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Ingres, el conservador rebelde

La gran odalisca, de Dominique Ingres

J.M. Costa

Una exposición de Ingres en España tiene su importancia: la gran pintura francesa del siglo XIX (y del XVIII) está por completo ausente en nuestras colecciones. Y si la exposición es tan completa como esta de El Prado, realmente es complicado pedir más. Quizá el montaje no sea el más equilibrado, y no se entiende muy bien la curiosa moda de no poner cartelas para identificar las obras. Pero son detalles menores comparados con la riqueza de la muestra. Como aquel que dice, aquí están casi todos los Ingres de enciclopedia. Hay algunos más, sobre todo en EEUU, pero prácticamente todo lo europeo y trasladable ha hecho este viaje. En ese sentido, misión cumplida.

Luego está el contenido, la pintura de Ingres. Lo primero que llama la atención y se revelará como significativo, son los formatos de sus cuadros, medio o incluso pequeño. Esto igual no parece muy importante, pero lo es. Sus coetáneos David, Gericault, Gros o Delacroix desarrollaron escenas gigantescas, de más de seis metros, que hoy cuelgan en el Louvre y otros edificios representativos. Pero Ingres nunca fue un pintor oficial y no recibió ese tipo de encargos más que durante una corta etapa en la Roma napoleónica. Esto hoy puede parecer fruto de una actitud muy valiente, en su época se resumía a que Ingres no era muy apreciado por el gigante y dictador del neoclasicismo francés, Jacques Louis David, de quien había sido fiel discípulo. A Ingres le hubiera gustado recibir grandes encargos historicistas, pero no. No obstante, aquí está una pintura de gran formato y bien interesante, El sueño de Ossian (1813).

Como muchos otros pintores franceses de la época, algo mayores o algo más jóvenes, Ingres comienza a operar en ese momento histórico donde la antigua sociedad ha muerto pero la nueva aún no ha nacido. Y ese momento histórico, el de Napoleón, esta lleno de contradicciones interesantes. Porque resultan trascendentes para definir el paso de una cultura todavía aristocrática a una plenamente burguesa. El Napoleón sobre el trono imperial (1805) es el epítome de esta contradicción. En realidad ya nada es igual pero no se han ideado las nuevas formas. Lo que hay debajo de esos armiños, de esos laureles dorados, de esos cetros y de esa espada carolingia es un dictador de origen burgués. Pero la parafernalia es la del Estado aristocrático recién superado, elevada incluso a lo imperial. En el futuro ya ni siquiera los reyes de sangre se vestirían de esa guisa. Irían a la burguesa todo lo más a algo tan uniforme como lo militar. El nuevo poder encontraría su propio estilo.

A Ingres le pasa un poco lo mismo. Aun considerándose en el fondo un neoclásico, en gran medida ya lo era de forma indirecta. Si los renacentistas se referían al Clasicismo griego y romano, los neoclásicos del XVIII-XIX, impulsados por la nueva oleada arqueológica, también bebían directamente de esas fuentes. Pero aun apreciando aquella antigüedad, Ingres era sobre todo un devoto de Rafael, de un pintor de amplia y conocidísima obra. Ingres tenía buenas razones para fijarse en una tradición pictórica que podía emular. En realidad, de aquel Clasicismo greco-romano nos han llegado tres artes: literatura, arquitectura y escultura. Ni la música ni la pintura (si exceptuamos el dibujo en ánforas y similares o algunos hallazgos como los de Pompeya y Herculano) nos son conocidos. Visto así, el neoclasicismo pictórico de David y de sus discípulos más fieles era una pura fantasía, una construcción sin mayor base histórica.

El destino de un retratista

Mejor que reinventar una antigüedad pictórica imaginaria era tomar como guía a un pintor de gran porte con el que identificarse. Y de hecho, para Ingres y quienes vinieron, supuso también la posibilidad de recibir otras influencias directamente pictóricas que darían en lo que se llamó eclecticismo, por aquellas fechas ya dominante en Inglaterra. Tal vez por ello la Academia nunca trató muy bien a Ingres. No tanto porque fuera un revolucionario, sino casi por lo contrario, por gótico y por expoliar la pintura antigua. Ha de explicarse aquí cómo la imagen independiente y rebelde que ha llegado a la posteridad de Ingres fue confeccionada en gran medida por él mismo, mediante una hábil manipulación de los emergentes medios de masas (periódicos). O al menos así se deduce de la detallada monografía Ingres and his critics (2005) escrita por Andrew C. Shelton, quien escribe en el catálogo un texto sobre El destino de un retratista: nuevos retratos, que resulta bastante menos enjundioso. Por otra parte ya en su época se esquematizaba mucho una situación donde Delacroix era el heraldo de lo nuevo, el Romanticismo e Ingres representaba lo antiguo, el Clasicismo. El enfrentamiento, que existía y con muy malos modos, no era tan neto ni claro.

Muy a su pesar, aunque resolviéndolos con gran competencia, Ingres vivió de los retratos. Aquí, algo muy interesante es el cambio de los sujetos. Monsieur Philibert Rivière, Jacques Marquet de Montbreton de Norvins, Edme Bochet, la Señora de Senones o la Señora Mercotte de Sainte Marie -entre otros muchos- ya no eran grandes nobles o arzobispos, sino los nuevos dirigentes sociales o sus amigos intelectuales. Que aplique a algunas de sus retratadas la plantilla de Rafael en La Donna Velata (1515-1516) debía ser normal en aquel ambiente, hoy resulta de una inadecuación curiosa. Si hablamos de retratos y de influencias, otra que le echó en cara la Academia es la del flamenco van Eyck (Juan de Brujas, entonces). En realidad, el trabajo de Ingres era más amable que el hiper-realismo anatómico de van Eyck. Aquí los retratados nunca tienen verrugas.

