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El día que Durero fue a ver una ballena y encontró la muerte

'El rinoceronte', xilografía alrededor de 1515 de Alberto Durero

Peio H. Riaño

12 de diciembre de 2021 23:04 h

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“Hace quinientos años, Durero llegó a este lugar en busca de una ballena. Aquel fue el punto de inflexión de su vida”. Cinco siglos después, Philip Hoare (Southampton, Reino Unido, 63 años) y su pareja, Ellen, llegaban a Róterdam (Holanda) en coche persiguiendo el rastro de la leyenda, la última parte de la vida del artista alemán y, como él mismo dice, una gran aventura de arte, animales, decadencia, poesía y mar. La historia arranca donde lo hacen todas, en la falta de dinero. En 1519, el artista más famoso al norte de Italia estaba preocupado: ya no era joven y el cuerpo comenzaba a fallarle, temía perder la vista y la destreza. Y su mecenas, Maximiliano I, emperador del sacro Imperio Romano, había muerto. Se había quedado sin ingresos regulares y las garantías, de repente, habían desaparecido.

La historia del arte es una historia materialista: “Durero siempre había sido un asalariado y su diario está plagado de anotaciones sobre gastos e ingresos, algo en las antípodas de su imaginación desenfrenada”. Así la cuenta Hoare, protagonista de la escena punk londinense de los setenta, adicto al mar, el frío y la humedad, bautizado como uno de los escritores más fascinantes del Reino Unido y excelente cronista de los océanos y las costas del planeta. Su otra obsesión, los cetáceos, le abrieron las puertas del Premio Samuel Johnson de no ficción de 2008 con Leviatán (Ático de los Libros, 2015).

En su nuevo libro, Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo (Ático de los Libros), da una buena razón para confirmar la etiqueta de porteño empedernido: “De niño, experimenté el carácter final de un lugar donde se iniciaban todas las demás cosas. La gente no hacía más que partir en busca de nuevas identidades, como si los que nos quedábamos atrás no dispusiéramos de una propia. Ningún puerto puede ser un hogar. Nadie es libre”. Esta descripción confirma cualquier loa que aplauda su capacidad para desmenuzar las identidades al borde del mar. Hoare nació en el puerto de Southampton cuando aún lucía las cicatrices de los bombardeos del 23 de noviembre de 1940, ordenados por el gobierno nazi a varios escuadrones, de un total de 250 aviones, que arrojaron 300 toneladas de explosivos y 1.200 bombas incendiarias sobre la ciudad. “Intentaron destruir el mar”, escribe.

Invisible como Dios

Así que ahí está Hoare, persiguiendo a Alberto Durero, que está en los Países Bajos persiguiendo el dinero del heredero de Maximiliano, Carlos. Allí encontraría alimento para el fin de mes y para sus visiones monstruosas. También hallaría la muerte: había huido de su hogar en busca de un futuro menos precario y más saludable, lejos de la peste y contrajo una infección en una costa infestada por los despojos de una ballena varada. A pesar de sus miedos, Durero no llegó a palpar el declive de su talento, al contrario: las experiencias que vivió allí dieron pie a nuevas manifestaciones de su genio. Y fue en Países Bajos donde tuvo la visión del monstruo marino, él que apenas había visto el mar.

“Sobre el lugar donde lo vio o si llegó siquiera a verlo nada puedo contar, pese a los océanos que he surcado y las bibliotecas que he atravesado a nado”, dice Hoare antes de abrir una historia que se pierde en las disertaciones y los mil extraordinarios afluentes que despistan de la historia central. Cuando Durero tuvo las primeras noticias de aquel ser monstruoso, se le aceleró el corazón. Eso imagina el autor inglés, que introduce un símil para ubicar con exactitud el contexto histórico en el que surge la visión de la ballena: “Tal y como sucedía con Dios, nadie se ponía de acuerdo sobre su verdadero aspecto, ni sobre aquello que serían capaces de hacer”.

La ballena que Durero nunca vio es una excusa para hacer un recorrido más vital que biográfico –afortunadamente– para describir a un hombre nervioso, incapaz de estarse quieto. “Su mano no podía cesar de dibujar, era algo automático, funcionaba de forma independiente al resto de su ser”. Philip Hoare cuenta que en una época de transacciones extraordinarias, Durero comerciaba con sus sueños (un carrusel disparatado de morsas, rinocerontes, unicornios, elefantes y gigantes) y que por ello no podía dejar de imaginar a aquella criatura como un golpe de suerte con mayor seguridad que cualquier pensión imperial.

Aunque no vio a la ballena, creó una imagen de ella que se repitió masivamente y quedó grabada en la memoria colectiva hasta Melville, que tenía raíces holandesas y conocía la historia de Durero y su ballena, y Moby Dick. Lo interesante del libro es el vínculo que establece su autor entre la naturaleza y la imaginación artística, ubicando la narración en el proceso científico desencadenado por Durero, que se veía a sí mismo como un artista, pero también como un científico que investigaba el mundo natural (además de la alquimia y las matemáticas). Quizá un Colón de tierra adentro con ganas de saberlo todo, de colmar su curiosidad infinita. Hoare escribe: “Durero era un niño pequeño que, sentado en el suelo de un museo, dibujaba un dinosaurio”.

Llegó a las costas de la provincia de Zelanda para contemplar una ballena varada por la marea alta y las ventiscas, de mucho más de cien brazas de largo. Pero cuando le fue imposible contemplarla, porque el mar no permitió a su barcaza adentrarse hacia la costa, y al día siguiente ya no había rastro de la criatura, el mar había vuelto a engullir al animal. Hoare piensa que fueron esos aires ponzoñosos los que hicieron enfermar y mataron al primer pintor en autorretratarse. No importó, porque calmó su ansia de conocimiento con su imaginación y se imaginó una morsa a partir de un cráneo. No vio a todos aquellos animales, pero eso no iba a impedirle dibujarlos. De hecho, tampoco vio al rinoceronte y no fue hasta que llegó la televisión cuando la realidad acabó con el ejemplar imaginado por el artista. “Antes de Durero, los dragones existían; después de él, ya no”, escribe Hoare.

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