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Tocino, testaferros, sobornos y malversación: la corrupción no ha cambiado en tres siglos

'Felipe V e Isabel Farnesio', de Louis Michel van Loo. 1743. Óleo sobre lienzo. © Museo del Prado.

Peio H. Riaño

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La corrupción no la inventó el PP. Ni siquiera fueron los Borbones. Es un mal endémico, con perdón, que azota las cuentas del país desde hace, al menos, tres siglos. Lejos de recetar un alivio que haga a la ciudadanía española más soportable su presente infestado de cargos políticos que se llenan los bolsillos con el dinero de los intereses privados, que se llenan los bolsillos con dinero del erario público, la corrupción es la Marca España más consolidada de todas, gracias a personajes como Juan Prieto de Haedo (1660-1715).

No les sonará de nada porque ha sido invisible para la historiografía. A pesar de amasar la mayor fortuna a finales del XVII y principios del XVIII, procuró no dejar huella en ninguna de las instituciones que corrompió. Natural del valle de Carranza, en Vizcaya, pasó de la nada a ser uno de los principales financieros que vivieron entre Austrias y Borbones, gracias a su talento y habilidad para la trampa. Un hombre hecho a sí mismo a base de especulación, malversación y cohecho, que desapareció de las cuentas y de los cuentos entre testaferros y sobornos. 

El hallazgo de Prieto de Haedo, uno de los empresarios más influyentes de la corte de Felipe V, se lo debemos al historiador Francisco Andújar Castillo, que se topó con el corrupto en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Los legajos desvelaron la existencia de un personaje que en 1702 había desembolsado más de un millón de reales para hacerse con el puesto de contador mayor del Consejo de Órdenes Militares. Un movimiento completamente ilícito en la época, que le colocaba a los mandos de la tesorería de la realeza y le dejaba las manos libres para quedarse con los contratos de arrendamiento de las rentas que salían a subasta.

A la vez juez y parte interesada: Juan Prieto de Haedo se adjudicaba en las subastas públicas los arrendamientos de vinos, carnes o maestrazgos -con contratos a nombre de sus hombres de confianza- y se presentaba a sí mismo a la tesorería que debía controlar desde ese cargo “público”. Una operación redonda que multiplicó su fortuna entre 1708 y 1712.

El dinero es lo primero

Las trampas no fueron suficientes para su éxito empresarial, también mostró un excelente dominio de las relaciones con el poder político. Hoy lo llamaríamos emprendedor de referencia. El principal resorte que le valió para anudar lazos aquí y allá fue su condición de prestamista. Gracias a su alta capacidad crediticia, concedía préstamos a corto plazo a quienes decidían sobre sus intereses, fundamentalmente regidores de Madrid y consejeros de Castilla, como explica el historiador Andújar Castillo en el extraordinario libro El Atila de Madrid. La forja de un banquero en la crisis de la monarquía (1685-1715), editado por Marcial Pons.

Su fortuna, acumulada inicialmente gracias al monopolio del abastecimiento de la carne y el pescado, entre otros productos, fue el instrumento que le permitió ampliar sin cesar su capital desde su sede -con un sinfín de empleados- en la calle de Atocha. Y cuando la maquinaria se resistía, como explica Andújar Castillo, engrasaba con regalos y sobornos el rodillo político y burocrático que afectaba a sus negocios. Así se creó una de las empresas financieras más poderosas de la época.

Esta pormenorizada investigación de un fantasma millonario le ha llevado al experto en historia de la corrupción de la Edad Moderna doce años. Su trabajo se detiene con detalle en los complicados mecanismos corruptos, no así en la curiosa biografía de un rico que decidió no hacer ostentación de su fortuna y vivir en una casa alquilada, sin lujos, ni carruajes despampanantes. El historiador ha preferido reparar en los mecanismos del fraude que en la vida de quien trató de pasar desapercibido para el común de los mortales.

Sin embargo, su especulación con el precio de la carne llevó a la ciudadanía a amotinarse y a escribirle unas coplillas sobre su voracidad y falta de escrúpulos para enriquecerse y convertirse en un distinguido caballero de la Orden de Santiago. Se ganó la cruz roja de esta orden con el soborno de los testigos que debían declarar que su pasado no estaba vinculado al carbón o que en sus negocios no tocaba más que los libros de cuentas. Los caballeros de Santiago le abrieron las puertas más nobles y privilegiadas para prosperar. El dinero hizo lo demás.

“Veo dinámicas muy presentes en la política actual, prácticas corruptas en ayuntamientos y en altas administraciones del Estado que ya se hacían en el siglo XVII. No hemos podido acabar con la corrupción en todo este tiempo. De hecho, entonces, en el Antiguo Régimen, existían mecanismos anticorrupción que han desaparecido. Me resulta increíble que hayamos retrocedido en esto. Parece que todo estuviera bajo control, que no hay grietas para los corruptos y ahí están, por ejemplo, los paraísos fiscales”, explica el historiador y autor de las prácticas de este 'atila'. Lo llamaban así porque con sus malas artes arrasaba con las necesidades de la ciudadanía: tenía tiranizada a la población con la especulación de los precios, que los fijaba él y encarecía el de los productos básicos con los que abastecía la ciudad. No era ningún héroe de las finanzas ni de los negocios; era un elemento que se aprovechaba de las necesidades de los demás para disparar sus beneficios.

La historia de la corrupción siempre tiene un protagonista, en este caso un don nadie que aprendió a escribir y a leer y que con ese capital simbólico rompió con su destino a los 18 años y marchó a la capital. A labrar una inmensa fortuna en lugar de campos de patata de su aldea natal. El escurridizo Juan Prieto no pudo escapar al tesón metodológico de Andújar Castillo, que elaboró durante años una red de fuentes que se cruzaban y enriquecían, que le explicaron cómo se genera la riqueza sin cumplir con las leyes. ¿Hay otra manera de hacerlo? “No todas las grandes fortunas pasaron por los mismos mecanismos corruptos para acumular capitales”, explica el investigador, que recalca lo extraordinario de esta figura. Juan Prieto de Haedo llegó con los bolsillos vacíos y se los llenó de fraude. Las cuentas las pagaron, como sabemos y sufrimos, los españoles.

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