Seguramente por ello sus retratos dan la impresión de extraordinariamente fieles y según testimonios coetáneos lo eran. Pero no estamos ante la crudeza clínica de Velázquez, de van Dyck o del mismo van Eyck. Lo que vemos muy claramente no es al sujeto, sino la idea del artista sobre su retratado. Suele suceder, pero en Ingres es muy descarado. Esto no les quita valor, su estándar medio es muy alto y alguno como el de Louis-François Bertine (1832) está sin duda entre los grandes retratos del siglo. Por así decir, da la impresión de que si entonces hubiera existido un equivalente a Photoshop, Ingres lo habría utilizado. Con criterio, pero con profusión.

Excepto en ocasiones contadas, Ingres había sido un pintor pudoroso para los usos neoclásicos y luego románticos. Con apenas el antecedente juvenil y muy neoclasicista (aunque demasiado poco para la Academia) La Baigneuse Valpinçon (1808) o su Odalisca seis años más tarde, Ingres realizo hacia finales de su carrera unos cuadros que dieron que hablar por separarse de cualquier criterio temático neoclasicista. En Odalisca y esclava de 1842, que era un trasunto de Tiziano y su Baño turco (1862) está todo muy bien pintado. El motivo es obviamente muy sensual, pero hay algo que falla. Las Leda y Dánae de Ticiano o la Venus del Espejo de Velázquez, la Muerte de Sardanápalo (1827) de Delacroix o incluso lo picaresco de su odiado Rococó, resultan bastante más carnales, en diversos sentidos. Es posible que la sensualidad deba traspasar las líneas. Que para Ingres lo eran casi todo.

Es curioso esto de la línea: en sus dibujos o apuntes, lo más indiscutible de su obra y que realizó también como souvenir para los primeros turistas de la Italia del Sur, hay muchas veces que Ingres deja su trazo incompleto, esbozado. Y de repente esas figuras en dos tonos parecen tener más vida que la sacrificada en sus oleos a la precisión de los contornos.

Un hijo tardío de la Ilustración

En cierta forma, Ingres era un hijo tardío de la Ilustración. Pero que vio, desde un prisma más bien conservador, cómo a esa visión del mundo basada en la Ciencia y la Razón se le iban superponiendo sentimientos irracionales y simbólicos. Y no solo en el seno del Romanticismo, sino como un virus extendido a toda la sociedad. Se ve que no solo de cartesianismo vive el hombre. En la época de Ingres comienzan a despertar el nacionalismo y el imperialismo modernos. Un nacionalismo que, como muchas ideologías buscaba sus raíces históricas en algún pasado mítico e ideal. Ingres se sumó a ello con gusto. Lo que se llama su época Troubadour es un conjunto de obras entre las que destaca una ya tardía Juana de Arco en la consagración del rey Carlos VII en la catedral de Reims (1851-1855). Juana de Arco es uno de los principales mitos del nacionalismo francés. La peripecia de Juana de Arco, una figura histórica y documentada, se popularizó como la pólvora en la pintura francesa del XIX en tres interpretaciones muy libres que iban de lo religioso a lo republicano pasando por lo realista. Esta última visión fue la de Ingres. Bastante temprana para el desarrollo del mito, ha de decirse.

Debe ser significativo que tanto Delacroix como Ingres, esos dos polos que realmente se llevaban fatal, tuvieran siempre la enemistad de la Academia. Que de estar monopolizada por los davidianos paso a estarlo por los pompiers, esa extraña y desbarrada puesta al día del neoclasicismo. El mundo pompier (de Pompeya y de bombero, por la abundancia de cascos griegos y romanos) era todavía más imaginativo e improbable que los neoclásicos, al igual que muchos de sus testimonios de batallas contemporáneas. Pero este movimiento, tan escasamente riguroso, no admitía muchas desviaciones de sus reglas que, sin embargo aceptaban un montón de disparates históricos. No es raro que ni Ingres ni Delacroix fueran aceptados por esta gente. Aún más sangrante en el caso Ingres, a quien tanto debían. Para bien y para mal.

Finalizando ya, destacar la influencia de Ingres en España. De ella da cuenta un capítulo específico del catálogo. Empezando por José de Madrazo (1781 - 1859), amigo y admirador confeso de Ingres e iniciador de una larga saga de pintores decimonónicos, la influencia de Ingres en nuestro país fue muy directa. Por así decir, en España la Academia, dirigida por Madrazo y luego por su descendencia, devino muy ingresiana. Es por ello una lástima que no se haya añadido una sala dedicada a esta influencia, que afectó a la evolución de la pintura española, anclándola durante mucho tiempo en una estética algo arcaizante. No hubiera sido difícil montar este añadido. Y hubiera sido útil.

Hoy en día no es fácil tener un criterio perfectamente ajustado de Ingres. Hay aspectos de su obra que actualmente resultan casi de estampita. En otros se percibe una tensión que busca movimiento. Su personalidad artística fue conservadora en sus propios términos, bastante iracundos, por otra parte. Nos llega manipulada, por él mismo y por sus enemigos. Decir que es bueno parece pobre, aventurar que era genial igual excesivo. El catálogo incluye un texto de 1927 de Henri Focillon en unos términos hoy casi imposibles de reescribir pero que indican una vía posible para entender a Ingres:

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