelgas masivas de inquilinos que España conoció a principios del pasado siglo, por ejemplo, no se tradujeron de inmediato en políticas públicas de construcción de viviendas sociales, sino en la edificación de barrios de «casas baratas» promovida por cooperativas de trabajadores. De hecho, la trayectoria de nuestro propio cooperativismo nos muestra cómo se trataba de una realidad bien arraigada antes de que una política institucional izquierdista lo dotase de un régimen legal beneficioso.

Cuando ni siquiera se habían reunido las Cortes Constituyentes, el Ministerio de Trabajo y Previsión ya había provisto a las «sociedades cooperativas» de un estatuto jurídico amparado por el Estado. Se trataba del decreto de 4 de julio de 1931, primera regulación genérica de este aspecto de la vida social entre nosotros. La medida anclaba en un tejido cooperativo preexistente, forjado además «en ambiente poco favorable», que se intentaba potenciar y consolidar con la concesión de beneficios. Se era consciente de que «los trabajadores de todas clases ha[bían] de defender con la cooperación de consumo el poder adquisitivo de sus haberes», y se estaba asimismo convencido de que la autonomía del trabajo derivaba, no solo de leyes protectoras, sino también de las cooperativas de «venta», «producción», «mano de obra» y «crédito». Por eso, con la citada disposición, el Estado, aunque confiaba los progresos de la cooperación a «los cooperantes mismos», les proveía de los principios, las técnicas y las facilidades fiscales necesarias para su expansión y desarrollo.

No ha de extrañar el sentido abiertamente anticapitalista de esta primera legislación republicana. Muchas intervenciones en las Cortes Constituyentes dejaron vivo testimonio de la intención de refundar el país no solo contra los «obstáculos tradicionales» del clericalismo, el patriarcalismo, el latifundismo feudal y el centralismo autoritario. Se trataba igualmente de constituir España frente a un sistema financiero que a la altura de 1931 se creía irreversiblemente fracasado.

Abundan los ejemplos. Julián Besteiro, al defender la postura socialista sobre el precepto constitucional de la propiedad, clamaba por la socialización de la industria, pero también por la de «las finanzas, que son dueñas del porvenir de los pueblos, de los Gobiernos, y no tienen responsabilidad ni tienen control». Hasta el filósofo José Ortega y Gasset, políticamente centrista, reconocía en el propio debate constituyente que, frente a los poderes «de las organizaciones financieras y económicas, hasta ahora desconocidos en la Historia, [era] menester pertrechar de armas fuertes al Estado, para que se defienda de ellos y los sojuzgue». Se compartía, pues, el deseo de que la República trajese –por expresarlo en palabras de Fernando de los Ríos– «la eliminación de cuanto entraña el liberalismo económico», una vez que la crisis había demostrado que «economía libre» quería decir «hombre esclavo», siendo entonces «una economía sojuzgada y sometida lo único que hac[ía] posible una verdadera posición de libertad para el hombre».

En la lucha contra el fundamentalismo del mercado ocupó un lugar central el movimiento cooperativo, otra de las primeras víctimas de la dictadura de Franco. El recuerdo de su efímera regulación republicana nos muestra cómo a la conquista de las instituciones precedió la formación de numerosos círculos sociales basados en la igualdad y la autonomía. Suministra además una enseñanza útil para ciudadanos comprometidos, pues a poco cambio sustancial puede aspirarse si no se comienza por transformar los propios hábitos, demasiado integrados, la mayoría de las ocasiones, en el engranaje que pretende abolirse. También compone toda una lección para las filas del dogmatismo cerril, que, ignorando la tradición obrerista a la que dicen pertenecer, desprecian todo avance que no sea la imposible conquista revolucionaria del Estado. El episodio evoca incluso una guía de acción para los desmedrados sindicatos, cuya función no tiene por qué limitarse a la negociación con la patronal, pudiendo abrigar la aspiración que un día tuvieron de organizar a los trabajadores con el fin, no de pactar, sino de superar las formas económicas impuestas por el capital.

Ahora bien, para lograr una transformación efectiva de la sociedad tampoco basta la detracción de espacios al orden capitalista a través del movimiento cooperativo, según parecen entender muchos desencantados. Pueden, a lo sumo, constituirse esferas vulnerables de igualdad, en situación de amenaza permanente. Disponer, o no, de la producción del derecho y de los instrumentos para su ejecución no es en absoluto indiferente. Una reforma legal puede arruinar de un plumazo espacios de autonomía arduamente conquistados. Por eso, junto al fomento civil de la cooperación, han de disputarse los sufragios, fuente inequívoca de poder institucional en las democracias representativas.

Pero, tanto para la cooperación como para la expansión electoral hace falta, ante todo, inteligencia crítica y estratégica, justo la que se concentra en trabajar por esa «utopía reflexiva» de la que hablábamos. ¿La encontramos lo suficientemente operativa en las vanguardias y en las bases de los movimientos y partidos de los que cabe esperar la transformación social? A buen seguro, el lector contará con la respuesta acertada.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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